Por León de la Hoz
El desafío de la identidad cubana es todavía algo pendiente, que ha tomado un cariz profundamente político cuando los ideólogos de diferentes tendencias y épocas han querido marcar las pautas de la cubanidad y decidir lo que es cubano sirviendo a la actividad política de grupos de representación de poder u oposición. De este modo la isla siempre está buscando, reafirmando y poniendo en solfa una entidad que realmente no tiene ninguna importancia práctica para la vida cívica y democrática y que retrotrae la discusión a escenarios y tiempos superados.
Con el reciente cambio de actitud de los Estados Unidos hacia Cuba, otra vez y hoy más que nunca vuelve a ponerse sobre el tapete uno de los problemas más graves de la isla: ella misma y sus obsesiones. La personalidad esquizoide de la nación, acrecentada y estimulada por sus líderes – típico en las naciones inmaduras, débiles o pequeñas – le impide verse a sí misma tal cual es y alcanzar una norma identitaria capaz de solucionar la nueva crisis que les viene encima. Luego de un periodo de conformación de las señas de identidad y de un siglo veinte de discusión de las mismas sobre la base del paradigma de la independencia, todavía los cubanos no sabemos bien qué somos ni tampoco lo que queremos. Lo peor es que aún hay quienes plantean el dilema de ser o no ser para resolver el preocupante y urgente problema social y político actual que es la democracia, como si no se supiera ya por donde le entra el agua al coco. No es para menos en un país que apenas ha conocido otra cosa que dictaduras.
No importa si se es ortodoxo o no, demócrata o no, filocomunista o no, exiliado o no; siempre en el fondo de las teorías, del pragmatismo o de los más primarios comportamientos está el problema no resuelto de la identidad. Ya sabemos que se presume de lo que carecemos. Todo tiene que ser “a lo cubano”, como si tal cosa fuera un producto exento de errores y existiera una forma única de ser “eso”, ahistórica e inamovible, generalmente interpretado con el libro de Mañach o Martí en una mano y en la otra los genitales. Los que ven “a lo cubano” la solución a todas las dificultades y enigmas del futuro podrán sentarse a comer juntos un plato de arroz con frijoles negros, siempre y cuando no abran la boca para hablar de cómo resolver el problema de Cuba. No basta querer las cosas de esa manera para encontrar las soluciones como tampoco basta “a lo haitiano” o “a lo español” o “a lo venezolano” para arreglar las situaciones que enfrentan esas naciones.
Todavía los ideólogos que intentan salvar a la Revolución desde dentro y fuera de la isla, ven en el problema de la identidad el quid del futuro. Sobre la base de dos o tres ideas elementales superponen todo un argumentario histórico que identifica la Revolución con la nación y condiciona la existencia de ésta a la supervivencia de aquella. Otros, incluso, van más allá tratando de identificar a Fidel con las dos cosas, mutatis mutandis. Así se justifica el pragmatismo social de la política interna de moda: lo que importa es la salvación. Se deduce que no importa cuánto se haya traicionado el espíritu inicial del proceso ni tampoco el deterioro moral y ético que asemeja la actualidad con los tiempos que dieron lugar y pudieron justificar la rebelión que terminó convertida en el nuevo poder el primero de enero de 1959. De cualquier manera, seguir utilizando la historia trasnochada de la nación como justificante del régimen actual constituye una aberración política e ideológica que actualmente no tiene asidero.
Hoy día cuando al parecer las relaciones con su adorable tormento, los Estados Unidos, pueden cambiar por primera vez en la historia reciente, surge otra vez la voz oportunista y autoritaria que promueve el miedo al cambio. Desde La Habana oficial se apela a la vieja doctrina castrista de cerrar filas tirando a todo lo que se mueve. Las primeras víctimas han sido los propios pupilos del viejo dictador, Lage y Roque. El trillado carril ideológico de defensa de la identidad ya ha perdido su batalla en un país atomizado que evoluciona “agusanándose” en la Cuba de dentro y fuera. Ahora el discurso de la identidad toma su forma más esperpéntica en lo político. La identidad es una herramienta del poder y la Revolución se vale de ella para perpetuarse mediante sus estandartes. Por eso vuelven los viejos dirigentes, los que aún pueden andar y detentan lo que suponen la verdadera identidad de la Revolución. Son los refundadores que llegan arrastrando sus trajes ignífugos para salvar la nación mientras cantan una letanía parodiando a Luis XIV, “La Revolución soy yo”. Dios nos guarde, “a lo cubano”.
2009, abril