
Capitolio de La Habana apuntalado. Fue construido en 1929 para albergar el Parlamento cubano. Foto de Ramsés León.
En cualquier país normal con un sistema normal y una vida normal el cambio de un presidente por otro no habría ocupado más que varias gacetillas informativas, pero en Cuba, donde la falta de transparencia ha sido una condición de la política y la política ha estado dirigida por la voluntad de una persona que era en sí misma un partido, inmortal, además, pues un cambio de este tipo tiene que leerse con especial cuidado. Evidentemente el cambio de un Castro por un no Castro tiene una enorme trascendencia y sobre todo produce gran expectativa, aún mayor que la producida por la muerte del hermano mayor al frente del país durante varias generaciones, que al paso del tiempo hemos comprobado han sido más bien degeneraciones. Hasta que finalmente pudo ver desde el lecho de muerte cómo su hermano rectificaba parte de su legado idealista. El hecho en sí de que los Castros viejos y los dirigentes históricos por imperativo del tiempo se vean obligados a pensar en dar un paso al lado, va acercando la política a escenarios y desenlaces a veces inesperados. La opacidad informativa, la represión de la libertad de prensa y la connivencia de los medios nacionales e internacionales presentes en la isla hacen difícil la explicación del pasado, incluso del presente, y aún más difícil un diagnóstico del devenir y abren un espacio a la especulación e incluso a la ficción. Dicho lo propio, la idea de la conspiración y la lucha por el poder no tiene que ser descabellada como tampoco que la misma pueda suponerse una ficción, una lectura no ortodoxa de la historia de los últimos veinte años de política doméstica en Cuba nos puede revelar una lucha de poder dentro de una misma familia dividida en dos y representada por dos hermanos, que dicen algunos testimonios son en realidad dos medio hermanos. Una de las enfermedades crónicas de la izquierda siempre ha sido la división y la lucha interna por poder y Cuba no tiene porqué ser una excepción, de hecho la lucha casi paranoica de Fidel por la unidad pone en evidencia esta último término. A veces la historia de la política no es otra cosa que la vida de la gente, una novela adornada con grandes y grandilocuentes ideales e ideologías, la de Cuba está por escribir, y no podemos saber cuándo podrá escribirse teniendo en cuenta la opacidad de esas vidas ocultas por el secretismo.
El cambio de la jefatura de Gobierno en Cuba no se puede ver como un cambio, sino como el alargamiento y la horizontalización del poder en las castas pertenecientes a las oligarquías que se han ido conformando y que detentan privilegios económicos fuertemente vinculados a la política y las familias, son estos estamentos los que se han convertido en el motor del cambio del tipo que definió Lampedusa en uno de los ya clásicos axiomas del oportunismo político: “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”. Un país como Cuba en las actuales condiciones nacionales e internacionales es imposible que se sostenga sin cambiar y la supervivencia de las oligarquías depende de esos cambios. La jugada que ha hecho Raúl Castro de abandonar el cargo ejecutivo para reservarse la máxima dirección política del país no es una cesión de poder. En realidad es un movimiento lógico del octogenario líder por cuidar hasta el mínimo detalle un proceso de empoderamiento de las oligarquías que se han reproducido al amparo de las viejas familias fieles al castrismo. Del mismo modo que los éxodos del Mariel (1980) y el Maleconazo (1994) fueron hitos que cambiaron el relato político de la adhesión social, el actual enrroque de tronos cubanos viene precedido por un largo proceso marcado también por tres hitos que cambiaron el relato tradicional del traspaso del poder de la Revolución, estos hitos son: 1. Las purgas relacionadas con el caso del general Ochoa (1989), 2. las purgas de altos dirigentes no históricos (2009), y, 3. el acelerado deterioro de la salud de Fidel desde la caída en un mitin (Santa Clara, 2004) que propició, finalmente, el revelo de un Castro por otro a mediados de 2016. Las purgas no solo incluyen a destacados mandos militares y civiles, también a otros de segunda línea que articulaban las decisiones; además, y esto quizás sea aún más importante, introdujeron en las relaciones de las cúpulas de poder sectoriales un sentimiento de miedo y prevención donde antes podía funcionarse con cierta impunidad.
