el placer de aparentar que somos felices

“La felicidad está hecha de pequeñas cosas: Un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna…” por más ocurrente que nos parezca, esta conocida frase de Groucho Marx le hubiera gustado firmarla al otro Marx, el circunspecto Carl de El Capital. Es la mejor descripción que conozco de la idealización del capitalismo, al mismo tiempo nos confirma con esa peculiar e irrepetible manera de que la felicidad es algo que no está al alcance de todos, y menos que se pueda construir el paraíso en la tierra como querría pretenciosamente el comunismo.

La importancia de la felicidad no pasa inadvertida para las instituciones y el mercado, un hombre feliz es la preocupación de todos los sistemas religiosos, políticos e ideológicos y cada uno de ellos lo define y lo construye según crea. Hoy como nunca antes esa construcción es perfecta, sin coerción, ni coacción, ni castigos. De hecho hay una industria destinada a hacernos creer que la felicidad y el placer son consecuencia uno del otro o que son la misma cosa, incluso, los esfuerzos más altruistas, solidarios, bien pensantes y ecuménicos en ocasiones ni siquiera saben que están actuando al servicio de ella. A veces parece que toda la actividad humana está orientada a hacernos felices o a procurarnos el placer. Es como si toda la humanidad se hubiera puesto de acuerdo con ese fin. El ocio, la psicología, la escuela, la política, la sanidad, las editoriales, la prensa se han convertido en una gran fábrica articulada para ofrecernos productos o discursos sobre la felicidad o el placer con el cuerpo y nuestra vida como centro. Evidentemente la felicidad puede incluir al placer, pero no necesariamente el placer significa la felicidad. Al margen de las distintas, paradójicas y particulares que puedan ser las “felicidades”, cada felicidad es un estado más perenne y podría incluir o considerar más de un placer o un conjunto de placeres y tiene que ver con motivos y motivaciones de un carácter más individual e individualizado. El placer es más efímero y estandarizado. Da igual de qué tipo de placer hablemos. Las consecuencias de esta confusión pueden ser de enorme calado para el desarrollo de los individuos y la sociedad en su conjunto. Los jóvenes son las primeras víctimas idiotizadas por el placer a través del juego y el cuerpo conectado con las nuevas tecnologías.

Los tres niveles de la llamada psicología positiva han sido perfectamente comprendidos por la industria de la felicidad y así se lo proporcionan mezclados a la sociedad. De ahí que uno de los problemas que tiene la sociedad actual es la confusión entre el placer y la felicidad. No es un tema baladí. El placer, que había sido siempre un asunto del cuerpo, el deseo y de lo efímero, hoy, identificado con la felicidad a nivel irracional ya que no admite ninguna clase de racionalidad, parece haber alcanzado cotas y variantes que hubieran envidiado hasta los mismos dioses del Olimpo. Después de la derrota de las grandes utopías religiosas o ideológicas el hombre se ha ensimismado en su cuerpo valiéndose de todo aquello que lo alimente, embellezca, fortifique y desconecte de la realidad. El cuerpo es el templo adonde la sociedad se ha ido a refugiar desprovista de las espiritualidades tradicionales. Pero lo significativo de esta nueva actitud de la sociedad hacia sí misma no es que destine su tiempo, esfuerzo y dinero a buscar el placer, sino que el placer lo encuentra en los instrumentos mediante el cual debería hallarlo. Se trata del placer en las cosas que nos deberían proporcionar el placer. Es la enajenación condicionada por la producción de artículos destinados a la satisfacción como sinónimo de placer y felicidad. Las cosas, como en los rituales de carácter religioso, alcanzan un simbolismo y una autonomía particular. Por ejemplo, las dietas para adelgazar en las que tanta gente pone su fe, a pesar de saber que jamás alcanzarán el placer de mirarse en el espejo o vestir una talla menos. La enajenación impide ver la dieta como una lista de deberes que regula el comportamiento y que solo es efectiva, da igual cuál fuere, gracias a componentes sicológicos y genéticos del individuo donde la voluntad y la herencia ejercen un papel fundamental.

