DIDÁCTICA DE LA CENSURA: UNA NOCHE DE 1971, EL CASO PADILLA, Y EL EFECTO PADILLA /Por Norge Espinosa Mendoza

La siguiente reflexión de Norge Espinosa Mendoza apareció publicada esta semana en Facebook, dividida en tres partes que de alguna manera resumen el «síndrome Padilla» padecido en la cultura cubana durante más de 60 años, me pareció útil divulgarla aunque fuera sin su permiso, como he hecho otras veces con trabajos de otros y del mismo Espinosa. «Didáctica de la censura…» bosqueja un proceso largo y complejo de represión, víctimas, miedo y autocensura que han acompañado el proceso creativo y su difusión como componentes del aire que se respira en la isla, incluso cuando en los 80 parecía que ese aire se haría respirable.

Del llamado Caso Padilla no se ha escrito lo suficiente, aún menos en la isla donde a hurtadillas se ha construido un relato de anécdotas y errores con los cuales se trata de desvirtuar las causas y las consecuencias reales, que se hallan en el discurso de explicación de la política cultural y de la realización de la misma por gestores que con ella justifican su mediocridad. Mientras leía, creía estar hilvanando las historias que de primera mano me hicieran los amigos que padecieron directa e indirectamente los efectos de aquella»confesión», que antes Manuel Díaz Martínez había narrado como testigo privilegiado y ahora podemos ver en la obra de Pavel Giroud.

Posiblemente nunca se escribirá lo suficiente para conocer del miedo y el dolor que engendró aquel acto represivo que parece sacado de las actas de la Inquisición, contarlo forma parte de la reconstrucción de un periodo, del mismo modo que recontarlo todo será necesario para tejer el verdadero rostro de la nación, distorsionado por omisiones, vetos y castraciones que mal han contado lo que realmente pudiéramos ser.


I

Una noche de 1971

Gracias a la generosidad de personas amigas pude salir de La Habana tras haber visto, con solo algunas semanas de diferencia, dos audiovisuales que estaba ansiosamente deseando confrontar, y que se conectan por encima de cincuenta años para iluminar una cuestión que aún sigue siendo tan vigente como dolorosa e inquietante. Cuando me preguntaron si quería ver el corte completo de la autocrítica que en una noche de abril de 1971 pronunció el poeta Heberto Padilla, y cuya filmación por medio siglo parecía haberse evaporado, dije inmediatamente que sí. Y cuando alguien me llamó para dejarme ver El caso Padilla, documental dirigido por Pavel Giroud que por vez primera muestra en público largos fragmentos de ese registro (como bien ha dicho él mismo) de lo ocurrido en la Sala Villena de la UNEAC durante esa noche agobiante, también respondí de inmediato.

Una y otra cosa (el registro y el documental), se interconectan y se separan, viven en sus propias naturalezas como materiales independientes, que sin embargo dialogan por sobre ese medio siglo que hemos tardado en ver, finalmente, lo que sabíamos gracias a los relatos de algunos de los que allí estuvieron, y que han contado, a manera de confesiones, anécdotas culposas o testimonios del horror, lo que la pantalla nos muestra ahora de modo contundente. Vistos uno y otro, lo que me estremece es, más allá de lo que nos ratifican, la manera en que el poder del cine, de la imagen filmada, se alza como una evidencia irrebatible ante la cual, como es el caso, no valen las alertas, las advertencias, porque lo que asoma en esas imágenes es algo que nos golpea irrebatiblemente.

Heberto Padilla parecía haberlo alcanzado todo. En 1968, el ya elogiado autor de El justo tiempo humano y uno de los colaboradores más inquietos de Lunes de Revolución, ganó el premio de la UNEAC con su poemario Fuera del juego. Ese año, el concurso de esa institución reconoció además una obra teatral, Los siete contra Tebas, como la mejor de las presentadas al certamen; la firmaba Antón Arrufat. 1968 fue un año de concursos complicados: se premió también en esa fecha, por Casa de las Américas, al libro de cuentos de Norberto Fuentes, Condenados del Condado; y en teatro a Virgilio Piñera, por Dos viejos pánicos. Y de vuelta a la UNEAC, el premio David para autores noveles recayó, en el apartado de poesía, en el cuaderno Lenguaje de mudos, escrito por Delfín Prats. Los libros de Fuentes y Piñera fueron publicados, pero sus autores estaban por hundirse en el index que perduró a lo largo de los años 70. Peor suerte corrió el poemario de Prats, que fue convertido en pulpa y de cuya edición príncipe sobreviven poquísimos ejemplares. La obra de Antón Arrufat y Fuera del juego fueron impresas, pero esos volúmenes no llegaron a las librerías. Existen como prueba de que, a pesar de lo que se consideró peligroso en sus contenidos, la benevolencia de la UNEAC les permitiría existir, aunque ello añadiera a sus páginas una extensa nota (“Declaración de la UNEAC”, se llama) que analiza in extenso los errores ideológicos de esos textos, y los denuncia como ejemplos de una literatura poco, o nada revolucionaria.

