El contexto noticioso cubano es como un hormiguero, nunca pasa nada y parece que pasaran muchas cosas, todo es tan pequeñito que cualquier nimiedad es noticia en los medios del exilio y las redes, estas últimas se han convertido en la correa de transmisión de lo que en la isla se llamaba el “chisme”, que es el mecanismo mediante el cual la “bola” rodaba de boca en boca y hoy sucede de pantalla a pantalla de ordenador o teléfono. Me atrevería a decir que a pesar de la carencia de información que padecen en la isla, a eso dedican casi todos los datos de los dispositivos. De todas maneras estos medios informales son la única manera que tenemos los cubanos de acercarnos a la realidad cubana con un poco de realismo y de detalle, ya que los medios oficiales son escasos y repiten un patrón que no sólo refleja la irrealidad del país, sino que también bajo la censura y la manipulación generan un oficio mediocre. De modo que la prensa oficial cubana, además de no enunciar la realidad adecuadamente, la escribe mal, obligándonos a descifrar los designios del cielo. Todo lo contrario de la prensa que podemos leer en el exilio o la prensa disidente y opositora que escribe desde dentro de la isla, a pesar de que a veces lo noticioso no pasa de ser eventos que en una situación de normalidad ningún medio que no fuera local le daría espacio, así como tampoco se lo daría a demasiados puntos de vista con demasiado color.
Tal relación de la realidad con los medios y los lectores genera a veces un pandemonio, es el caso de la más reciente noticia sobre un grupo que se autoproclama opositor y reivindica en sus cuentas de Instagram y Facebook estar manchando con pintura roja una parte de la iconografía martiana, aquellos bustos que se hallan en lugares públicos, defectuosos y sin relieves, pintados y repintados de blanco, claro, la pureza, como si la cabeza de Sicre hubiera sido manoseada con malsanas intenciones. En nuestros días ya casi nada puede dejar de ser de dominio público, así que la prensa oficialista se ha visto obligada a hacerse eco de Clandestinos, ese es el nombre del grupo en alusión a una película también oficialista sobre jóvenes guerrilleros urbanos que lucharon en la clandestinidad contra el gobierno de Fulgencio Batista. Incluso la Fiscal General ha advertido en su cuenta de Twitter sobre las penas que le pueden caer a los Clandestinos solamente por difamación, denigración o menosprecio a los héroes y mártires de la Patria, sin contar lo que podrían sumar por otras figuras jurídicas que no menciona. Cuba es uno de esos pocos países que cuenta con figuras jurídicas y condenas que nada pueden ser justificadas con la razón de amordazar y reprimir. Suponemos que en estos momentos se esté produciendo la cacería de Clandestinos dentro de la isla, de una forma diferente a cómo también la vemos entre eso que genéricamente llamamos el exilio actual. Lamentablemente las opiniones de uno y otro lado a veces coinciden como los líquidos en los vasos comunicantes.
Lo que más llama la atención de este supuesto grupo contestatario no es que firmen con una rúbrica de su cuenta de Instagram centrada en cada foto como un pedestre producto de publicidad, ni que empleados representativos del régimen hayan aparecido con sus mangueras ideológicas y jurídicas a borrar la pintura y amenazar a los “pintores”, tampoco que hayan elegido como blanco a este inofensivo comando cuando en Cuba existen grupos opositores y medios de prensa con una merecida y tradicional relevancia opositora política e informativa. Lo más significativo, por lo menos para mí, es que desde fuera de la isla se haya empezado a perseguir a estos opositores casi con más diligencia porque disponen de más medios que las autoridades cubanas. Está bien que los cubanos podamos padecer un poco de paranoia, totalmente justificada por el modo en que nos hemos visto obligados a vivir ocultando sentimientos, opiniones, deseos y hasta el propio cuerpo para no ser castigados, pero los peor es que esa paranoia generada por el poder que se ocupó de anular metódicamente la individualidad a favor del colectivismo, se transforma en masoquismo por sentir agredido el seno de la patria sin que podamos darnos cuenta que la patria está identificada con el poder que nos ha castigado. De otra manera, tú me reprimes y me persigues con sadismo, mientras yo busco en ti, que representas la patria, el refugio que me has quitado, es lo que de otra manera Bertrand Russell llamaba la relación simbiótica. Fuera de Cuba, después de haber sido obligados a huir, una parte de los cubanos se han sentido heridos en sus sentimientos de amor a la patria representada por quienes le han condenado, no importa que para consuelo racionalicen lo contrario.
