La lentitud de la democracia

Más que preocuparnos de lo que pasará después de una crisis en la democracia, lo mejor y más útil sería que lo hiciéramos por las causas que dan lugar a esa crisis. Una de las consecuencias lógicas de la crisis institucional que vive la democracia es que habrá más democracia más tarde o más temprano, pero sería bueno saber las causas porque según sean así seguramente será la naturaleza de las consecuencias. No es lo mismo una crisis con origen en el modelo productivo con un efecto directo sobre el empleo, el poder adquisitivo y la liquidez interna, que otra en que la causa sea la corrupción de los políticos con resultados sobre el valor de la política, la confianza de los ciudadanos y la legitimidad de las instituciones, aunque ciertamente varios podrían ser los orígenes y también las consecuencias. Conocer las causas tiene una doble importancia para prevenir, facilitar las soluciones y evitar la repetición de las mismas, pero eso solo será posible si la clase política decide sacrificarse por la democracia abandonando el modus operandi endogámico que pervierte las instituciones y los discursos. La dificultad en España es que en la crisis se conjugan causas que afectan a la estructura del sistema y que han dado lugar a una longeva partitocracia que hunde sus raíces en la transición. A pesar de lo que se diga sobre la debilidad de las instituciones donde la burocracia política a medrado creando complicidades corruptas —uno de los grandes problemas que dan origen a la contestación—, el problema de la democracia es más grave porque sus fallos son multifuncionales, y solo se le podrá restituir la salud si los partidos hacen determinadas renuncias y acometen un conjunto de reformas que perfilen mejor la autonomía y la independencia de los poderes, terminen con el clientelismo partidista, haya más transparencia, se corrijan los espacios de complicidad societarios donde la corrupción se justifica y se penalice la cohabitación de funciones. La corrupción empieza antes de que un señor decida apropiarse de dinero público o financiar su discurso político con dinero mal habido. Esa es la verdadera debilidad de la democracia y no nace fuera de las instituciones, si así fuera la crisis habría alcanzado el punto crítico en que los valores corren peligro de revertirse.

La democracia española está en problemas pero no es la única. Ahora bien, si hipotéticamente las causas de la crisis están en la disfunción política de las instituciones, ¿por qué no se evita? Lo más preocupante en el contexto de esta crisis de la democracia es la baja calidad de las políticas para contribuir al rediseño de las instituciones, que incapaces de poder garantizar la absorción y asimilación de las disrupciones alimentan la conflictividad entre ellas y la sociedad civil. Si las políticas no fueran el reflejo de la forma en que las instituciones se miran a sí mismas y miraran a los lados y sobre todo hacia abajo, con seguridad las cosas serían diferentes. Los continuos errores de las decisiones, las aptitudes y actitudes de los políticos, la preminencia de intereses partidistas de la burocracia política, la misma falta de ética que tuvieron algunos protagonistas de la crisis económica y financiera, junto a problemas objetivos y difíciles de resolver si no son con la colaboración y un cambio radical de las relaciones interregionales para enfrentar juntos nuevos retos de la reconfiguración regional, hacen de la actual crisis una de las más complejas para la democracia española y europea, y ralentizan su resiliencia. Es inquietante ver cómo los populismos se aprovechan de esta circunstancia y cómo la ganancia de adeptos aunque sea a título emocional y transitorio crean o recrean nuevos ideologemas, que satisfacen las necesidades de amplios sectores y grupos que alimentan los movimientos sociales con una clara tendencia política de desafección al orden y el estado. Una de las cosas que más llama la atención en este proceso de involución es la explotación que hacen los partidos tanto de izquierda como de derecha de los sentimientos de los ciudadanos sin ningún escrúpulo, con el objetivo de hacerlos rehenes de sus intereses ideológicos y políticos, es un principio documentado y teorizado que atenta contra la racionalidad y la ética que da sentido a la relación entre la política y lo político. Racionalidad y ética que están en el eje de una reformulación de la democracia

Hay mucha gente de derechas que rehuye de la democracia las contestaciones sociales y políticas porque no hay quien tema más a las disrupciones que la derecha política, mientras en el otro lado del espectro hay gente de izquierdas que alientan las disrupciones poniendo a prueba los límites de las instituciones, son dos lógicas propias de la naturaleza de la derecha y la izquierda, sin llegar a ser los extremistas de ambas ideologías que son quienes podrían poner en peligro la democracia y contra quienes el sistema tiene o debiera tener los instrumentos legales y materiales para evitarlo. A cincuenta años de la rebelión de “Mayo del 68” que se está conmemorando a bombo y platillo con sus luces y sombras, y del comienzo de la aceleración de los movimientos sociales que irrumpieron en todo el mundo, nunca se había visto peor la capacidad de la democracia para absorber todo aquello que la pone a prueba, y asimilarlo para luego institucionalizarlo y normalizarlo. Muchos jóvenes pueden creer que los derechos que disfrutan venían escritos en sus partidas de nacimiento, pero no es así, son el fruto de la acción y la reacción entre la sociedad civil y el poder institucional que condicionan la propia estabilidad del sistema. Sin esta correlación de contrarios la democracia no sería lo que debe ser y aún es a pesar de la mediocridad de la política y los políticos que ven en el conflicto entre las políticas y lo político una razón para demonizar las contestaciones y movimientos sociales y políticos alternativos. Si miramos hacia atrás podemos decir que no son las reivindicaciones sociales, políticas o económicas, las que han generado crisis que pusieron en peligro el sistema democrático, sino la atrofia de la correlación entre los poderes que originó fenómenos como la Alemania nazi o revoluciones totalitarias como la cubana. Los movimientos sociales ensanchan, fortalecen y enriquecen la democracia. El poder de la democracia radica en el equilibrio que todas las partes introducen asimilando la fuerza de la sociedad civil, pero las instituciones no son solo estamentos reglados por formas, sino bisagras que deben ser engrasadas o cambiadas si no funcionan bien. La democracia es una pesada carga, que camina lenta, y si no es con todos difícilmente sabrá llegar a la otra orilla. Su lentitud no tiene que ver con la velocidad, sino con la densidad de la representación que hacen de nosotros quienes hemos elegido.