
Foto de huella de disparo en uno de los lugares de la masacre del viernes 13 en París, reproducida por la agencia AFP.
A raíz de los atentados en Francia, perpetrados por ordenes del Estado Islámico el viernes 13 de este mes, el verdadero viernes negro, no hemos dejado de oír el sonsonete de cierto humanismo, más cercano a la religión que a los problemas de la gente, que matar para defender la democracia es un hecho repugnante y reprobable, dejándonos a los que pensamos diferente como si fuéramos meros criminales, equiparables en nuestro crimen a esos que nos matan. No voy a andar con ambages porque de eso se trata. Tal vez sea repugnante, pero tan legítimo en defensa propia y ante un peligro de muerte inminente como sacar la estilográfica y clavársela en el cuello a otro que nos amenaza con una pistola. Yo no dudaría en usar la mía si pudiera salvar mi vida o la de uno de los míos aunque en ello me fuera la execración de estos nuevos moralistas y adalides del nuevo infantilismo de izquierda, etiquetado por Lenin en su época. Leyendo a estos infantes que conciben la democracia en una religión, me siento el leninista que nunca fui. Hay ocasiones y contextos en que la ética, la moral y los valores que la conforman no sirven para relacionarse con el otro que funciona por una tabla de valores diferente. Por ejemplo, si ese otro considera según dicha tabla que nuestra muerte es indispensable incluso a costa de la suya para su beneficio, no importa del tipo que sea. Es difícil pero indispensable dialogar con nuestros contrarios cuando la palabra y la acción y política forman parte de un mismo sistema de relaciones entre interlocutores que comparten similares códigos de convivencia, y usar los recursos de la ley cuando se falta a ellos. No sucede lo mismo si son estos terroristas de los que se sabe poco, están entre nosotros invisibles, y cuentan con un cuartel general que apunta a todo el mundo no musulmán. Es una relación asimétrica donde el único punto en común, inevitable, es tu vida o la mía. Eso es lo que está en el fondo del problema.
Que Francia haya decidido responder con las armas a las armas puede que tenga un trasfondo político de conveniencia en el contexto nacional francés, pero no deja de ser una respuesta consecuente, incluso inteligente. En el caso contrario, en una posición más difícil para ser políticamente correcto, el Gobierno español se apunta a apoyar a Francia con los dientes apretados por el temor que le inspira la derrota a su partido cuando el presidente Aznar metió al país en la guerra de Irak. Por cierto, es mezquino, oportunista y manipulador comparar, como hacen líderes de Podemos, la invasión de Irak con los ataques al Estado Islámico. Es de necios responder con reuniones, soflamas en la ONU, manifestaciones y declaraciones parlamentarias a quienes esgrimen una AK o un cinturón de explosivos para matar cerca de sus casas a personas ajenas al conflicto. Sabemos que las armas no son la única respuesta a la muerte, las mismas debieran llevar aparejadas un conjunto de acciones solidarias de la comunidad internacional, ya fueran de tipo represivo, de inteligencia, económicas y políticas que corten las manos del yihadismo y su posible influencia en ese reservorio de jóvenes inadaptados que pululan en los barrios pobres. Los Estados Unidos, otra de las grandes democracias atacadas, tomó legítimas medidas de excepción contra el terrorismo, sin embargo podemos ver sus ciudades concurridas de musulmanes con atuendos típicos que incluso pudieran esconder hombres armados como ya ha sucedido en otros países. Esas medidas en nada han dañado la integridad de la sociedad musulmana con respecto al multiculturalismo, si bien el multiculturalismo por su incapacidad para la inmersión cultural y social podría ser una de las causas de la falta de simbiosis entre la sociedad occidental y la identidad desarraigada de individuos originarios de otras civilizaciones.
Seguramente la lucha contra el terrorismo implique más incomodidad en nuestras vidas, también cierta limitación de algunos aspectos de la libertad de movimiento, incluso de información u opinión, y no dudo que de ciertos derechos, siempre y cuando dichas medidas sean temporales y estén limitadas a un objetivo y un área específica donde se halle en peligro la vida de los ciudadanos y la convivencia. Nunca he dudado en creer que la libertad se defiende con más libertad, siempre y cuando no sea la libertad lo que realmente esté en peligro, sino nuestras vidas. Las limitaciones de la libertad, así como la ofensiva militar obedecen a la limitación de la libertad que nos impone la actitud irracional de quienes se rigen por otras reglas éticas y morales, y solo se entienden, eso sí, como excepcionales y temporales en una situación de emergencia hasta tanto disminuya o desaparezca el peligro para las vidas de los ciudadanos, muchos de ellos de origen en otros países y religiones que han aceptado las normas de la sociedades de acogida. Es bueno recordar que muchas de las potenciales víctimas también pueden ser aquellas que han llegado a nuestros países en busca de la hospitalidad que les ofrecen sociedades más seguras, estables y capaces de darles aquello que en sus países natales no podrían obtener. Además de las armas tendrían que aplicarse otras medidas políticas, económicas, financieras y de represión a las fuentes de financiación de los extremistas islámicos que deberían formar parte de la agenda de los países de la región en la prevención de focos desestabilizadores. Solo un conjunto de acciones de amplio espectro a corto y largo plazo, tanto en esos países como en los nuestros, pueden acabar con ideologías oportunistas y tiránicas que hayan en el desamparo y la enajenación el caldo de cultivo del fanatismo y la adoración de la muerte.