Parece que no ha pasado el tiempo, los cubanos, muchos de ellos, no importa que se hubieran movido de lugar porque al moverse se han llevado bajo los pies el polvo de la isla y no se lo han sacudido, como podría decir el propio José Martí. Así piensan, actúan y viven como si tan solo les hubieran cambiado el decorado. En los años 80 en que irrumpió una generación de artistas plásticos con inquietudes temáticas y estilísticas inéditas en el panorama visual e ideológico cubano, uno de los problemas que tuvieron que enfrentar fue la intransigencia de sectores del poder político, pero también de la población, por la manera en que proponían una desacralización de la simbología patriótica-revolucionaria. De hecho dicha desacralización de los símbolos, con mayor o menor éxito y con mejor o peor factura, ha conservado su tendencia en la plástica pero también en la literatura. En aquel momento el problema no pudo ser resuelto y el ministro de cultura, Armando Hart, tuvo la difícil tarea de mediar en un conflicto en el que estaba en juego la libertad de expresión de los artistas frente a la libertad de condena del poder político, y se tomó la decisión salomónica de seleccionar los espacios de las obras polémicas para evitar la confrontación que ponía en riesgo el desarrollo de un proceso de apertura y tolerancia que finalmente fue interrumpido por razones que no vienen al caso explicar aquí.
Desde entonces no recuerdo que se hubiera vuelto a producir una confrontación por el uso de los símbolos patrios, ni que hubiera coincidido en su juicio ideológico el exilio con el Gobierno cubano. ¿Qué puede estar detrás de la acción de Clandestinos que eligen tan erráticamente su simbólica identidad para enfrentarse atacando el mayor de los símbolos patrios?, ¿por qué han elegido a José Martí que suele ser considerado sin mucha credibilidad el autor intelectual de la obra del régimen, y no a Fidel Castro que es el autor material de la deriva de las ideas del primero?, ¿qué razón puede llevar a que un sector del exilio alce su voz contra este grupo de provocación política con los mismos argumentos que el Gobierno? Las coincidencias, y más cuando son de tipo político, hay que mirarlas con lupa.
Por una parte llama la atención la trascendencia de unos actos que en todo caso en cualquier país que no esté en una crisis de identidad son puro vandalismo del mobiliario urbano o rural, como consecuencia así serían tratados por los poderes represivos y judiciales con las sanciones al uso de la legislación. Siempre y cuando los hechos se tomen como lo que son realmente: unos objetos de yeso destruidos o malogrados que forman parte del patrimonio físico. Sin embargo, pareciera que esos objetos por su simbología encarnan un valor no material al que realmente nadie ha puesto en valor, comparable al de las piezas religiosas que hallamos en las iglesias, sólo que las mismas están allí por su simbología pero también por un alto valor estético, monetario y patrimonial. ¿Qué valor tienen realmente los símbolos patrios? ¿Quién les pone el valor y los tasa en comparación con qué otro valor o patrón de valor? ¿El valor es individual o colectivo y es diferente para cada uno o igual para todos? En definitiva, ¿qué es la patria y quién dice que tenga que ser así? Son algunas preguntas que nos debiéramos hacer antes de dejarnos arrastrar por opiniones creadas y el sentimentalismo. Seguramente nadie podrá decir que Clandestinos está destruyendo un valor intangible como son los valores culturales, ya que el significado de la obra literaria, ideológica y política de José Martí contenida en su obra y su acción están más allá que la simple representación simbólica y por ello fuera de peligro. Tampoco es una difamación de la personalidad y la obra del sujeto porque la acción de los Clandestinos es tan simbólica como son las cabezas de Martí o cualquier otra iconografía. ¿Entonces qué es lo que se está condenando? Lo que se condena es la agresión al objeto que representa el sujeto en el que nos vemos refractado y con ello se cuestiona la creencia de nosotros mismos, de modo que el simbolismo de la acción de Clandestinos pone en duda nuestra propia existencia como cubanos. No es a Martí a quien se cuestiona, sino la relación que durante generaciones los cubanos han tenido con un símbolo en el que nosotros nos hemos visto representados como conjunto de ciudadanos de un país. Eso solo puede ser condenable en un país con una crisis de identidad, Cuba no es el único que la padece actualmente, y con un grave problema de respeto a la libertad de opinión.