Ni Padilla ni Arrufat recibieron el valor del premio en metálico que debieron haber obtenido, ni viajaron a algún país socialista, como era costumbre por aquel entonces, tras alzarse con tales lauros. Los poemas civiles de Padilla, su crítica al interior de la Unión Soviética como supuesto paisaje perfecto, y el uso de una ironía de tono particularmente amargo, empezaron a forjar a su alrededor la leyenda de un enfant terrible. Pese a ello, la UNEAC lo invitaría a un recital de poemas inéditos, que él llamó “Provocaciones” y al que asistió con una camisa de color encarnado, según recuerda en sus memorias delirantes Reinaldo Arenas. Leopoldo Ávila, el fantasma que desde las páginas de Verde Olivo atacaba a los escritores y artistas empeñados en envenenarnos con una idea fracasada de la Revolución, no dejó de responder a tal acontecimiento en una de sus crónicas. Entrevistado por la prensa extranjera, saludado como una voz hipercrítica dentro de un momento ya muy tenso entre los intelectuales, y el poder político cubano, Padilla disfrutaba ese rol. Tras el paso de Jorge Edwards por La Habana, coincidiendo con el fracaso de la Zafra de los Diez Millones, y la expulsión del escritor chileno de Cuba, tan amigo de Lezama, Padilla y otros artistas tildados de desafectos, las apariencias y las sutilezas cayeron como un denso y rápido telón sobre muchas cabezas.

La que rodó de manera más espectacular fue la de Padilla. Pero con ella también rodaron las de muchas figuras que acabaron silenciadas por la parametración, el quinquenio gris y las maniobras que desde el Consejo Nacional de Cultura que encabezaba Luis Pavón acabaron por imponerse. En el discurso de clausura del I Congreso Nacional de Educación y Cultura, que coincide con las fechas de esa larga y humillante autocrítica en la UNEAC, el propio Fidel Castro lo dejaba claro: no más intelectuales de la supuesta izquierda entre nuestros jurados y concursos, no más tibiezas con esas voces hipercríticas, no más blandenguería ni intromisión de escritores e intelectuales foráneos en nuestros asuntos. Varios de esos escritores e intelectuales, al saber de la detención de Heberto Padilla, recluido en la Seguridad del Estado por varias semanas, habían firmado cartas exigiendo la inmediata liberación del poeta. Sus nombres también caerían en ese index, sus cabezas rodarían, solo que en término más metafórico, junto a la de esos colegas cubanos que se habían creído que vivir una revolución era cruzar un campo, parafraseando la cita de Pasternak que abría ese libro maldito de Padilla.

Junto a otros documentos que ojalá algún día también aparezcan (como la filmación del velorio de José Lezama Lima, que junto a este otro corte es parte de esa leyenda de un cine invisible en las arcas de casi impenetrables archivos cubanos), este registro de esa noche del 27 de abril de 1971 forma parte de una colección extraordinaria, en la cual queda expresada esa didáctica de la censura que en su documental del 2022 Pavel Giroud expone con acierto. Lo que se ve en corte original, que alcanza unas tres horas de metraje, es a un Heberto Padilla que tras ser presentado ante el público que colmaba la sala Villena por José Antonio Portuondo, vicepresidente de la UNEAC (Guillén, el presidente, viejo lobo, se “enfermó” para no cumplir ese rol), gesticula, se agita, se autoinculpa, como un actor que sabe de memoria su papel y lo demuestra brillantemente. Su camisa se llena de sudor, como si fuera un estigmatizado de la nueva causa, de esa conversión que aseguró haber vivido desde su arresto en las celdas de Seguridad del Estado, entre el 20 de marzo y esa hora de su representación. Cuando podría pensarse que solo le quedaba ofrecer su cabeza como prueba de tal epifanía, empieza a nombrar a personas y amigos que allí mismo se encuentran, en una maniobra de name dropping que recuerda tanto a las estrategias del Gran Terror stalinista como al maccarthysmo norteamericano. Y aunque el espectador haya leído la autocrítica (publicada en su momento por la revista Casa de las Américas y otros medios cubanos y extranjeros), o conozca la anécdota mediante Arenas y otros que la han evocado, ver finalmente esas imágenes, y el horror que marca el rostro de los mencionados, añade un escozor, un malestar, un nuevo desasosiego a esa leyenda que ahora se hace mucho más palpable en sus peores consecuencias.

