A la dominación, el control y la regulación del derecho de expresión que ejerce el estado como una de las funciones de los poderes en democracia, ahora se suma un nuevo regulador que no está institucionalizado, carece de un contenido determinado y formalmente es anárquico, se trata del censor social. Ambos de diferentes manera y objetivos se han convertido en una preocupación creciente para la libertad de expresión. Hace unos días, alguien me increpó con visible enfado al escuchar mi elogio a un artículo de Javier Marías en el cual este aludía críticamente al desbordamiento de cierto feminismo. “Entonces, tú no eres feminista” Afirmó mi interlocutora con estupor. Le respondí que no lo era, a sabiendas de lo que podía pensar. Me miró como si hubiera levantado una piedra del suelo, debajo de la que yo estaba. Inmediatamente me espetó en tono incriminatorio: “¡Eres un machista!”. Dos conclusiones que definen el talante del censor social que ha surgido recientemente de las nuevas correlaciones sociales surgidas durante la reciente crisis, donde aparentemente hay unos que luchan por la justicia social imponiendo un discurso y unos modales que según nos hacen creer les da la paternidad de la justicia social. La cosa funciona así: Si no eres lo que debieras o yo quisiera que fueses, seguro eres lo contrario, per se mi contrario. Si no coincides con los valores que yo defiendo es que tomas partido por los valores antagónicos. Y si no adoptas mi discurso, sus objetivos y la forma de alcanzarlos no eres de los míos, por consecuencia eres enemigo. Los juicios del censor no admiten matices. Por ejemplo, eres de derecha o de izquierda, y después de serlo tienes que asumir ese ser sin fisuras y la adhesión es incondicional. No puedes estar en la izquierda o la derecha, tienes que ser de una u otra. No se puede titubear, no se puede ser de izquierda y poner en duda ideas o actitudes de cierto feminismo en boga, por ejemplo. Tampoco puedes ser de derecha y decir que te gusta la boina de Che Guevara. Eres o no eres, to be or not to be, esa es la lección.
Ni siquiera se puede decir, yo estoy en la derecha o en la izquierda, lo que sería más razonable teniendo en cuenta las variables que nos pueden hacer cambiar la preferencia política según cambien nuestras ideas o las de la izquierda o la derecha, en un contexto en el que el intercambio de roles ideológicos no solo es natural sino sano para la estabilidad. Esa actitud de pertenencia y membresía a las ideas con la consecuente demanda de disciplina a las mismas —en vez de simpatía, empatía, racionalidad e identificación con ellas— es una de las rutas que conducen del centro ideológico a los extremos, que pululan y se alimentan de la frustración de los ciudadanos en las sociedades democráticas. Creer como ha sido tradicional de la ideología política que las ideas son armaduras con las que nos vestimos para hacer frente a una realidad, que hoy se mueve más que nunca , es una entelequia fortalecida por el monopolio de las ideas que han tenido los partidos. Si las ideas son flexibles y adaptables a esa realidad movediza de trasvases ideológicos porqué le exigimos a los ciudadanos lealtad a las ideas que son patrimonio de los partidos, y otras agrupaciones más abiertas como las asociaciones y los movimientos sociales. La realidad social y política es cada vez más cambiante y está sometida a factores totalmente inéditos que la condicionan como nunca antes. Sin embargo seguimos evaluando la relación de las ideas políticas con los ciudadanos del mismo modo a cómo se relacionaban en el siglo XIX. Nos han hecho creer que siendo fieles a las ideas políticas, o sea, correligionarios, éramos portadores de un santo y seña con una misión similar a los mensajes de “evangelización” o “islamización”, por citar los más contundentes, cuando en realidad lo que hemos hecho es ceder una parte de nuestra libertad individual para convertirnos en rehenes de ideologías y partidos.
El problema de la intolerancia, asociado al conservadurismo reaccionario que históricamente fue patrimonio de la derecha, aunque, en todo caso, no por ello tenga de forma vitalicia los derechos de propiedad que le disputa el dogmatismo de la izquierda, hoy es un fenómeno que desborda a los partidos, a la sociedad en general e incluso a ley. Sería bueno recordar a esta izquierda que parece ver un enemigo en todo aquel que no piensa como ella, que la historia social y política de la izquierda, tanto con poder como sin poder, está jalonada de dogmatismo, a tal punto que no se podría hacer una historia seria del pensamiento social y político sin contar con eso. Aunque parezca paradójico, es la izquierda, dominada por un imaginario libertario que no admite dudas de su finalidad social quien más a atentado contra la libertad de expresión desde la Revolución bolchevique. Sin embargo hoy no se puede decir que la intolerancia tenga un origen ideológico, ni político, ni siquiera que nazca en la inconformidad que sí es un factor que la conforma. Parece ser que son múltiples causas asociadas a la desinhibición social que facilitan los medios digitales de intercomunicación mediante las diferentes y disímiles plataformas, por el otro lado están los aparatos represivos de los estados que aún no han sabido encajar esta desinhibición social que los contesta como responsables públicos y directos de la frustración y la falta de soluciones a sus problemas individuales que como nunca antes están más colectivizados en las redes sociales y otros medios.