Raúl Castro ha cedido su puesto de presidente de Cuba a Miguel Díaz-Canel, un burócrata del Partido ajeno a las familias políticas y lejos de la vida palaciega, a quien cuidó y protegió para llegar a este momento, pero sigue con la mano en el timón. Así ha culminado un largo proceso de penetración y control de las estructuras más sensibles del poder que poseía su hermano Fidel, a raíz de la crisis originada en el Ministerio del Interior con el caso Ochoa, que involucró a altos mandos como al propio Ministro José Abrantes, muerto en la cárcel después de ser condenado a 20 años. Entonces el hijo de Raúl, Alejandro Castro Espín, hoy coronel del Ministerio del Interior, fue nombrado para gestionar tareas contra la corrupción que había servido de excusa para la gran purga, y más tarde, para terminar la configuración de un nuevo poder a la sombra fue designado al frente del Consejo de Defensa y Seguridad Nacional, un organismo desde donde se coordina y dirige todo el potente sistema de seguridad cubano. Según parece, y en contra de lo que suponen algunos, el protagonismo del único hijo varón de Raúl nada tiene que ver con sustituir al padre ni ahora ni en el futuro cercano, sino con el control de los aparatos de poder y la seguridad del sistema que garantice la estabilidad y el desarrollo de la supervivencia del régimen adaptado a las nuevas condiciones nacionales e internacionales, sin menoscabo de una oligarquía que sea la garante de este futuro nuevamente diseñado por los Castro, los otros Castro de nueva generación. Un recambio dentro de la propia familia sería un error de incalculables consecuencias para la parte de la sociedad que todavía cree en el discurso oficial de la Revolución, tampoco los mandos históricos o de nuevas generaciones verían con buenos ojos un remedio tan radical del nepotismo. Díaz-Canel es el perfecto comodín sin autoridad política, sin ascendencia, sin autonomía, con un gran valor que se concentra en su capacidad para servir a la Revolución y su fidelidad.
En realidad, al contrario de lo que pudiera parecer, lo que estamos viendo con el relevo es una consolidación del poder de Raúl, que desde la dirección política en un segundo plano podría fortalecer los cambios que se han estado realizando tímidamente con la oposición silenciosa de parte de la vieja guardia pretoriana que ha sido incapaz de adaptarse a las nuevas realidades. Esos otros ancianos que lo han dado todo por la Revolución, pero que también han cogido de todo sin menoscabar la fidelidad y la unidad. La mejor de las virtudes para sobrevivir en la nomenclatura. Esta supuesta reposición del mandatario cubano es el acto final de una puesta en escena del poder paralelo que orquestó desde dentro de las Fuerzas Armadas, dotándolo de una autonomía insólita con la que incluso se introdujo y operó en la sociedad civil de forma encubierta, fundamentalmente a través de las empresas civiles-militares que se dice ayudaban a sostener la economía militar. Antes de que Fidel enfermera y traspasara el poder a su hermano, cuando los militares se quitaron los uniformes y sin dejar de ser militares ni militantes del Partido hicieron con éxito el primer ensayo del país que vendría después, el de ahora, Fidel había comenzado a perder la dirección del país. El Ejercito, que se había ganado el prestigio y la autoridad moral en las campañas internacionales en África, también dentro del país se labró un espacio en la economía productiva y de servicios, contraponiendo la eficiencia de su gestión a la desastrosa administración del sistema por parte de Fidel. Al principio fue la diversificación de empresas y luego fueron los mandos militares que adoptaban la vida civil. De hecho, está por ver el papel que en esta lucha de poder tuvieron los acontecimientos relacionados con el Caso Ochoa, ya que si realmente, como parece ser, no hubo intencionalidad política expresa en los protagonistas de la trama, sí tuvo un origen en la corrupción y la corruptela de personas relacionadas con el poder político y las alternativas económicas paralelas de los militares que más tarde desarrollaría a escala nacional el Ejercito. Si bien el atestado contra Ochoa habla de errores y no de intención política, esta si es tácita en la interpretación que se hace de la pena. De cualquier manera el Caso Ochoa está plagado de interrogantes no sólo por testimonios de familiares, sino por el propio procedimiento, la relación de los protagonistas con los Castro y la ritualización que se hizo del pecado, la culpa y el castigo.
Es difícil creer que Fidel y Raúl no supieran lo que hacían Ochoa, Abrantes, los hermanos La Guardia y otros jefes militares en cuanto a actividades relacionadas con corrupción, enriquecimiento y vida disoluta, otra cosa es que fueran considerados tolerables mientras no se pusiera en riesgo la autoridad y el poder de los Castro. Hay muchos ejemplos de generales y altos mandos relacionados con hechos de ese tipo que nunca fueron castigados. De modo que no es del todo irracional conjeturar que hay uno o varios motivos relacionados con la lucha por el poder los que llevaron a sacrificar de una manera tan trágico y teatral a aquellas personas del Caso Ochoa. Recordemos que el proceso judicial está afincado en operaciones económicas ilícitas de empresas ilegítimas que actuaban legítimamente y libremente con personas legitimadas por su historial político pero que supuestamente cometieron el error de poner en riesgo el prestigio de la Revolución, léase a los Castro. Era un sistema paralelo con objetivos similares a los que justificaron el desarrollo del sistema de empresas militares tanto del Ministerio del Interior como del Ejercito y que estos últimos terminaron monopolizando. Para decirlo de otra manera, puede que no hubiera una conjura política para destronar el poder de los Castro, pero sí había una conjura de acumulación de poder que ponía en peligro la autoridad de Fidel. La relación de los implicados con la droga y la posibilidad de que se vinculara a los hermanos Castro directa o indirectamente no era el peor de los males, el peor de los males venía de la autonomía que esas estructuras habían tomado y de la discusión de la autoridad con que se jactaban improvisando decisiones contrarias al criterio político de los Castro. Otros casos, como el del ideólogo Carlos Aldana, tercer hombre en la nomenclatura, confirman la relación entre la supervivencia, la obediencia y la autonomía; Aldana creyó que su papel era hacer la ideología cuando en realidad estaba para ser una mera correa de transmisión, y acabo apartado de su cargo.