Como bien señalaron en su momento varios de los que reaccionaron a esa suerte de representación exageradamente teatral, el tono desesperado y el nivel de acusaciones que Padilla lanza sobre sí mismo, así como hacen los que le siguieron al micrófono, deja una pregunta en el aire: cuánto de ello tomó por sorpresas a esos “arrepentidos”, cuánto de ensayo previo hubo, y cuánto podría esperarse de ese baño purificador que las cámaras registraron minuciosamente. La propia esposa del poeta, Belkis Cuza Malé, Pablo Armando Fernández, César López, Norberto Fuentes… son algunos de ellos. Manuel Díaz Martínez ha narrado en detalle ese procedimiento, revelando que tras su salida de Seguridad del Estado, Padilla los llamó para advertirles sobre lo que ocurriría, y qué debían aceptar allí a fin de que todos quedaran exculpados de sus pecados y errores ideológicos. Díaz Martínez ya estaba señalado, por ser uno de los jurados nacionales que dio a Fuera del juego el premio de la UNEAC, junto a Lezama Lima, José Zacarías Tallet, y los extranjeros J. M. Cohen y César Calvo. Fuese como fuese, de nada les valió repetir esos parlamentos del guion pre-escrito. La oleada gris de los 70 los cenizó, y sepultó ese fenómeno y a sus intérpretes, los del Caso Padilla, por largo tiempo.

El Caso Padilla acaso concluyó ahí, para satisfacción de los censores, pero el efecto Padilla perduraría por mucho tiempo, y sus secuelas acompañan a la cultura y la memoria de Cuba hasta el presente. Su nombre reaparece acá y allá, como sucedió en 1994 cuando fue uno de los que participó en el llamado Encuentro de Estocolmo, con la intención de ejercitar el gesto de la reconciliación entre escritores e intelectuales cubanos de la Isla y el exilio. En 1999, Jorge Luis Arcos compila su panorama poético del siglo XX, Las palabras son islas, y ahí varios poemas de Padilla vuelven a verse en letra impresa en el país que Heberto abandonó en 1980, cuando, según Alfredo Guevara, ya había concluido su proceso de purga y estaba casi listo para reincorporarse nuevamente a la vida pública y literaria. El resto de su vida transcurrió en el exilio, trabajando como profesor, hasta su muerte en septiembre del 2000, víctima de un ataque al corazón, sin haber regresado jamás a Cuba.

Confieso que tuve que detener en varias ocasiones el visionaje de su autocrítica, porque aún resulta tóxica la atmósfera que de ella emana. Recordar las palabras leídas en las transcripciones, oírlas ahora, ver al protagonista de esta noche teatral gesticulando y sudando, es una experiencia demoledora. Otro punto se añade a ello: la confirmación mediante la cámara de que todo estaba orquestado y que incluso, desde la edición posterior de esa larga secuencia, los nombres y rostros se hallaban claramente identificados. Padilla menciona a David Buzzi, y la cámara lo localiza de inmediato. Arenas y otros contaron que Virgilio Piñera, al ver lo que iba aconteciendo, se deslizó de su silla y se sentó en el suelo, para evitar que Padilla lo viese y lo llamase al micrófono. Por años oí y leí eso: al fin vi ese plano terrible: el mejor dramaturgo cubano acuclillado en el suelo de la sala Villena, mientras se oye a Heberto decir que los intelectuales no han sabido sino ser ingratos a la Revolución, criticándola en lugar de hacer el canto glorioso que de ellos se esperaba. Ese canto que al fin, nos dice, ya entiende, tras haber escrito poemas a la primavera desde su encierro. Ese corte crudo, directo, de la autocrítica, al fin empieza a hacerse visible entre nosotros -anteriormente solo unos pocos minutos de ese metraje vieron la luz en el documental Luneta 1, de Rebeca Chávez (2012). Y yo, que no creo en las coincidencias, trato de ver más allá, de enlazar miradas, palabras y ademanes, para leerlo en la dimensión que nos explique de qué manera aún hoy, ese desasosiego aún nos acompaña. El documental de Pavel Giroud es de extrema utilidad en ese sentido, y dobla el desafío del ojo que, como dice en uno de sus versos Heberto Padilla, a fin de desentrañar ciertas verdades, está “obligado a ver, a ver, a ver.”

II

El caso Padilla (1971/2022)

En lo que fuera el garage de la casa de la familia Gelats se dispuso una mesa, sillas, y micrófonos. Todavía uno entra a ese espacio, hoy conocido como la sala Villena de Uneac, y puede preguntarse cómo se acomodaron allí esas personas que en la noche del 27 de abril de 1971 habían sido convocadas para escuchar la confesión de Heberto Padilla, para presenciar ese exorcismo teatral y extenso que los demoraría ahí hasta la medianoche. Varios de ellos sabían que tendrían que repetir algunos de los gestos y las palabras del protagonista de ese acto, él mismo les había advertido. No todos acudieron al llamado: Lezama Lima se negó, a pesar de haber recibido la visita del oficial de la Seguridad que trató de convencerlo. Ello no impidió que Padilla, tras mencionar los errores ideológicos de José Yanes, Pablo Armando Fernández, César López, Manuel Díaz Martínez, David Buzzi, su propia esposa: Belkis Cuza Malé y Norberto Fuentes, nombrara al líder del grupo Orígenes. Fue Norberto, el autor de Condenados del Condado, el único entre ellos que tras haber hecho su simulacro de auto inculpación volvió a la mesa para protestar, negando su arrepentimiento previo. Salió a acallarlo Armando Quesada, ese hombre nefasto que desde sus cargos militares y su mandato como director de El Caimán Barbudo, se vengaría desde el Consejo Nacional de Cultura contra quienes se habían burlado de su escaso talento actoral aplicándoles las duras normas de la parametración, aprobadas de inmediato por el I Congreso Nacional de Educación y Cultura.

