Gastón Baquero, conciliador y discrepante

Por León de la Hoz

Hace diez años, el 15 de mayo de 1997, en el hospital La Paz, en Madrid, murió el poeta Gastón Baquero. Murió cogido de la mano de un amigo, mientras llovía desconsoladamente, como siempre sucede durante la celebración del Patrono de la ciudad, el santo labriego Isidro Labrador. Fue jueves, como el día en que quiso morir con aguacero César Vallejo, uno de sus Santos de la poesía que, además, fue vecino suyo de la calle Acuña pero en otra época.

Aquel triste día para la cultura cubana e hispanoamericana, Gastón dejó un insuperable silencio a sus amigos que ni siquiera puede ser borrado leyendo sus poemas, aunque en esa evocación se haga corpóreo aquello que él llamaba la Poesía: “la poesía es lo que no se ve”, decía. Gastón es la poesía y así lo sentimos quienes fuimos sus amigos y todavía nos cuesta subir la pendiente de la soledad sin su compañía sonora, inteligente y cubanísima.

Pero además de ese silencio convertido en poesía, dejó un vacío entre las Cubas que viven equidistantes a lo ancho del mundo, esas que no nos gusta decir que viven en dos orillas, aunque éstas sean tan reales como las distancias y los distintos exilios o insilios que vive todavía el pueblo cubano. Eso Baquero lo sabía muy bien: no existen abismos, sino dos orillas producidas en 1959 por un hachazo en la historia y la cultura cubanas; dos orillas, eso sí, comunicadas y relacionadas por un sinnúmero de puentes que van acercando de manera inevitable el momento en que esas orillas dejen de existir.

Durante los últimos años, Baquero había vivido una especie de resurrección en esa geografía dispersa, a partir de los puentes que la admiración de su obra producía en escritores, fundamentalmente jóvenes, que después de la caída del Muro de Berlín comenzaron a llegar con billete abierto o cerrado a una España que también, aunque tímidamente, recuperaba a uno de sus poetas más relevantes de su segunda mitad del siglo 20, nuestro Baquero. Recuérdese que él escribe y publica la mayor parte de su obra poética después de 1959, cuando tiene que salir del país a raíz del triunfo de la Revolución.

Ningún lector avisado duda de la importancia que tuvo en la poesía española de la época la publicación de dos de sus libros: Memorial de un testigo (1966); y Magias e Invenciones (1984) -absolutamente desconocidos e inéditos en Cuba hasta que Efraín Rodríguez publicara su imprescindible y documentada antología La patria sonora de los frutos, de Letras Cubanas, en 2001, tres años después de la muerte de Baquero. Más tarde, en 1991, Verbum publicaría los Poemas invisibles, otro de los poemarios inevitables para la poesía hispanoamericana, que todavía no ha sido suficientemente estudiado, aunque es la continuación en lo más alto de la confluencia del lenguaje más contemporáneo con las aspiraciones de cierta poética postmoderna, ya revelados en los dos libros apuntados. Ese «boom» tiene su corolario en los homenajes, las entrevistas y las publicaciones que se suceden, y por el apoyo de viejos y nuevos amigos españoles y cubanos.

Es precisamente en el pequeño prólogo a Poemas invisibles donde Baquero nos deja la pieza más hermosa de su legado ideológico para esa Cuba dispersa y dividida. Veamos in extenso:

A los poetas que llegan y seguirán llegando. A los muchachos y muchachas nacidos con pasión por la poesía en cualquier sitio de la plural geografía de Cuba, la de adentro de la Isla y la de fuera de ella.

El orgullo común de la poesía nuestra de antaño, escrita en o lejos de Cuba, se alimenta cada día, al menos en mí, por la poesía que hacen hoy -¡y seguirán haciendo mañana y siempre!- los que viven en Cuba como los que viven fuera de ella. Hay en ambas riberas jóvenes maravillosos. ¡Benditos sean! Nada puede secar el árbol de la poesía.

¡Gran pena es que ya no nos reconozcamos, que no sepamos nada los unos de los otros, siendo como somos hijos de un mismo espíritu, nacidos de aquel Padre Numinoso, arca sagrada de la poesía!

Estos poemas son para los pinos nuevos, para todos ellos. Digo con Borges: “No he recobrado tu cercanía, mi patria, pero ya tengo tus estrellas”.