En otros tiempos la censura de la libertad de expresión era asociada al estado, en la actualidad además de la institucional ha surgido la censura social. El primero se caracteriza por la desproporción de los castigos y su dudosa aplicación, la creación de nuevas figuras legales de represión como el caso de la “ley mordaza” española, la falta de actualización de la ley frente a nuevos fenómenos de contestación, la improvisación y la creciente politización de las decisiones judiciales. A pesar de la alarma que supone la reiteración del funcionamiento errático del estado y las instituciones en materia de la libertad de expresión, no es la primera vez que la sociedad democrática se encuentra en una situación de adaptación a situaciones nuevas, que la obligan a reescribirse y corregirse para solucionar una anomalía de su funcionamiento. La capacidad de absorción de los conflictos es una de las características más importantes de la democracia, al contrario de las dictaduras que son reactivas, para hallar mediante el consenso y la tolerancia la respuesta adecuada aunque no sea la definitiva, incluso cuando muchas expresiones de contestación ponen en tela de juicio el estado de derecho y aspiran a un cambio de régimen social y político, y a pesar de la respuesta mediocre de los representantes del pueblo y las instituciones. Las instituciones cuentan con un regulador primario de sus excesos y errores que es el electorado y el equilibrio de poderes indispensable en las democracias, y otro secundario que son los aparatos represivos encargados de escribir, impartir y hacer cumplir la ley.
Sin embargo el censor social es el que más alarma, al censor institucional lo conoces, sabes dónde está porque esta localizado en el poder y los mecanismos de defensa como la autocensura se pueden manejar con mayor destreza o cinismo. Pero esa voz del censor social, casi insignificante, que antes no tenía casi ninguna relevancia y que hoy se ha reproducido con éxito, gracias a las redes sociales y la difusión de las tecnologías de intercomunicación, es como la paloma de una plaza cualquiera que se enfrenta a cien ejemplares de Pseudolynchia canariensis o moscas cojoneras. No se trata de que antes no existiera la censura social, la censura social ha existido siempre y es uno de los mecanismos de autorregulación más poderosos de la democracia. Lo que no era relevante era el censor social que es ese individuo que al amparo de una identidad difusa se convierte en juez de conflictos, conciencia crítica de un problema y a veces verdugo de otros. Es un individuo que abusa de intromisión en asuntos que no conoce o del que se cree especialista porque generalmente cree saber de todo por los hilos de las redes o las tertulias y en su defecto de esos nuevos diletantes o bufones de la era de internet a los que se les ha bautizado “yutuber”. Lo peor del censor social no es que exista, sino que se manifiesta bajo una identidad opaca y al amparo del derecho que le confiere la democracia a la libertad de expresión. Y aún peor todavía, si cabe, no sólo se acoge a ese derecho, sino que se multiplica en las redes sociales generalmente con enorme virulencia y contaminación. Y si esto fuera poco, el censor social virtual puede llegar a no existir cuando es creado mediante la automatización de los bots que los robotizan para crear estados de opinión y tendencias convirtiéndolos en un peligro real contra la estabilidad social, política e incluso económica si se quisiera desestabilizar el mercado introduciendo tendencias que desequilibren el consumo y los valores.
El censor institucional a pesar de su renovada e inquietante actividad está en franca decadencia frente a este censor social al que también se enfrenta. Es un elemento nuevo en una coyuntura inédita de crisis de valores de todo tipo que va a suponer un cambio en la sociedad y un estadio diferente. Ese es el resultado de las crisis y la consecuente asimilación de los conflictos que se producen en democracia. Posiblemente haya llegado para no irse nunca y habrá que aprender a convivir con él en una permanente lucha porque su derecho a la libertad de expresión no coarte el nuestro. La renovada carrera de las mujeres por alcanzar de una vez la igualdad de derechos con los hombres ha creado las condiciones para visualizar con mayor nitidez a este censor radiografiado en la izquierda, que no tiene una fisonomía específica, su medio de subsistencia son las redes y su razón de ser el exhibicionismo. Generalmente el nuevo censor no solo discrepa, sino que acompaña su discrepancia con la negación del otro y actúa como si el discrepante no existiera o dependiendo de quién se trate convierte la simple discrepancia de opiniones en un asunto del que parece que depende su supervivencia. Esa manera de defender la opinión ha encontrado en lugar perfecto en las redes sociales. Va a ser un largo y tortuoso camino para la libertad de expresión y lo mejor que podemos hacer para defenderla es no callar y defender con razón y razonamientos el derecho a expresarnos aunque sea equivocándonos. Por ejemplo, en un contexto con los sentimientos a flor de piel puede que sea difícil y costoso decir que se puede no ser machista de acción y pensamiento sin ser feminista, pero no estaría mal empezar a quitarle la escopeta al francotirador que en todas partes ve un enemigo que se mueve.