Todo eso podía haberlo sabido antes quien, en Cuba, haya tenido la paciencia de esperar por ciertos testimonios, localizar detalles en determinadas lecturas, unir los fragmentos rotos de esa noche y sus consecuencias, como un hilo que perdura hasta el presente. Como parte de la generación de los nuevos autores y artistas que irrumpimos en los años 80, nos ganamos la confianza de algunos de los que allí estuvieron esa noche, aprendimos de las maniobras empleadas para silenciar a creadores de valía, y a veces, en algunos momentos, oímos revelaciones estremecedoras. Pero en la memoria corta del país, enfermo además de una desmemoria que opera por afinidades electivas, rara vez se ponía esa trama al descubierto, como parte de un plan mayor que suele aún reducirse a anécdotas patéticas o lacrimógenas. El caso Padilla seguía siendo un mito, un tropiezo, un accidente, una verdad que a lo largo del tiempo ha querido disimularse, edulcorarse, a pesar de que sus efectos nos golpeen una y otra vez.

Todo eso va a revolverse, se está revolviendo ya, con la aparición del documental que Pavel Giroud estrenó el pasado año en varios festivales. Tuvo la suerte de que le llegara a las manos una grabación en videocasete de lo que las cámaras del ICAIC (la leyenda apunta a Santiago Álvarez, pero se da por cierta la participación en el rodaje de este registro de Pablo Martínez, Roberto Fernández, y el sonidista Guillermo Labrada, del equipo de su noticiero), captaron allí esa noche. En algo más de tres horas, Heberto Padilla se acusa, se suicida como escritor, se echa encima todas las culpas posibles con una vehemencia que pareciera calcada de la empleada por Fidel Castro en sus apariciones más recordadas de aquellas fechas. Rompe un papel con las notas que llevaba, para querer hacer creer, a esos testigos y a la inmortalidad, que no hay libreto, no hay tal guion, que ha llegado hasta ahí tras casi cuarenta días de encierro en la Seguridad del Estado, para ser solamente honradez y transparencia.

Las caras de sus espectadores parecen de piedra, nadie se atreve a esbozar demasiadas expresiones ante lo que presencian. Puede reconocer en ese público a Cintio Vitier, junto a Retamar, a Dora Alonso, a Sigifredo Álvarez Conesa, a Nancy Morejón (que es filmada cuando no puede evitar un largo bostezo), a un Miguel Barnet serio pero coqueto en su vestir, a Reinaldo Arenas, Raúl Luis, y tantos otros. La cámara es tan aguda como para perseguir a Virgilio Piñera, y hallarlo sentado en el suelo, como quien no quiere ser advertido. Porque el horror que esa representación impone también provoca asco, náuseas, llevadas al límite cuando Padilla enumera varios nombres, y opera como un delator en contra de sus amigos y hasta parientes.

A grandes trazos, eso es lo que contiene el corte original. En su celda, Heberto Padilla había escrito una breve diatriba contra sí mismo, bajo exigencia de sus captores. Lo narra en La mala memoria (Plaza & Janés, 1989). Pero no era lo que se esperaba de él, sino una versión más larga y humillante de su arrepentimiento. A ello se sumó esta autocrítica, que a fin de ser mostrada a quienes desde otros sitios del mundo se preocuparon por él y por el daño que este arresto dejaría en la intelectualidad cubana como prueba de la efectividad de una conversión revolucionaria, fue grabada y filmada minuciosamente. El casting lo compone una zona de lo mejor de las letras cubanas, que se convierten en un elenco del cual no hubiesen querido, en muchos casos, haber sido parte. Cincuenta años después, esa filmación que había desaparecido, hasta ganar status de leyenda, aparece ante el joven director, que ya dirigido dos largometrajes. Y a sabiendas de todo lo que eso conlleva, su decisión es hacer público ese registro, como un desafío consciente a quienes, así como apresaron a Padilla, mantenían bajo encierro la verdad angustiante que emana de esas tomas de 1971.

Subrayo ese término: angustiante, porque la mayor virtud de este excelente documental ha sido la de preservar ese ahogo, al tiempo que concentrándolo a unos 80 minutos de metraje. Apelando a material de archivo, a entrevistas concedidas a RTVE y otros medios foráneos, aparecen acá los rostros y voces de Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Guillermo Cabrera Infante, Jorge Edwards…, relacionados desde diversas posiciones con lo que hoy aún llamamos “el caso Padilla”. Giroud ha conseguido un documental que es, en el sentido más provechoso de la palabra, didáctico. Organizando antecedentes, citas dispersas, detalles que pueden ser necesarios para alguien que, como él mismo, solo sabía de modo fragmentado parte de este asunto, coloca las piezas en un orden de lectura que permite no solo comprender bajo qué tensiones se llegó a lo que conserva esa filmación original, sino la atmósfera viciada y cargada de peligros que en ella se divisa. Una didáctica de la censura que moviliza nombres, acontecimientos, fracasos y utopías, y que hacen sudar al protagonista de estas dos piezas audiovisuales, como un ajuste de cuentas con ese instante demoledor, y que revela a través de un prisma muy cuidado lo que la opresión, el abatimiento, la cerrazón moral e ideológica, pueden echar encima de la Historia, más allá del dolor infligido a una sola biografía.

