Gastón Baquero, la Cuba que nos falta

Él está aquí, su canto ha precedido

en astros y en silencio a su caída.

Ahora escuchamos aquel suave canto

que el ruiseñor construye cuando olvida.

              «Epitafio». Gastón Baquero

Para Rita y Carlos

Hoy se cumple un año más de la muerte de Gastón Baquero, ya son veintiuno sin él. Si de su ausencia nada puede borrar su presencia, confirmando la definición de la poesía que le gustaba hacer. “La poesía es lo que no se ve”, aludiendo a esa parte llena de misterio que se siente, se percibe, pero no se ve, y que pesa como el oro en cualquier poema u obra de belleza de cualquier tipo que se precie. Entonces, ¿qué nos falta de Gastón si tenemos su poesía y con su poesía al poeta? Nos falta su compañía que no puede ser sustentada por ningún poema, aunque su poesía nos quede para ayudarnos a remediar su ausencia y nuestra soledad. Una cosa es su presencia y otra peor es su ausencia.

Hace veintiún años, cuando entré en la habitación del hospital el cuerpo de Gastón todavía estaba tibio y a su lado estaba el mejor de sus amigos. Había muerto a las tres de la tarde, solo. Nosotros no habíamos llegado a tiempo. A pesar de la admiración, el cariño y el respeto que le sentía la comunidad del exilio, su Rita, y el propio país donde había vivido después de haber salido de Cuba más temprano que nadie, murió solo en medio de su campo de batalla que había sido el exilio y las palabras, como Martí bajo las balas en otro mayo. Ese día la ciudad que lo había acogido celebraba a su patrono San Isidro, santo agricultor. Gastón era Ingeniero Agrónomo, aunque Vicente Aleixandre dijo que podía haber sido cualquier cosa y habría sido el mejor. Llovía, llovía mucho y era jueves, como si uno de sus poetas más admirados, César Vallejo, le hubiera transferido el cumplimiento del deseo de morir un jueves con aguacero. Vallejo había vivido en la misma calle de Gastón pero en otra época. Y Gastón era el poeta de las migraciones y las transfiguraciones. Todos sabíamos quién era, pero nunca sabríamos que había sido antes y que podría llegar a ser después que su cuerpo sin vida fuera comido por un pez.

Ese día pleno de coincidencias que revelaban la realidad de la poesía y cómo Gastón empezaba con su muerte a ser misterio, comprendí de golpe que si bien la presencia del poeta era un dato, digamos estadístico de su poesía, su ausencia comenzaba a ser inabarcable, y que el único modo de reducirla era con su presencia, o sea, con su poesía. Gastón ya no estaba y no sería lo mismo conversar con su poesía que con sus manos delante como si quisiera alcanzar uno de esos pasteles exquisitos hechos con mantequilla de vaca y vino blanco que se hacen en Boñar, el mejor regalo que se podía hacer a un verdadero gourmet de Las Antillas. Si las ausencias son dolorosas e irreparables en cualquier circunstancia, en el exilio son tremendamente más profundas. El exilio, aún peor sin familia, crea unos rituales que sirven para aferrarse a lo poco que queda a las personas que lo padecen, Gastón los cultivó y él mismo se convirtió de tanto hacerlo en una isla en la que los recuerdos fueron sedimentando el lugar donde estar, y esa isla que era Gastón fue al mismo tiempo la isla que algunos necesitábamos para que las raíces no se desperdigaran en otros aires.

