Al acabar la final europea de fútbol en Lisboa entre el Real Madrid y el Atlético, después de unos momentos aterradores para mi hijo Lucas en que unos disparos cerca de nosotros generaron una peligrosa estampida, me ocupé en hacerle entender el miedo. Desde entonces, cada vez que era preciso y tenía ocasión, siempre he procurado enseñarle el porqué del miedo, su necesidad y utilidad si se sabe aprovechar en el fortalecimiento de la personalidad y la mejora de la actitud frente a los problemas, de ese modo aprendió a no tenerle miedo al miedo, y en su corta vida ha dado muestras de un gran valor que ha incrementado su autonomía e independencia. No quiere decir que no vaya a tener miedo, sino que lo comprende no importa que el origen sea desconocido. Aprendió a racionalizar el miedo y a medirlo antes de tomar una decisión para superarlo. El miedo que sintió mi hijo es el que nos pone en condiciones para salvar nuestra integridad física y la de los demás, y es valioso porque nos hace ser valientes cuando más necesario es. No es muy diferente de otro tipo de miedo que merece nuestra atención y al cual es necesario leerlo y subrayarlo para evitar que se convierta en un obstáculo en la convivencia social de las democracias, con esa intención he redactado este breve análisis adaptado de un libro en preparación sobre Cuba, en esta ocasión me valgo de una visión de la actualidad de los Estados Unidos desde la perspectiva del miedo que se ha implantado en la lucha política por el poder. Se trata del miedo social, creado mediante la invención del peligro y la manipulación de la realidad para influir en los estados de ánimo, las ideas y sentimientos que soportan a las decisiones políticas de los ciudadanos, este es uno de los temas más relevantes para las ciencias políticas y la filosofía después de aquellos tiempos postmodernos que nos trajo pepitas de oro, pero también muchos lodos sobre los que ya se empieza a reflexionar. Se trata de un miedo que como un guante lo adapta la sociedad a la hora de tratar algunos problemas, que es correspondiente y proporcional al populismo del que la sociedad de los individuos, nosotros, tenemos una enorme responsabilidad en su crecimiento y decrecimiento. El miedo que sintió Lucas con nueve años ante un peligro real e inminente y la racionalización que hizo del mismo puede ser una medida del camino para evitar las consecuencias desproporcionadas que el miedo produce y del cual somos corresponsables.
Una parte significativa de las decisiones políticas y los comportamientos sociales empiezan a estar comprometidos con el miedo que Freud llamó neurótico por no coincidir con el peligro real. Ese miedo, que no se corresponde con la dimensión de una amenaza, después de creado el objeto del miedo, es perjudicial para toda una comunidad que todos los días se une y desune por intereses, sentimientos y creencias conformadores de la sociedad y el sistema político democrático. Es una dinámica desconocida por los sistemas totalitarios donde el miedo es suministrado, administrado y dosificado racionalmente por el discurso como parte de la estrategia de conservación del poder. Cuba es un ejemplo de ello y los cubanos, aún lejos de la isla a la hora de relacionarse o tomar decisiones políticas como la de votar lejos de la matriz, todavía conservan como un reflejo las actitudes de quienes han vivido cerca de un cartel que reza: CUIDADO, HAY PERRO. Y MUERDE. El exilio actual cubano, esa comunidad dispersa y heterogénea, donde conviven disidentes de la isla y del capitalismo, hombres libres unos y apresados otros por su pasado, es un conjunto de paradojas indispensable a la hora examinar el presente y el futuro del país. Por eso en el contexto de un evento como el que vive Estados Unidos, la segunda casa de los cubanos, puede ser interesante ojear ese acontecer y los comportamientos sociales de los mismos a la luz de la crisis de ese país, especialmente a través del miedo, uno de los sentimientos límites entre la cordura y el delirio que los cubanos dentro de la isla han normalizado en la vida cotidiana.
Este miedo del que participan todos los ciudadanos tiene dos caras como Jano, aquel que tiene su origen en un conflicto no resuelto por el sujeto y que un objeto de miedo puede revelarlo o sacarlo afuera mediante un determinado estímulo, por ejemplo, cuando ese sujeto ha sido castigado por expresarse y el discurso de una corriente política de determinada ideología asociada con sus verdugos le hace sentir y creer que es una amenaza para su libertad. No importa que el ordenamiento social y jurídico lo impida, el objeto de miedo tiene tanta gravedad que le impide apartarlo y ver la realidad sin tenerlo delante de sus ojos, deformando la visión y su capacidad para racionalizar el sentimiento. La otra forma del miedo es aquella en la que éste es aprendido y como tal se produce fundamentalmente a nivel del lenguaje y la memoria de los otros hasta que llega a ser interiorizado como un objeto nuestro cargado con todas las connotaciones que nos puede hacer adoptar actitudes de defensa contra el mismo. En ambos procesos es necesaria la existencia de una serie de datos preexistentes al objeto de miedo, ya sean aislados de la propia experiencia o la experiencia de otros, y pueden estar organizados u organizarse como una ideología personal, de un grupo exógeno o del propio. En ocasiones ambos miedos, el basado en una experiencia conflictiva no resuelta y el que está integrado en nuestro aprendizaje social coexisten e incluso coinciden en los individuos. Muchas de esas personas son aquellas que sin control van de un extremo al otro de su miedo, después de haber mantenido una creencia dentro de un grupo social y pasarse a otro adoptan sentimientos y posturas radicales de odio, desprecio y venganza inusitados y desconocidos hacia aquello mismo en lo que creyeron. Además de ser una forma de ser aceptados por el grupo adonde han ido es un proceso de castigo hacia ellos mismos con el cual esperan perdonarse y ser perdonados que puede alcanzar una crueldad enfermiza.
