No sé qué pasa en España que se quiere tantos a los muertos, a veces parece que más que a los vivos. Posiblemente el origen sea la mezcla de culturas donde sobrevive cierto primitivismo ancestral y, no es causa menor, el peso como una losa que el catolicismo tan relacionado con el juicio de la muerte impuso a todo. En el mosaico de culturas hasta la más festiva tiene ese lazo negro más o menos evidente que la ata al más allá con el más acá. La literatura, la música, los bailes, las fiestas tradicionales conllevan un rico contrapunteo con la muerte. Incluso el negro tan predominante en la ropa que vestimos podría ser un vestigio de esta relación, a una amiga diseñadora le producía escozor en los ojos y no entendía que no le pusieran color a la forma de vestir, evidentemente eso como muchas cosas ha cambiado con el paso de las generaciones. Sin embargo cuando uno “cava” en el alma española, perdón por la palabra, siente esa presencia transparente de la muerte, sobre todo en algunas de las culturas del norte condicionadas por el clima y los ancestros celtíberos, o por los gitanos en el sur, donde a pesar de la luz y el buen clima se nota la relación con la “otra vida”, y la alegría a veces exagerada parece la negación de la misma. El carpe diem en definitiva no es otra cosa que miedo a la muerte.
A esta profunda connivencia con el pasado se suma la presencia de los muertos de la Guerra Civil de ambos bandos, pero sobre todo las víctimas de la dictadura o, para decirlo más claro, las del dictador, ya que las dictaduras son sistemas en los que la complicidad nos hace víctimas a todos del dictador. Eso es algo que generalmente no mencionamos para no sentirnos aludidos por complicidad activa o pasiva. Por eso siempre dirigimos la mirada al dictador del que hemos sido víctimas y no al sistema en el que fuimos cómplices y por lo tanto de alguna manera los que sujetamos la soga del ahorcado. Claro, eso es lo que nadie quiere decir. Es un problema complejo que a veces se quiere resolver con simplicidades y la peor de las simplicidades es usar la misma fórmula que usan las dictaduras, dividir a la sociedad en víctimas y culpables en vez de analizarla. Ningún sistema puede sobrevivir sin la connivencia obligada, permisiva o tácita de los otros, es decir de todos. La única manera de salir de ese atasco moral es el análisis de la memoria con un juicio crítico, ya que no hay nada que pueda restituir a los muertos. No es borrando el pasado como se restañan las heridas sino el juicio moral. Y en estos tiempos donde la moralidad es tan escasa puede ser una quimera. La responsabilidad mayor de un Gobierno y de los políticos es educar para que no vuelvan los fantasmas, y eso tiene que ver con la forma en que se recuerda, en España esa forma de recordar está lastrada por la sobrevivencia de los muertos y el dolor.
La ley de la memoria histórica resuelta por José Rodríguez Zapatero, el presidente que siempre sonreía, fue el detonante que necesitaba la sociedad española para revivir aquello que había logrado sofocar la transición, la pólvora de la Guerra Civil, amparándose supuestamente en el espíritu de convivencia que dio lugar a la democracia. La fundamentación de dicha ley si se lee bien es un disparate político, moralmente justo, es cierto, pero todos sabemos que la política no se rige ni por la justicia ni por la moral, ya quisiéramos, sino por la oportunidad que es la parte noble de lo que hoy día se ha convertido en su adverso el oportunismo. El oportunismo, esa lacra que soporta tanto a la derecha como a la izquierda, se ha convertido en el único recurso de la falta de inteligencia de los políticos para crear oportunidades políticas, como sí sucedió en la transición española tan denostada por quienes hoy hacen el populismo con cataratas de lazos de colores, selfies, hashtag, fakenews, deepnews, que suplen la elaboración de ideas con mensajes para seducir más que para convencer, dirigidos fundamentalmente a correligionarios en vez de a la sociedad.
Ni siquiera ahora el renacimiento de la imagen del dictador Franco en las noticias y los discursos está dando lugar a un juicio crítico, a pesar de que este renacimiento está produciendo un rebrote de la extrema derecha española. El fundamento del Gobierno y sus aliados es sacar los restos del Valle de los Caídos porque la democracia no se puede permitir el homenaje al dictador, cuando en realidad la democracia no es quien hace el homenaje, sino que lo tolera, en este caso pasivamente. Ese monumento no fue erigido por la democracia. Si fuéramos a destruir todos los vestigios de crímenes la humanidad tendría que empezar de cero, me alegro que en Madrid no haya una torre Trajano como la de Roma en el tributo que hizo de sí mismo el emperador. España se quedaría sin muchos de sus monumentos desde la perspectiva de las víctimas cubanas y latinoamericanas de la colonización. La izquierda en general no rebate el discurso de la derecha dentro de la cual se va definiendo cada vez con mayor claridad la extrema derecha, sino que se limita a idealizar su propio discurso social y sentimental con fines partidistas. El Gobierno que debería actuar más como representación de todos los españoles, podría haber pensado mejor que cuando uno quita una cosa de un lugar tiene que poner esa cosa en otro lugar y que en ese lugar tiene que ser posible ponerla. No se puede improvisar sobre la base de que algo es justo porque deja de ser política para convertirse en politiquería. Un Gobierno serio del partido que sea no puede malvivir en la improvisación como si estuviera en permanente campaña electoral.
Hoy que Franco está resucitando, los verdaderos problemas del país y de la gente han quedado en una urna a la espera de que el Gobierno se ocupe. Una sola, por ejemplo: ¿Es más importante para el país El Valle de los Caídos o la crítica y derogación de la “ley mordaza” contra las libertades que implantó la derecha? Los políticos que se mueven bajo la constante estimulación sensorial deberían usar más la cabeza. Desde hace mucho Bram Stoker nos enseñó que a ciertos muertos no se les debe tocar después que han sido enterrados porque pueden volver a la vida. En España yo lo aprendí durante una cata de vinos con amigos. Se me ocurrió llevar una botella envuelta como era costumbre para conocer su origen y nombre mediante sus atributos que íbamos catando, hasta que llegó el momento final y descubrí la “botella franquista”. El vino sabía muy bien pero la etiqueta mostraba la cabeza sonriente del dictador. Esto puede leerse como una parábola. La broma me costó la amistad y la cata porque lo consideraron irrespetuoso con los muertos de la izquierda. Es difícil en este país separar a los muertos de la vida. Espero que en Cuba no suceda lo mismo con Fidel Castro que muere dentro de una roca en el camino, que se quede ahí para siempre aunque haya elegido pretensiosamente ser recordado junto a la tumba de José Martí, el cubano que todavía une a los cubanos.
Parodiando a la izquierda sobre sus líderes fallecidos, diríamos sin miedo a equivocarnos que hoy Franco vive y está más presente que nunca, gracias a la izquierda. Después que vuelva a morir habrá que volver a enterrarlo, pero no podemos deducir cuándo podrá ser, quizás pasen unos años hasta que podamos verlo descender de los hombros de la extrema derecha que viene. Una de las mayores responsabilidades de los políticos que gobiernan es impedir que la sociedad se divida en culpables e inocentes, victimarios y víctimas, vencedores y vencidos porque hay un odio larvado en la mala memoria que se mueve desde las catacumbas, un deseo de sangre que late por los muertos entre los vivos.