Es necesario pensar que los símbolos son construcciones ideológicas y como todo símbolo es una convención, así Martí puede que represente lo mismo para todos los cubanos, pero no es indudable, ya que como ninguna tendencia semiótica contradice los símbolos son afectados por el uso, por el tiempo, por el contexto, por la lectura, por la interpretación individual y por otras variables, además, también se vacían de significado o contenido. Si aceptamos esta conjetura de la semiología podemos decir que Martí no es de todos aunque en la representación que nos hacemos los cubanos sea como la imagen intocable y perfecta de un santo, que está en todas partes y en cada uno como la medida de todas las cosas. No sólo no es todos, sino que tampoco es el mismo ni será igual en cada época, ni todos lo queremos por igual, ni en su totalidad. Posiblemente muchos de quienes condenan la “profanación” del símbolo nunca habrán leído de Martí otra cosa que los “Zapaticos de rosa” y la selección de sus textos usados en la propaganda política de la dictadura cubana de la Revolución. Si lo que decimos fuera cierto, podemos sospechar entonces que la imagen refractada de la obra y la vida de Martí que recibimos a través del objeto martiano no es su imagen real, sino la imagen que se ha construido para nosotros, y nosotros que nos reconocemos en ella no somos más que un ectoplasma o una farsa aunque nos empeñemos en creernos cubanísimos.
Además de la evidencia de nuestro propio error de existencia en el supuesto de que nos creemos ser algo que no es del todo cierto, este affair pone de manifiesto una crisis de identidad que antes no había podido verse por la presencia del discurso monolítico del poder político sostenido por una inteligencia y una política cultural que han caído en la indigencia. Dicha crisis se acentúa porque la primera gran obra del régimen cubano es haber creado un exilio a su imagen y semejanza, o lo que es lo mismo, otra identidad. Este exilio se cuestiona la eficiencia del régimen, incluso su valía y autenticidad, pero sin embargo es rehén de la autoría de una identidad que ha creado la Revolución orientada a la justificación de su existencia. Esta identidad, que nadie pone en duda, gira en torno, precisamente de la figura de José Martí, el Apóstol, el Héroe Nacional, el Santo, con el perfil que mejor le convenía a los ideólogos del régimen y que todos hemos aceptado a pesar de que es una imagen incompleta y adaptada al relato que la dictadura ha hecho de sí misma. Si el exilio llegó a ser el reservorio de costumbres, comidas, hábitos, relatos y valores de la cultura y la historia hasta la declinación generacional del exilio político por origen, naturaleza y cometido, el exilio que conformó el Gobierno con la ley migratoria dejó de ser selectivo y se convirtió en una imagen de servidumbre de la sociedad con la cual el régimen alargaba sus riendas, no sólo a través del vínculo de valor económico que se trasluce en la pertenencia al país por obligaciones contractuales: pasaportes, remesas, repatriaciones, sino también, y no menos importante para el régimen, mediante la relación de identidad.
El exilio que hemos conocido como histórico tenía un consolidado componente político, se trataba de personas que tenían algo que perder, ya fuera medios económicos, prestigio, representación, creencias o simplemente un modo de vida que no por carecer de riqueza estaban dispuestos a perder con lo que se decía podía llegar y decidieron irse del país. Esos que lo perdieron todo crearon un museo vivo con las cosas que dentro la isla se perderían rápidamente, buena parte de lo que conocemos hoy de costumbres, ideas culinarias, hechos y obras del pasado cubano se conservan gracias al esfuerzo de ese exilio por vivir fuera de la isla como cubanos. A ellos les debemos la conservación de verdaderos tesoros culturales cubanos en bibliotecas, por ejemplo. La actitud de esos cubanos, de una generosidad que la Cuba futura tendrá que agradecerles, es muy diferente del nuevo exilio creado por el Gobierno cubano con la nueva ley migratoria que autorizaba a salir del país bajo determinadas condiciones, este exilio, más heterogéneo en cuanto estructura, composición, motivaciones, intereses y objetivos, no se configura desde la pérdida, sino por la ganancia. A los primeros les quitaron el país y vivieron fuera con la idea de que la identidad era el único refugio para conservar a través de la memoria lo que habían perdido, es parte de la filosofía de los guetos, mientras que los segundos son autorizados a conservar el país siempre que cumplan determinadas condiciones. No queda más remedio que pensar que estos últimos, aunque se creen y parecen libres, y lo son materialmente, son prisioneros de una política que los ha hecho a su medida.
Al hilo del discurso de La Boétie, la servidumbre tiene muchos caminos y muchos rostros. Estos dos tipos de exilios que se han producido en los últimos 61 años condicionan la actitud de los individuos y su relación con el poder. La identidad es el leitmotiv que une al exilio con la tierra firme, es lógico y no hay nada de extraño en esto si no fuera porque el régimen hace un uso interesado que le permite ejercer un control sobre la manera en que ese exilio se relaciona con el país. La identidad es el principal constructo de la Revolución cubana elaborado para dar sentido a todas las políticas que deshicieron lo que había, para rehacerlo a través de una identidad que tuvieron que redefinir según sus objetivos, y es también la base de una reelaboración de la patria y la nación según un discurso ideológico-político que se impuso sobre otras formas de comprender la patria y al que José Martí no sobrevivió. Es el punto fuerte sobre el que descansan las líneas maestras de un edificio que sin quererlo hasta los más acérrimos enemigos ayudan a sostener –no hace falta verse obligados a mantener distancia de la oposición clara y enérgica al régimen, ni apoyar, justificar o defenderlo aunque fuera vergonzosamente–, ya que es suficiente con ser rehenes del discurso de la identidad que el régimen se esmera en fortalecer y propagar.