El segundo paso dentro de esta operación que podría haberse llamado “desmontar al caballo” –“el caballo” solía llamársele popularmente a Fidel–, fue la destrucción de todo el entramado renovador que el hermano mayor había estado preparando pacientemente y que tuvo su eje en el llamado Grupo de Apoyo, conformado por jóvenes escogidos por su preparación, capacidad y fidelidad para desarrollar responsabilidades futuras, después de pasar varios años trabajando a su lado como parte de la formación de los mismos. Cuando se produce la purga de los dirigentes no históricos que parecían destinados a asumir o comandar el cambio, el poder de Raúl se había consolidado y no tenía vuelta atrás. Fidel comenzaba el calvario de su enfermedad y según se lee en sus artículos ya sufre una debilidad que trasciende lo físico. La capacidad que se creyó tener para ser una referencia de poder sin cargo, que no sólo fuera simbólica, la había perdido. Lo que le faltaba a Raúl era descabezar a esa generación que cometió el error de creerse lo que parecían dentro de un contexto de cambio de los socialismos: la bisagra de un cambio real para el país. La perestroika y la glasnot se habían convertido en el peor enemigo de los líderes históricos y los más jóvenes dirigentes simpatizaban. Carlos Lage, Felipe Pérez Roque, Carlos Valenciaga, eran la cabeza visible de una generación que esperaba su momento dentro de los propios despachos desde los cuales se dirigía el país, otros menos mediáticos y situados en segunda línea también sufrieron suertes parecidas. La caída de estos dirigentes jóvenes del entorno fidelista supuso la muerte y la negación por tercera vez de Fidel por parte de Raúl. Sin embargo, al contrario de lo pasó con Ochoa y los implicados en aquella purga, el motivo de las destituciones sí aluden directamente a las aspiraciones de poder de los condenados. Es precisamente Fidel quien refiere las supuestas pretensiones de los implicados en su artículo el día después de la destitución, cuando dice “La miel del poder (…) despertó en ellos ambiciones que los condujeron a un papel indigno”, dejando claro dos cosas que han regido la actitud de la dirigencia cubana desde 1959: la infidelidad o incluso la sospecha de la misma tiene el precio más alto entre todos los delitos y la ambición de poder es la peor de todas las formas de infidelidad por amenazar la unidad de mando en torno a una sola persona.
Solo imaginando un proceso de lucha por la conservación del poder se puede analizar la construcción continua de estructuras, aparatos y relatos que justifican la improvisación permanente de los máximos representantes de la Revolución con el objetivo de no perder el control. La actual situación de cambio está sujeta a ese paradigma. Estamos aún lejos de ver un cambio sustancial en Cuba y este siempre estará condicionado por la distribución y el mantenimiento del poder de las oligarquías que continuarán fortaleciéndose, al mismo tiempo que se diluya del imaginario colectivo la idea de la Revolución. Poder que antes se limitaba fundamentalmente a las influencias y los privilegios, y en la actualidad tienen un fuerte contenido económico y financiero relacionado con los negocios y, usando un vocablo de la mecánica, reversible a los miembros de las cúpulas. Hace ya tiempo que la Revolución comenzó a generar un camino contrario al de los ideales románticos que sirvieron para el respaldo de gran parte del pueblo y Raúl con el Ejercito ha sido el activo fundamental de una reestructuración a la medida de su traje de general. La historia de la Revolución de los últimos veinte años no puede verse sin incluir la dinámica de la lucha por el poder donde los hermanos de una familia han ejercido de protagonistas. La idea de unidad siempre se vio que no era en torno de una filosofía, sino de una persona, y que la unidad no era un concepto sino una orden. Solo respetando esa norma era posible sobrevivir en la nomenclatura. Mientras escribo no dejo de preguntarme porqué algunos altos dirigentes, incluso históricos, le tenían tanto miedo a Raúl y porqué uno de los hombres más notables del país delante de cierta persona dijo que prefería equivocarse con Fidel en relación con los cambios del mundo comunista, mientras que en privado decía lo contrario. La respuesta a esas preguntas son las mismas que motivan este artículo, el cambio es un movimiento, no un cambio de estado, y no puede hacerlo otro que quien ha impuesto una forma diferente de gobernar para que nada cambie, desmontado a la Revolución del caballo. Todo parece indicar que el cambio de Cuba es simplemente una cuestión de familia.