La edición, a cargo del propio director con asesoría de Fernando Epstein, vertebra toda esa carga de referencias sin hacer que parezca abrumadora. Giroud ha confesado que en un inicio el material se le resistía, y no es de dudarlo: tropezar con un documento semejante activa alarmas, exige investigación, requiere localizar el punto de vista desde el cual se presentará a un público que puede no estar al tanto de detalles esenciales una aproximación que lo haga coherente y no solo ejemplar de museo. Arqueología y mirada fresca, análisis desde el presente ante una reliquia del dogmatismo y sus peores consecuencias, se unen para que El caso Padilla tenga vida propia, más allá de su referente esencial y nos narre la muerte en vida de un hombre que tras esa crisis definitiva, no pudo nunca más arrancarse la máscara del personaje que interpretó esa noche.

En sus memorias, Padilla indica que él pensaba que tal acto sería liberador, que lo dejaría limpio de manchas a él y a quienes convocaría al micrófono. Ya sabemos que eso no fue así. Y lo peor: hay quienes, aún hoy, lo juzgan como a un ególatra que se dejó llevar del peor modo al rol del chivato, del delator, del traidor, por más que intente convencernos de que no eran esas sus intenciones. “Ni traidor ni mártir”, repite Giroud en el póster de su documental, citando a Cortázar. Pero sí un ser demediado, atrapado en su propia madeja de acciones y equívocos.

¿Cómo aniquilar a un escritor brillante, a un talento indudable, reduciéndolo a una marioneta? En cierto modo, el documental nos explica ese calvario, para el cual Padilla también allanó el camino, jugando con los ademanes del enfant terrible, eligiendo a Pasternak como una suerte de alter ego, como nos recuerda uno de los segmentos de El caso Padilla. El metraje desenterrado expone su cadáver literario, moral y político, no pretende que lo veamos como un hombre simpático, que sintamos por él una pena que a estas alturas acaso no venga al caso. Retrato de un ser humano que lo presenta como autopsia y biografía a la vez, este documental debe estar provocando ya mucho resquemor, porque obligaría a unos cuantos a reconocerse en la pantalla, a repasar los gestos de duda, tibieza o cobardía que ese acontecimiento que el cine nos devuelve convierte una verdad brutal e irrebatible.

Tras esa noche, Heberto Padilla quedó sin trabajo, perdiendo el que tenía en la Universidad de La Habana. En 1972, él y su esposa fueron enviados a un plan agrícola, en Cumanayagua, como parte de un proceso de rehabilitación que no tuvo demasiado efecto. En 1979, Belkis pudo salir de Cuba, y un año más tarde, lo hizo él, gracias a gestiones (aquí no mencionadas) de García Márquez, el presidente de España y el senador Edward Kennedy. Salió de la isla roto e invisibilizado, tras ganarse la vida como traductor desde una semipenumbra. Rotas quedaron también las relaciones de fraternidad que muchos de esos escritores extranjeros mostraban hacia el gobierno revolucionario, y entre ellos mismos, sin que pudieran restañarse muchas de ellas. La patria que él dejó para no volver jamás había visto morir a Lezama, a Piñera, y solo un tiempo después comenzaría la rehabilitación de algunos de esos colegas suyos que repitieron el discurso de la auto inculpación. Mi generación aprendió esta fábula gracias a lo que ellas y ellos se atrevieron a contarnos. Alguna vez copié todos los poemas de Fuera del juego, en una sala de la Biblioteca Nacional, sosteniendo un ejemplar de esa edición casi fantasma. También ahí leí Los siete contra Tebas, que este documental apenas alude, y en el que tampoco aparece la portada de la única edición cubana de ese poemario de Padilla que en 1968 puso en peligro tantas cosas.

Aunque Pavel Giroud haya decidido construir El caso Padilla con esos referentes de archivo, y mantuvo su derecho a no añadir testimonios de algunos de los sobrevivientes de aquella marejada gris, no dejo de preguntarme cómo reaccionarían esas personas al verse en este documental, con la faz y la garganta de hace medio siglo. En la cronología que aquí se elabora queda precisado el eco de hechos que, como el secuestro del documental PM, y las Palabras a los intelectuales de 1961, y el cierre de Lunes de Revolución, influyen en lo que sucedió en 1968. Junto a esas tensiones valdría haberse mencionado otras, como las UMAPs, la expulsión de homosexuales y otros supuestos desafectos de universidades y escuelas de arte, que iban agravando la atmósfera y dinamitando el diálogo entre artistas, políticos y militares. Ahora que ya existe El caso Padilla, y nos ofrece preguntas inquietantes, acaso vengan otros documentales que recojan lo que hoy día pueden decir sobre esa anécdota Belkis Cuza, Manuel Díaz Martínez, Norberto Fuentes o Antón Arrufat, a quien solo vemos en una foto grupal hacia el final: esa célebre foto en la que Lezama echa una mirada tan suya a esos jóvenes escritores que le rodean, y que le atacaron a veces con saña, para demostrar en el fondo cuánto le admiraban. Ahora que ya existe este documental, digo, podría preguntarse qué perdura de ese efecto Padilla realmente entre nosotros. De qué manera este ahogo sigue acompañándonos.

