Dicen que el poeta Alberto Rodríguez Tosca ha muerto en la madrugada del miércoles. Albertico para los amigos que lo vieron crecer en su Artemisa natal y Tosca para cuando ya era un hombre en la poesía donde se hizo el hombre que todos conocimos. Dicen que murió en La Habana, adonde fue llevado desde Bogotá en situación extrema. Unos meses atrás nuestros comunes amigos Nelson Valdés y Luis Carmona, el primero en México y el otro en Cuba, me habían puesto al corriente de la gravedad del estado de Albertico, sin embargo no fue hasta ayer que la preocupación por él se transformó en dolor, y la certeza de su muerte anunciada en creencia de que no podía morir quien había hecho de su poesía un contrato con la sobrevida.
Conocí a Albertico cuando todos éramos jóvenes, incluso él. Tosca, “Tosco” me gustaba decirle irónicamente en una alusión que él entendía sobre el dramatismo de algunos de sus poemas en los que la vida y la muerte se entreveraban, era una de esas personas que parecía destinadas a levantarse, vivir y dormir en lo que pudiéramos llamar el ecosistema de la literatura. Entonces yo viajaba casi todos los días desde La Habana a Artemisa donde una de mis funciones era atender a un grupo de escritores noveles, entre los cuales se conformó una especie de cofradía de la amistad donde la literatura era una excusa, como suele suceder en los verdaderos grupos literarios. Vida y literatura fueron creando una glorieta, al decir de Lezama, que dura a pesar del tiempo y la distancia.
Albertico, Luis Carmona, Nelson Valdés, Roberto R. Lastre, René Suárez y otros que se mueven precariamente en mi memoria, formaban parte de aquel grupo literario de artemiseños que animaban lo mejor de la cultura de una ciudad con el telón de fondo de las ruinas del cafetal Angerona, aquella insólita plantación donde reinaba la negra Úrsula Lambert, y la revista Proa, fundada por Fernando G. Campoamor, el ilustre historiador del ron cubano con su libro El hijo alegre de la caña de azúcar. Mis recuerdos fundamentales de Albertico están unidos a esa ciudad donde lo vimos crecer como poeta, día a día, hasta coger de la mano Todas las jaurías del rey, con mucho ron y nocturnidad, lejos del protocolo y la burocracia cultural.
En aquella época ya lejana recuerdo la felicidad que le producía descubrir realidades vetadas por la censura y a autores cubanos que aún permanecían congelados por la política represiva de los años setenta. La literatura era su vida y la vivía como se vive la vida. Haber estado cerca de su formación es uno de los privilegios que más agradezco al trabajo de asesor literario que yo hacía en esa época. Ya luego cuando me fui a dirigir La Gaceta de Cuba nos empezamos a ver menos, pero siempre reaparecía para darme la alegría de un poema o recordarme su amistad con una foto junto a Rafael Alcides en uno de sus viajes a La Habana. Ya lejos uno del otro reaparecía de cuando en cuando siempre con el afecto y la ternura del eterno adolescente, pero me cuesta recordar cuándo fue la última vez que nos dimos un abrazo.
Dicen que murió y no lo puedo creer a pesar del dolor que me causa reconocer que nunca más podremos sentarnos a escuchar su último poema. Menos mal que siempre nos quedará el consuelo de la poesía que nos deja y la memoria de haber tenido el privilegio de conocer a un ser extraordinario. Para muchos será Tosca, pero yo nunca podré dejar de pensar en Albertico, aquel joven que se enamoró un día de la poesía y de una muchacha colombiana. Hasta siempre, poeta.
Poemas de Alberto Rodríguez Tosca publicados en Otrolunes. Otros poemas del autor.
Mi sombra y yo
No estamos para nadie mi sombra y yo. No estamos para el cobrador de impuestos, la prostituta, el argonauta, el ministro, el alienígena, el banquero, el bibliotecario, la viuda alegre, la monja, el cura, el pastor cuáquero, el hijo pródigo, el aprendiz de brujo ni para el último de los Mohicanos. No estamos para el Señor de los Anillos, el Corsario Negro, el dueño de las nubes, el cazador solitario, la voz de la conciencia, la mejor usanza, los días de guardar, el Ángel de la Jiribilla, los ratones de Hamelin, el Cardenal Masarino, Rómulo y Remo, Hansel y Gretel, Tristán e Isolda, Jonás y su ballena, San Jorge y su dragón. No estamos para el coleccionista de mariposas, el general de cinco estrellas, el soldado desconocido, el vendedor de Biblias, la niña, el parapléjico, el suicida, el borracho, el proxeneta, el médico de guardia, el terrorista talibán, el falso amigo, el jugador de póker, el corredor de bolsa, el contrabandista de huracanes. No estamos ni para Dios si llega con sus perros a llevarse mi sombra.
Las derrotas
Aquí comienza la enumeración de mis derrotas. Las que me propiné me propinaron. Les ordeno marchar en fila india como bestias marcadas con broquetas de azufre a la vista de una horda de ángeles. Les tapo los oídos para que no se distraigan con la euforia de los triunfadores. Las beso en la boca para que se distraigan con mi beso mientras pasa la quinta columna de los hombres felices. Este lunes, mis derrotas y yo nos pusimos de acuerdo para mirarnos a los ojos. Ya nos estamos viendo, rozando con los dedos, casi amándonos a la sombra indiferente de un cielo en llamas: Amigos idos, cuerpos enfermos, espíritus en ruina, vinos baratos, endiablados alcoholes, heridas en la cara, lenguas traidoras, mujeres en fuga, puertas clausuradas, plegarias, miedos, hambres, fiebres, cansancios, filias, fobias, héroes, mártires, extravíos de fe, hojas en blanco, naves a la deriva, falsos poemas, entierros, destierros, nombres propios, recónditos adioses, mis 38 años, todas las tumbas: mi madre en una de ellas, y polvo, polvo, mucho polvo cayendo sobre la realidad como chispas de agua sin consagrar en un bautizo embrujado. Ya fueron despedidas todas las plañideras. No habrá lamentos pero habrá un gemido. Un solitario gemido de papel a la luz de dos lunas. La mía y la vieja luna del mundo sobre cuyas laderas se acuestan con la muerte todos los derrotados. Buenos días, siglo. Por fin nos encontramos. Ojalá no hayamos llegado tarde a la cita.