Las opiniones que está generando el grupo Clandestinos son del tipo que el Gobierno necesita para fortalecer una posición de mancomunidad que le garantice cumplir con los objetivos de confluencia con el exilio en la próxima reunión de abril. Dicha reunión deberá garantizar una alianza destinada a consolidar el papel de contribución con la economía cubana y de extensión de la isla ideológica que el exilio llena en la suela de sus zapatos y no puede desempolvarse en el camino de generar otra isla. Es paradójica la colonización ideológica que padece una parte de ese exilio, y sin embargo es razonable si miramos hacia atrás la sistemática modelación de la mentalidad del cubano a golpe de exaltación de una cubanía que a veces nos ha hecho parecer elegidos para la gloria. No es casual que un segmento del exilio coincida con el Gobierno cubano en convertir en noticia a ese grupo clandestino que no hace daño al poder, pero sí fortalece la comunión de los patriotas en torno a una identidad, la identidad que nos ha sido dada por 61 años de adoctrinamiento y amancebamiento. Martí los une, incluso a quienes están en contra del Gobierno, no importa que sea un apóstol incompleto. Si a Clandestinos sumamos la campaña por el No ayuda a las familias, parecen escenas de un guionista diabólico actuadas por marionetas. Todos tirando del carro hacia donde dice el Gobierno.
Hace unos veinte años, en la tertulia que Víctor Batista y Marta Frayde organizaban en el Café Central de Madrid, polemicé con un conocido líder de opinión en el exilio sobre el papel de la imagen de Martí manipulado por el discurso del Gobierno cubano, hoy me reafirmo en la idea de entonces: los cubanos necesitan de Martí porque si no lo tuvieran se agarrarían de otro al que santificarían para poder justificar su existencia. Por eso aunque sea justo es un error la actitud de desacralización de algunos autores, aunque es más atractiva la imagen humana del apóstol como la de todos los apóstoles, lo realmente importante de la desacralización no es si él se duchaba o no con las botas puestas, sino la sacralización del pensamiento y la espiritualidad martianas que el poder político ha convertido en la medida de todas las cosas, acorde con sus intereses y necesidades. No es a Martí hombre a quien hay que desacralizar por un interés faciloide de atraer lectores, sino el conjunto de sus ideas y sentimientos cortados, administrados y suministrados como recetas para prevenir o curar enfermedades sociales, políticas e ideológicas en el gran hospital de la Revolución, al margen de la complejidad y las contradicciones de su espiritualidad y sus ideas. Ese es el hombre que debería interesar a los sacrílegos y ahí radica la verdadera trascendencia de José Martí de frente a las generaciones que tendrán que tenerlo en cuenta para enfrentar su monoteísmo ideológico implantado por la política educacional y cultural de la cual una gran mayoría es víctima.
Las acciones de ese grupo que se hace llamar Clandestinos son sobre todo de mal gusto, no son de tipo artístico ni con esa intención y puede que no sea más que una fanfarronada, pero no deja de ser también una protesta contra una de las bases ideológicas de la dictadura de la Revolución, de modo que así deberían leerse a pesar de que lastime la imagen simbólica de lo que los cubanos erróneamente creemos o queremos ser. Las críticas respaldadas por el mismo criterio de las autoridades lo que realmente pone de manifiesto es el pensamiento intransigente y dogmático que ha moldeado la sicología social del cubano, que tiene su razón práctica en la falta de libertad de expresión. Es cierto que gran parte del exilio actual no salió de Cuba por este motivo, sino para vivir mejor, nada más razonable, aunque adopte posiciones y poses libertarias que quizás serían de otro tipo si en la isla hubieran podido tener una vida materialmente más holgada. Ahora bien, atacar a un grupo que desafía al poder omnipotente y omnisciente del Gobierno con lo que puede, posiblemente erráticamente, es injusto, equivocado y, además, convierte a quienes lo hacen en cómplices inconscientes de la represión. A veces, como solía decirse allá para ilustrar una acción contraproducente, “no sabemos si trabajamos para el inglés”, y la fina frontera que los cubanos ocupamos entre el patrioterismo y el patriotismo la cruzamos con alegre y desafortunada facilidad, como somos. No se pueden tener objeciones libres desde fuera si no dejamos de mirar detrás de la cerca.