III (Final)

El efecto Padilla

Probablemente es algo inevitable, que tendrá las mismas consecuencias en quienes puedan ver tanto la autocrítica de Heberto Padilla, como el documental que Pavel Giroud y su equipo de Ventú Productions está mostrando ya en el circuito de festivales, desde que lo estrenara en San Sebastián. Quien pueda ver ambas cosas, tendrá que volver a ellas más de una vez, y de seguro le costará conciliar el sueño tras conocer sus imágenes. Vamos a llamarle a eso el efecto Padilla, aunque tal cosa provenga no solo de ese corte en bruto y del riguroso documental del 2022 que lo revela medio siglo más tarde del hecho que nos relata, sino de otras maneras en que ese ahogo haya seguido haciéndose perceptible. Un grado no desdeñable de recelo, neurosis, paranoia, permanece en el aire, desde aquel 27 de abril de 1971. Y a su modo este nuevo documental refuerza su didáctica al procurarnos esa advertencia: ese trazo que no se limita a contar una anécdota silenciada y narrada a medias, que ahora gana nueva dimensión porque podemos, al mismo tiempo, oír y ver una representación bochornosa, orquestada por una mente sin dudas maquiavélica, que luego se ha reproducido en otras espirales a lo largo de la historia reciente de Cuba.

Ya sabemos lo que sucedió tras esa jornada angustiosa y agónica: a solo unos días, en la clausura del I Congreso Nacional de Educación y Cultura, en el cine Yara, Fidel Castro lanzaba su diatriba contra quienes habían tratado de interceder por Padilla, y sentaba las bases de lo que luego devendría la parametración y el quinquenio gris. No he podido localizar a Luis Pavón entre los asistentes a la mascarada, pero no dudo que haya estado ahí, frotándose las manos, ya fuera como él mismo o el Leopoldo Ávila cuyos ataques se le achacan. A la cabeza del Consejo Nacional de Cultura, se encargaría de que esos inculpados no pudieran levantar la frente, como no pudo ya Virgilio Piñera, en términos de metáfora, volver a levantarse de ese suelo al cual se pegó para no ser nombrado por el autor de Fuera del juego. Armando Quesada (ese sujeto que bravuconea para acallar a Norberto Fuentes) se empeñaría en descabezar el movimiento teatral y danzario de Cuba, con un fervor inquisitorial que bien le ganó el apodo de Torquesada. Padilla acabaría, junto a Pepe Triana y el propio Piñera, como me ha contado esa alma generosa que es Ana María Muñoz Bachs, confinado a la redacción de traductores del Instituto del Libro. Ahí prepararía una antología de poesía inglesa de la cual aún recuerdo varios versos, de Blake y otros autores, transferidos a un español que no desmerece a los originales.

En dos momentos estremecedores de La mala memoria (libro que Giroud señala entre las lecturas de su investigación sobre este caso), Padilla narra cómo fue golpeado por agentes de la Seguridad del Estado mientras estos declamaban líneas de sus propios poemas. Fidel Castro le había visitado en el hospital, durante los días de su encierro, y le había hecho un par de advertencias. Al final del libro, se vuelven a reencontrar. Finalmente, se le había concedido al poeta la oportunidad de salir de Cuba, siguiendo a su esposa. Puedes volver cuando quieras, tus libros y tu casa no las va a tocar nadie, le dijo. Le señaló cuánto persistió a su favor García Márquez, insistiendo en que Padilla enumerara algún logro de la revolución, y sonriendo cuando este apuntó que la industria cinematográfica lo era. Vaya ironía: el filme menos visible de esa industria es el que ahora nos revela interioridades y detalles esenciales de su propia biografía. Y resulta una utilísima herramienta para comprobar, y definir, la hondura de un golpe que a medio siglo continúa siendo asfixiante.

El caso Padilla se añade a toda una línea igual de invisibilizada o poco frecuentada de la cinematografía cubana, si entendemos como tal ese territorio que más allá del control del ICAIC, y los jerarcas políticos e ideológicos que influyeron en esa producción, incorpora fragmentos y memorias no menos necesarias para una idea mayor de cómo nos hemos representado en pantalla, y más allá. En esa línea habría que mencionar, como antecedente puntual, Conducta impropia, dirigida por Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal. En ese linaje, Conducta impropia se enlaza directamente a PM, y a partir de ese nodo, se ramifican muchas otras variantes de la verdad sobre Cuba, en la cual reaparecen varias de las inquietudes que en esa noche de la UNEAC estaban ya o quedaron flotando en un aire casi irrespirable.