Es cierto que las limitaciones de la libertad son contrarias y contraproducentes con la democracia, yo mismo me he opuesto a las restricciones que en España se han impuesto frente al movimiento social alternativo que surgió como respuesta a la crisis política y económica de los últimos años. Pero una cosa es cohabitar críticamente con la represión a los movimientos democráticos que demandan cambios y mejoras en nuestras sociedades, y otra convivir con el terror de que quienes pretenden destruir la vida que es el principal patrimonio de la humanidad, las ideologías y las religiones. Lo primero es teóricamente superable mediante los mecanismos que la democracia ha creado y que son perfectibles, pero lo segundo necesita de algo más que el estoicismo que proponen algunos. La democracia no debiera ser una iglesia que abre sus puertas a todo el mundo, sino a aquellos que quieran aceptar sus normas, ni el pacifismo debiera ser una religión que como todas se basa en la fe y los dogmas. Tampoco los gobernantes y ciudadanos debieran verla como una iglesia. La libertad es un principio inquebrantable de la democracia, siempre que la misma no se vea amenazada. Los movimientos alternativos que genera la propia democracia como una alteridad son una amenaza únicamente para la burocracia del poder y son necesarios para su desarrollo. Los enfrentamientos civilizatorios semejantes al que vivimos frente al Daesh si son una amenaza porque idealistamente aspiran a destruir nuestra civilización y potencialmente pudieran hacerlo con los recursos y los medios militares necesarios.
Que Francia haya declarado la guerra al llamado Estado Islámico, después de los crueles asesinatos de más de 100 ciudadanos pacíficos e inocentes en la noche del viernes 13 de noviembre, es un contrasentido retórico ya que es el único país europeo que había decidido atacar a Daesh en sus predios. Así el presidente Hollande no hace otra cosa que legitimar políticamente lo que militarmente era un hecho aunque a menor escala. Es una declaración de guerra después de la guerra. También es un contrasentido que algunos países ricos del primer mundo hayan tolerado e incluso fomentado la creación y el fortalecimiento de las facciones que se radicalizaron con la destructuración de los regímenes árabes filocomunistas. Parece ser que la complicidad interesada ha terminado convirtiéndose en un boomerang contra nosotros mismos, y nos hace pensar que aquellos enemigos de los cuales nos deshicimos a cualquier precio en cierta medida era preferibles a estos malos amigos que habíamos usado como armas. Alguna lección habremos sacado de la metedura de pata. De aquellas aguas son estos lodos. Aparte de los subterfugios del lenguaje con los que algunos juegan políticamente, el significado de guerra si está fundamentado y es mejor llamar a las cosas por su nombre cuando hay un enemigo que así lo entiende y es consecuente con ello.
En contra de las supuestas desventajas que algunos enuncian para criticar las acciones de guerra contra los extremistas islámicos, por ejemplo el regocijo en que deben vivir al constatar que se les toma en serio o la alteración de nuestra cotidianidad a causa del miedo, prefiero pensar en las ventajas de responder con el mismo lenguaje al Daesh: Primero, la alianza que podría producirse por primera entre las grandes potencias, los países europeos y todo país decente para enfrentar la peor plaga de la historia reciente después de la desaparición del bloque comunista y la Guerra Fría. Segundo, la demostración de fuerza que es necesaria en cualquier situación de guerra para desestimular al enemigo y sus alianzas. Tercero, pinchar el globo de imbatibilidad y el halo de heroicidad que rodea la predica del martirologio de los terroristas que estimula el reclutamiento. Cuarto, nunca habíamos sabido más de la complicidad árabe y europea con el Daesh en términos de financiación del mismo a través de donaciones, ventas de armas y compra de petróleo, que seguramente obligará a tomar medidas a corto plazo. Quinto, el reconocimiento del peligro del Estado Islámico podría llevar a tomar medidas de más amplio espectro que el militar con el objetivo de dinamitar las causas que fomentan su consolidación entre los pueblos árabes y los ciudadanos europeos. Es cierto que la guerra tiene efectos colaterales de inestimable dolor sobre la población civil, sin embargo es parte del precio de guerras que no debieran producirse. Igual que las enfermedades sin prevenirse que obligan a actuar con medicamentos que nos curan de algo y nos enferman de otras cosas. El terror que vivimos no fue previsto, todo lo contrario, de alguna manera hemos contribuido a avivarlo también con políticas culturales demagógicas sobre la integración, entonces no queda más remedio que dar la medicina a pesar de sus efectos secundarios.
París debería marcar un antes y un después en la lucha contra el terrorismo y la prevención del mismo. La cercanía de las festividades de origen cristiano imponen un mayor cuidado ante la tendencia del Daesh por su delirio propagandístico de la muerte como vía para alcanzar la gloria. No importa que la ingenuidad y el pacifismo se paguen con nuevos discursos, siempre y cuando no sea porque ha vuelto a morir gente inocente tanto de este lado como del otro, pero para eso primero deberíamos acabar con la fuente del terror a cualquier precio.