Cuba con la muerte en los talones

Por León de la Hoz

Cuba es una isla ahíta de hambre, hambre de cualquier cosa que se mueva o repose y pueda llevarse a la boca; hambre de naderías, de sexo, de vida y también de sueños. Y ella misma va muriendo de inanición o se va dejando morir sin que nadie pueda hacer nada para salvarla. La paradoja de la muerte de Orlando Zapata al final de su huelga de hambre es que quiso dejarse morir para evitar que Cuba siguiera muriendo, un verdadero martirio que no podemos asegurar haya valido la pena, después de que las autoridades pudiendo salvarlo no lo hicieran, a pesar de que todo Gobierno es responsable de la vida de sus reos.

En un país que nunca ha hecho culto de la muerte hasta que naciera el eslogan de la Revolución, “Patria o Muerte”, los muertos y su correlato de sacrificio han adquirido la connotación de paradigma moral, el propio himno nacional con ese verso terrible de “morir por la patria es vivir”, escrito en circunstancias dramáticas, nunca antes tuvo una significación menos poética. La misma liturgia alrededor de los mártires es una razón para creer hasta qué punto se ha distorsionado el sentido de la vida como valor absoluto e intransferible. No puede haber un desarrollo normal de la sociedad y sus expectativas cuando un país con varias generaciones ha estado pensando en la muerte como una forma de redención, sea cualesquiera. El propio Martí, tan cerca del sacrificio y sin embargo tan lejos del extremismo, sólo en una ocasión justificó la pena de muerte por motivos excepcionales en situación de guerra, sin bien para muchos parece haber visto en su muerte una solución.

Lo cierto es que en más de cincuenta años de patria o muerte los cadáveres podrían verse desde la luna. La isla se ha ido llenando de muerte y sacrificio en el lenguaje cotidiano de los políticos, en los que buscan la esperanza en las aguas del estrecho de la Florida, en los que dieron sus vidas en tierras extranjeras por el ideal de un comunismo que en la práctica ha engendrado más muertes que los nazis, en las ejecuciones, en la necesidad y la miseria, en los innumerables suicidios que se producen y se ocultan. Pero sobre todo en la muerte lenta de un país que vive de glorias pasadas vendidas y compradas en todo el mundo como la antesala del paraíso. La muerte lenta de lo que fue la ilusión y el orgullo de una nación que se ha avejentado repentinamente en manos de un Gobierno de jóvenes rebeldes transformados en obscenos ancianos conservadores que han ahogado toda posibilidad de soñar y cambiar.

La huelga de hambre de Zapata y su muerte no es un hecho aislado como cínicamente dijo el presidente de Brasil, es más bien un síntoma de una situación que parece tener sólo una salida: la muerte. Esta parece la única vía, después de que el Gobierno decidió identificar la patria con ellos, excluyendo de un plumazo parte de la historia fundacional del país, cercenando la disensión y sustituyendo el amor a la familia por el deber a la Revolución. La patria o la muerte, ellos o la muerte. La muerte de ellos o la vida. Es el principio de una doctrina de la nueva religión que va llegando a su fin. Ese es el dilema al que las generaciones se han enfrentado negando o asintiendo, con resignación o discrepancia. La propia alusión de Raúl diciendo que la víctima no era un político, sino un delincuente, es un atentado a la inteligencia y la sensibilidad humanas, ya que en caso de que así fuera el gobernante no queda exonerado de su responsabilidad, siendo como debieran ser todos iguales ante la vida; sobre todo en un país donde delinquir es una forma de vida en contubernio del Estado.

Un país sostenido por la cultura de la violencia y la muerte como fundamento de su supervivencia y crecimiento, difícilmente podrá llegar muy lejos en las actuales condiciones del mundo actual. El obsoleto discurso defensivo de la muerte frente a los enemigos ha perdido su vigencia si no es para sostener una religión nueva en el culto al poder de una clase política encapsulada en el pasado que sacrifica al pueblo, a los relevos generacionales, abstrayéndose cada vez más de la realidad. La muerte de Zapata como la de cada cubano que muere ya sea por el régimen o contra él o por escapar, es una vergüenza y un estigma que nunca podrá ser borrado. Patria sí, pero muerte no. Y si esa fuera la patria, me cago en ella.

Lamentablemente es posible que aún no haya llegado lo peor. El poeta Eliseo Diego, en una de las ocasiones en la que la hablábamos de lo humano y lo divino, con su habitual inteligente sorna me dijo que todavía tendríamos que ver muchas más cosas, pero que un día, como siempre, las aguas volverían a su nivel original. Desde entonces el agua no ha dejado de subir. Ojalá estas aguas negras pronto acaben de crecer y podamos ver la luz para recoger a nuestros muertos e intentar rehacer el país con la vocación de vida y esperanza que estos nuevos enterradores destruyeron traicionando el espíritu de la mañana de 1959. Lo malo es que muchos en las dos orillas que conforman la única orilla de la nación, jamás podrán verlo y ni siquiera podrán recomponer las familias con los pedazos de sus muertos dispersos por el mundo a donde han sido arrojados.

2010, marzo