Cuando se estrena Conducta impropia, Tomás Gutiérrez Alea la emprende contra ese documental, estamos en New York y es 1984. El director de Memorias del subdesarrollo se irrita ante lo que ve, y comienza una polémica entre él y Néstor Almendros, colega de sus luchas en la fundación del ICAIC. El debate alcanza a La Habana cuando la revista Casa de las Américas publica una nota de Alea, donde puede leerse de qué manera Titón trata de desmontar los argumentos de Almendros:

“Almendros sabe perfectamente que con medias verdades se pueden fabricar las más infames mentiras. Él sabe, por ejemplo, que la UMAP, los campos de trabajo donde fueron a cumplir el Servicio Militar una buena cantidad de homosexuales, fue un error y constituyó un escándalo que afortunadamente culminó con su desaparición y con una política de rectificación en ese sentido. La UMAP duró de 1965 a 1967 (no de 1964 a 1969 como dice Almendros en su artículo). Es decir, su desaparición data de unos diecisiete años. Sin embargo, en el documental se habla de eso como si se tratara de algo que ocurrió ayer o de algo que sigue vigente. Almendros sabe perfectamente que eso no corresponde a la verdad. (…) La imagen de nuestro país que nos ofrece a través de un anecdotario en el que habría que creer “porque sí”, porque viene avalado por su prestigio, es ridículamente monstruosa. Almendros conoce y maneja los clisés más difundidos sobre Cuba, las mentiras más enormes, que de tanto repetirse aspiran a convertirse en verdad, como pretendía el viejo Goebbels”.

En su texto, Alea cruza varias veces la línea entre el análisis crítico que le merece Conducta impropia, traspasa la discusión a apreciaciones personales contra Almendros, apela a estadísticas y números de las conquistas revolucionarias y al fin, reconoce que falta mucho para acallar ciertas demandas.

“También discutimos sobre homosexualismo y sobre estética y sobre los problemas de la mujer y sobre todo lo que afecta y limita la realización plena del ser humano. Pero estos son problemas que no se resuelven de un día para otro. Una sociedad comunista, el paraíso terrenal, ha de estar habitada por hombres mejores que nosotros en todo sentido. Pero somos nosotros desde aquí y en el tiempo que nos ha tocado vivir, con todos nuestros defectos, los que vamos construyendo poco a poco esa sociedad más justa. Pero no hay atajos en la historia. Somos conscientes de que nos queda un largo camino por recorrer, un tiempo prolongado de lucha contra un enemigo poderoso y contra los traidores que este acoge y alimenta.”

En 1993, sin embargo, Alea ensaya una mejor respuesta y estrena, junto a Juan Carlos Tabío y con guion de Senel Paz, Fresa y chocolate, que dialoga con el filme de Almendros y Leal aunque este no se haya exhibido jamás en Cuba. Lo que quiero decir al recordar ese debate es que sospecho que contra El caso Padilla se activará la misma carga reactiva, hasta que llegue el tiempo en que lo que nos muestra pueda dialogar con otros testimonios, con otra manera de reorganizar nuestra memoria como Nación, sin excluir contraluces ni acallar las biografías de los sacrificados en pro de una utopía cargada de rostros, hallazgos, pérdidas y nombres.

Y no son estas las únicas piezas de ese mosaico mayor. Otros documentales y filmes se añadirían a esa noción mayor de un cine que habla de Cuba en diversas escalas de voz, amor y desapego. El súper, Azúcar amargo, La otra Cuba, Nadie escuchaba, Suite Habana, Los amagos de Saturno, La ilusión, Seres extravagantes, La obra del siglo, Santa y Andrés, En un rincón del alma, Sueños al pairo… son solo elementos de un discurso también imprescindible para revelarnos y rebelarnos ante tantas comodidades. La noción crítica del cine cubano acerca de nuestra historia ha sido eje inocultable de su órbita, por encima de los traumas que a veces han desatado títulos también diversos, sin olvidar Alicia en el pueblo de maravillas o las discusiones que hicieron perecer a la Muestra de Cine Joven. Del progresivo descentramiento del Discurso Mayor han emanado esos títulos. Y ahora El caso Padilla nos lo devuelve como páginas que implican una reescritura, un análisis más a fondo de lo que hasta ahora se ha dicho, expuesto o susurrado acerca de ciertas verdades.