Sabemos la relación que existe desde la antigüedad entre el placer y la felicidad, pero también que la felicidad depende de una serie de factores sociales, antropológicos, sicológicos, culturales, epocales, contextuales y otros muchos, sin embargo lo nuevo que podemos ver es que el hedonismo actual cuenta con toda una industria intelectual y material que produce ideas y objetos con el único fin de hacernos creer que la felicidad es igual al placer. Es una idea descabellada y perversa que nos hace esclavos de lo efímero en la búsqueda permanente del placer, además de que convierte nuestro cuerpo en objeto, un objeto que aparentemente está bajo nuestra supervisión y control, pero no es así cuando está sometido a la constante manipulación de lo que debiera o pudiera ser. Nuestro cuerpo ha dejado de pertenecernos. Como se supone en una relación de enajenación, el mismo cuerpo también se está convirtiendo en la fuente de la crisis padecida por muchos que, como no podía ser de otra manera, hallan otro culto en las terapias que son parte del entramado que sostiene la nueva adoración. Es un proceso complejo a pesar de su aparente simplicidad en el que la fe, igual que en las religiones, está por encima de todo. Aquí también oferta y demanda no dejan de ser la combinación dialéctica mediante la cual crecen geométricamente los beneficios del placer y la felicidad que por primera vez en la historia de la humanidad se centran en uno mismo. La felicidad no sólo es la consecuencia del placer, sino que felicidad y placer se funden en el hedonismo contemporáneo. La consecuencia es el nuevo individualismo que hemos aceptado como una terapia a no padecer ninguna utopía y que, paradójicamente, se produce mediante la masificación de los medios del placer que adoramos. Hay placer y felicidad para todos de modo que cada cual puede escoger el placer y la felicidad que desee en los múltiples manuales, recetarios, libros de autoayuda, a los que se ha sumado la conexión de las redes y al mercado digital.

Gran parte de los mensajes verbales o visuales que recibimos desde las instituciones y los medios, desde las redes y las sobremesas, están orientados a “que te lo pases bien”, pervirtiendo los términos en los que el placer y la felicidad se realizan, los medios y el tiempo en que se producen. Dicha confusión condiciona la actitud individual y colectiva de la sociedad. No hay discriminación de receptores, no importa tu renta, ni tu nivel cultural y educacional, tampoco si vives en la ciudad o el campo. Todos, sin distinción somos convocados y casi conminados a «pasarla bien» mediante cualquiera de los medios o productos concebidos o no con ese fin. Podría parecer que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Seguramente no es una línea de actuación concertada, no soy muy dado a culpar de conspiración cualquier cosa que afecte a la sociedad, no obstante sí creo que es una manipulación de la psicología colectiva y los primeros responsables de que esto suceda son los propios ciudadanos convertidos en agentes activos de la idiotización de la sociedad, receptores pasivos a la demanda de consumidores de mensajes hechos a la medida de sus necesidades materiales, espirituales y sicológicas. Vivimos una época en la que la verdad no se mide por la veracidad de la fuente de la noticia o del conocimiento, sino por la cantidad de gente que la cree. Es una definición cuantitativa, no cualitativa, la que nos convierte en consumidores pasivos de la información y el conocimiento, exponiéndonos a las más arbitrarias informaciones y en destinatarios de datos elaborados y reelaborados de verdades como si fueran conservas. Una de las características de la nueva sociedad es la capacidad de creer en todo lo que se le diga desde supuestos medios, sobre todo si el mensaje es portador de un contenido que afecta nuestra sensibilidad o sentimientos. Es uno de los tópicos más recurrentes en la sociedad que se fue conformando con la consolidación del individualismo frente a los valores colectivos que eran parte de las ideologías totalitarias hasta principios de los 90 y después de la reconfiguración del mundo a la caída del muro de Berlín.

Es cierto que la felicidad puede estar hecha de pequeñas cosas, también de grandes cosas que no siempre son materiales y que además necesitan de un esfuerzo que proporciona un plus a la felicidad, incluso pudieras decir que a veces la felicidad no está en alcanzar un objetivo determinado, sino que está en el camino de la realización por alcanzar esa meta. Es difícil poder educar a nuestros jóvenes en otros valores, nosotros mismos somos parte, protagonistas y cómplices de una sociedad idiotizada. El placer y la felicidad son tan necesarios como el aire, pero confundirlos es un error que nos gusta cometer sin avergonzarnos, es más cómodo el placer de aparentar que somos felices a intentarlo de otra manera, no importa que esa felicidad a veces degenere en tiranía.