Ese Gastón de todos los días es el que empecé a necesitar aquel 15 de mayo. Vivir lejos de la isla tuvo un antes y un después. La otra isla llamada Gastón que se había forjado a si misma, una piedra negra sobre otra blanca, había dejado de existir y nuestra soledad sería todavía mayor. Gastón era Cuba como nunca se podría haber sentido ni siquiera mientras se vivía allá lejos en medio del mar. Una isla hecha de haber vivido y construida como el lugar donde solamente se podía vivir. Hoy cobra sentido para mí aquel reproche que hacía a la gente que lo visitaba para hacerse una foto de recuerdo con él —un selfie se llamaría hoy—, decía quejoso y con sorna: la gente cree que soy el Morro. Así es, era como el Morro de La Habana. Si uno quería sentirse cerca de Cuba lo mejor que podía hacer, si podía acceder, era ir a ver a Gastón. Era una enciclopedia sentimental, emocional, histórica y testimonial de lo que podemos llamar la cubanía desde la gastronomía a la poesía, desde la poesía a la política. No había nada relevante que no supiera, incluyendo los entresijos, sobre todo de la etapa republicana. Y ese ciclo de la cubanidad lo completó cuando conoció la poesía joven y a los poetas que vivían todavía dentro de la Isla.

Una vez le pregunté porqué no escribía sus memorias, ya que sería bueno volver a escribir la historia que se había mutilado desde la óptica de la Revolución, y me dijo: No puedo porque le haría daño a Cuba. Cuba fue su amor y su vida y de tanto amarla se parecía a ella. Lamentablemente Gastón nos privó de su compañía, aunque no de su presencia. La cultura cubana y la poesía de la lengua ganó para siempre uno de sus máximos representantes, pero sus allegados perdimos hace veintiún años la compañía de Cuba y por segunda vez a la isla. Cuando veo esa foto que publicó El País, donde el poeta aparece empotrado entre parte de sus libros, vislumbro la isla que hizo para sobrevivir, y lo recuerdo poniendo otra silla para la charla, dejándonos así arribar para salvarnos en la Cuba que él hizo de si mismo y que nos falta.

Discurso de la rosa en Villalba

Yo vi una rosa en Villalba:
era tan bella, que parecía la ofrenda hecha a las rosas
para festejar la presencia de las rosas en la tierra.

Yo creía haber visto ya todas las rosas: marmórea en Bogotá,
llamativa en Amsterdam como un domingo aldeano,
primigenia en Haití, melancólica en la melancolía de Viena,
falsa como de nieve y alambre en una calleja de Manhattan,
túrgida y breve bajo las campanas de Florencia,
radiante como un verso de Ronsard en un jardín de Francia;
yo creía haber soñado ya todas las rosas, y las no vistas sobre todo:
la rosa de la India ciñendo a los leopardos,
la del Japón labrada en oro, la mística de Egipto,
la imperiosa como un guerrero bajo el sol africano,
la silvestre de Nueva Zelanda, que se abre al escuchar una melodía
y muere cuando la música fenece: yo creía haber visto ya todas las rosas.

Pero yo vi la rosa en Villalba;
su geometría imperturbable
era una respuesta de lo Impasible a la Desesperación,
era la indiferencia ante el caos y ante la nada,
era el estoicismo de la belleza, que se sabe perdurable,
era el sí y el rechazo a la ávida boca de la muerte.

Yo vi la rosa, tan pura y sorprendente,
que borraba el hastío de su nombre profanado
y no aparecía ya el lugar común de la rosa gastada:
era otra vez la Creación en su día inicial, coronada por el estupor de Adán,
recorrida por la inmensa alegría de saborear la luz y por el asombro de sentirse vivir.
Estaba allí, en Villalba, impávida y absoluta, como si perteneciese
a un rosal personalmente sembrado por Dios en el propio jardín del Paraíso.

Y ante ella sentí la piedad que siempre me ha inspirado
la contemplación de la belleza efímera. ¡Que esta geometría vaya a confundirse
con el cero del limo y con la espuma del lodo!

No quise mirar más la rosa perfectísima,
la que debió ser hecha eterna o no debió ser nacida.
De espaldas al dolor de su belleza, la rescataba intacta
en ese rincón final de la memoria que va a sobrevivirnos
y a mantener en pie la luz de nuestra alma cuando hayamos partido.
Negándome a mirarla, la llevaba conmigo.

Y dije adiós a la rosa de Villalba.

(De Memorial de un testigo, 1966)