Cuando Armando Quesada, Luis Pavón y Jorge Serguera reaparecieron en la televisión en un fracasado baño de mármol que intentó resucitarlos sin mencionar el rol de censores que cumplieron a cabalidad en los 70, la intelectualidad cubana obró el pequeño prodigio de alzarse contra esa resurrección blanqueada. Tuvimos entonces la guerrita de los emails, y a partir de ello Desiderio Navarro organizó un ciclo de conferencias acerca del quinquenio gris que nos ocupó por dos años, mientras los principales medios de prensa cubanos se hacían los de la vista gorda. En lo que se dijo en aquel ciclo, y en libros como El 71, Anatomía de una crisis de Jorge Fornet; o Los juegos de la escritura, de Alberto Abreu, se ha intentado explicar aquel descalabro. Pero siguen vivos algunos de quienes lo desencadenaron, y hasta ahora no se les ha oído siquiera disculpa alguna. Otros ya han fallecido, en la tranquilidad de sus lechos, sin haber respondido ni contado los secretos que se llevaron a la tumba. Muchos de ellos han de haber creído, en esa paz ficticia, que todo quedaría más o menos sepultado. Hasta que aparecen documentos como este, que nos devuelven sus rostros y sus palabras, de manera innegable y demoledora.

Como se comprobó en aquel ciclo del Centro Teórico Cultural Criterios, el efecto Padilla, detonante de las peores consecuencias, persiste en otras dimensiones. Puede rastrearse el eco de su trauma, tropezar con sus secuelas en otras discusiones y exclusiones (el Mariel, el cierre del grupo Paideia, la suspensión de exposiciones o la censura a filmes, etcétera), que al tiempo que coinciden con otras aperturas, parecieran curiosamente contrastar con la pervivencia de sus estrategias de silenciamiento.

Recordemos que en 1992 Rine Leal clamaba, desde La Gaceta de Cuba, por una restauración del teatro cubano más allá de fronteras, y cómo le respondió en esa misma publicación Enrique Núñez Jiménez. O la polémica desatada en esa importante revista por la aparición de un dossier dedicado al grupo literario El Puente. En un subrayado acerca de esto, Pavel Giroud añade, en los minutos finales de su documental, imágenes de los jóvenes que se fueron al Ministerio de Cultura, el 27 de noviembre del 2020, en pos de un diálogo que acabaría disolviéndose, del peor modo, y que puso freno al anhelo de apertura que muchos de ellos, artistas e intelectuales en formación, aspiraban a encarnar. Acelerado por el empleo de las redes, por los discursos de odio, por el linchamiento mediático, el efecto Padilla se repite, desde muchas latitudes y coordenadas, como un debate postergado, como un exorcismo que aún no termina, como un work in progress que lamentablemente sigue operando y dejando más pérdidas que certezas. Aunque me parezca que ese añadido deja en el documental una suerte de inconclusa nota al pie, entiendo el porqué de su aparición. Pavel Giroud es cualquier cosa menos ingenuo. Y ese es el elogio con el cual quiero cerrar mis palabras sobre su documental.

En esa entrevista última con Fidel Castro, Padilla recibe una advertencia del líder: “Si algún día cuentas esta conversación, recuerda que la tengo archivada. (…) Haré competir tu versión con la mía”. Como nos recuerda Rashomon, la verdad es una sucesión de variables que se contraponen, se afirman y se discuten progresivamente. Con El caso Padilla, tal vez estemos acercándonos a ese momento, en que hablen los archivos rigurosamente vigilados, y la verdad emane de esas confrontaciones que son definitivamente la Historia. No dudo que en La Habana, siguiendo esa voluntad tan reactiva que nos caracteriza, ya se esté rodando un documental que responda a esta aguda combinación de archivos, testimonios y señales de alerta, acaso en la misma línea anunciada con la edición de Fuera (y dentro) del juego, libro que presentó Casa de las Américas para marcar el medio siglo de esos tensos acontecimientos que protagonizó un poeta al parecer inacallable. Lo que más agradezco a este recio documental, que ahora recomienza sus exhibiciones en varios festivales del mundo, es ese impulso, esa voluntad, esa noción de archivo que al abrirse, por encima de años y de silencios, desenmascara, desnuda, devela el trasfondo de una verdad que al tiempo que nos pertenece, nos libera para hacer preguntas aún mayores.


Norge Espinosa Mendoza (Santa Clara, 1971). Graduado de la Escuela Nacional de Instructores de Teatro y Licenciado en Teatrología por el Instituto Superior de Arte. Obtuvo el Premio de Poesía de El Caimán Barbudo con su libro Las breves tribulaciones. Se ha desarrollado como poeta, dramaturgo, investigador y ensayista. Es fundador de Teatro de los Elementos y ha colaborado de manera sostenida con los grupos Pálpito, Teatro de las Estaciones y Teatro El Público; de este último es asesor actualmente. Ha obtenido, entre otros, los premios Calendario, Abril, Prometeo, Dora Alonso (en 2010, con la obra para niños Un mar de flores) y Rine Leal. Dentro de su producción dramatúrgica destacan Romanza del Lirio (publicada en la revista Tablas en 2000), Federico de noche, Cintas de seda, Sácame del apuro, Trío e Ícaros, casi todas llevadas a escena. La Virgencita de Bronce, estrenada por Teatro de las Estaciones, obtuvo, entre otros galardones, el Premio Villanueva de la Crítica Teatral cubana.

Ilustración: marcosguinoza