Cuando aún los tiempos no habían cambiado tanto como para que se produjera el éxodo económico y político que ha dado lugar a la nueva oleada migratoria, intermitente y polifacética, de los últimos años, con el permisivo desdén de las autoridades de la Isla, Baquero había comprendido que la vida estaba cambiando y que la cultura se preparaba y convertía en el gran espacio de confluencias, sobre todo de las nuevas generaciones que no arrastraban el estigma del pecado original de la política de la violencia y el sacrificio, llevada como una enfermedad por los padres y abuelos, tanto de adentro como de fuera.

Baquero, con la autoridad que le confería el exilio histórico y la que portaba por su inmensa cultura y personalidad, fue en esos años el gran animador de una actitud nueva y diferente en las relaciones entre cubanos. En un momento en que no era fácil por las convenciones que se habían forjado en ese exilio, el que más había sufrido el hachazo del 59, y a pesar de la actitud que desde los 80 se promovía en los círculos académicos y culturales más tolerantes del exilio; “dialogueros”, llamaban despectivamente a quienes se atrevían, ingenuamente, tal vez, al diálogo con sus verdugos.

Por eso hoy, cuando se nota en quienes llegan al exilio indicios de cierto talibanismo de signo contrario al practicado por los jóvenes oficiosos que están dentro, como por ejemplo en la reciente polémica sobre el llamado “pavonato”, pienso más que nunca en nuestro amigo Gastón, que no sólo nos ha dejado el silencio, sino sobre todo un vacío que él supo llenar con una cordialidad exenta de oportunismo y una severidad sin saña, en beneficio de que cayeran todos los muros mentales que nos alejan de la desaparición de todas las orillas en las que Cuba ha quedado dispersa, no sabemos todavía si para bien o para mal.

A quienes gustan de las denominaciones y categorizaciones en vez del análisis, de las “definiciones” y el blanco y el negro, en vez de los colores del arcoiris; los que prefieren tener un enemigo enfrente que un rival para dialogar; los que confunden la libertad con una celda sin rejas; los que cuelgan las charreteras para herir al que no se la ha podido quitar; los que ven en la democracia un sitio para insultar poniéndose galones; los justicieros de nueva hornada y los nuevos oportunistas de izquierdas, de centro y de derechas, les digo que es una pena muy grande que el cariño y la nostalgia no puedan darnos otra vez la fronda de aquel baobad caribeño, que veía en la tolerancia y el respeto el único camino para desarmar el gen del odio que nos habían inoculado, y del que sólo se podía haber salvado las nuevas generaciones.

Hoy que cumple diez años de habernos dejado, se sabe que tanto aquellos que en el exilio no supieron ver al hombre que estaba mirando con ojos nuevos una situación nueva, como los otros que desde dentro creyeron ver al viejo poeta reblandecido por la amistad y el amor cubanísimos se equivocaron. Baquero nunca dejó de acusar y condenar a quienes habían destrozado la nación con la excusa de un mundo nuevo e ilusorio de igualdad y justicia indemostrables teórica y practicamente. Nunca dejó de ver cuál era el problema de Cuba y de condenar al hombre que había inventado la idea de un gulag tropical. Los que en el exilio vieron un giro inadecuado, insólito, de un converso se equivocaron. Y los otros que creyeron en una izquierdización de su visión de la realidad cubana a la caída del Muro de Berlín, también se equivocaron. Él fue un coinciliador discrepante que, lamentablemente, no tendremos cuando más falta nos haga.

Posiblemente la gran virtud de Gastón Baquero -por lo menos el que conocí-, haya sido querer comprender al otro y el lugar donde pisaba, situarse en los pies de quien no era él. Eso lo dotaba de una enorme capacidad de comprensión y tolerancia, incluso hacia lo que él podía rechazar. Lo situaba en el centro de los problemas y los escenarios para sacar sus propias conclusiones que a veces callaba para no herir, sin que por ello abandonara sus ideas y sentimientos de un profundo humanismo y una vasta cultura, insólita en estos tiempos de usar y tirar. Él creyó firmemente que la única solución para el país debía ser bajo un régimen de democracia y libertad y que los únicos capaces de vencer esa tara de sangre cubana enferma de gobiernos personalistas, corrupción, miedo, megalomanía histórica y violencia, eran los más jóvenes. A ellos dedicó los Poemas invisibles e incontables horas de charla. No por gusto preparó dos formidables libros aún inéditos sobre Bolívar y Andrés Bello, en los que condensa una mirada múltilple y novedosa que pensó ayudaría a entender no sólo a esas figuras, sino a la propia realidad latinoamericana, compleja y políticamente traumatizada por dictaduras y salvadores que los padres dejaban como herencia.

2007, mayo