La relación entre el objeto de miedo y el sujeto puede alcanzar una perfección lógica tan racional que cualquier intento por modificarla necesitaría de un esfuerzo monumental de la propia persona, ya que desde fuera es imposible hacerlo sin la participación del afectado, quien difícilmente podrá variar la situación de dependencia al objeto de miedo sin una profunda reflexión y control de sus emociones. Si a ese proceso de elaboración del miedo se suma la lógica identitaria que puede servir de refuerzo a su miedo, entonces puede que su miedo, invisibilizado, convierta a ese individuo en un represor de la lógica de aquellos a los que teme por su miedo. Del grado de invisibilización al que logre situar el miedo depende si podrá llegar a ser un héroe, un mártir o un terrorista, después que haya alcanzado el reforzamiento de sus convicciones en el respaldo de otros. Detrás de las actitudes extremistas de los conversos se halla este fenómeno, encubierto por una actividad frenética en mostrar su nueva identidad que le impide ver el pasado de sí mismo, como un pintor que frente a una pared lucha por tapar con otro color el que había dado antes. La vida política y social está llena de estos casos que habiéndose educado los sujetos en determinadas creencias son incapaces de comprender la paridad de las suyas con las de los otros y que el cambio de ideas debiera ser totalmente natural acorde al contexto y las necesidades grupales, al contrario de los valores morales que son comunes, transversales y estables dentro de un marco cultural, social y sincrónico. Un hombre puede creer o no en Dios, pero no debiera ser un problema para él que otro pensara distinto, aún menos actuar contra la persona para hacer prevalecer su creencia sobre la otra. Es totalmente comprensible que alguien habiendo creído haya abandonado la creencia o viceversa, sin embargo en el contexto de las creencias religiosas es mucho más tolerable que alguien cambie a que lo haga respecto a la ideología política.
En una sociedad donde se entrecruzan los discursos de miedo constantemente no es difícil que tropecemos con estos y que alguno tome relevancia para nosotros al coincidir con la base de datos preexistente en nuestra memoria y aprendizaje transformándose en un objeto de miedo para nosotros. Muchos de esos discursos no son específicamente de miedo, sino de felicidad y bienestar como los de estética, dietas y salud que invaden nuestro espacio enfrentándonos a nuestro propio cuerpo a pesar de que cambiarlo pueda ser un sacrificio inútil, inmerecido e innecesario. Entonces nuestro cuerpo es quien se convierte en el enemigo al que tememos y contra el cual luchamos, en lugar de ideas o personas cuando la supuesta amenaza viene en discurso político. La sociedad continuamente nos está enseñando a temer a algo porque es una de las formas de asegurarse la complicidad nuestra que es una pieza fundamental de las propiedades identitarias de los grupos sociales y el sistema en general. La forma más rápida para conseguirlo es creando etiquetas ideológicas, políticas, étnicas, etc; que obedecen a la hiperbolización de ciertos rasgos aislados de los contextos sociales, por ejemplo, llamar fascistas a quienes desde la derecha política se muestran contrarios y equidistantes de la derecha tradicional como sucede en Europa con algunos partidos, o llamar comunistas a quienes sólo son parte de la izquierda no convencional dentro o fuera del partido demócrata en Estados Unidos, en todo caso está por ver si fascistas y comunistas actuales son los mismos que los que hemos conocido o si serán capaces de revertir la democracia o si las normas de la democracia se los permitirá. En estas situaciones lo aprendido culturalmente se impone a nuestra voluntad y conciencia, convirtiendo en un objeto de miedo a todo aquel que asociemos al fascismo y el comunismo. Son innumerables los ejemplos en los que las sociedades crean objetos miedo, pero ese miedo no tendría consecuencias negativas si no estuviera entre nosotros quienes se someten al mismo y además se convierten en sus diseminadores.
El miedo es capaz de convertirnos en autómatas a expensas de otros que no tienen que ser necesariamente los políticos, ellos y nosotros participamos de un juego de emisión, recepción y reproducción del miedo después que ha sido creado, también aquel que sentado a nuestro lado en el tren reenvía una noticia falsa o improbable que afecta nuestra seguridad o la de aquellas cosas que amamos y en las cuales creemos. El miedo siempre tiene una legión de individuos y grupos disponibles para trabajar a favor del miedo. Este existe por nosotros y para nosotros que nos hemos convertido en un instrumento peligroso al servicio del miedo y de la convivencia con aquellos que creemos equivocados en otro grupo social, a veces donde antes hemos estado. Sin nuestra disponibilidad difícilmente el populismo podría progresar a través del camino del miedo entre las múltiples vías que este tiene para que el poder y los ciudadanos se sirvan mutuamente. Las redes sociales se han convertido en la red neuronal de miedo favoreciendo una relación social con el miedo que ha dejado de ser individual para ser colectiva, en el sentido que le dio McDougall como número de personas que adquieren una voluntad colectiva cuando logran identificarse con una imagen, una idea o un líder que las representa y a través del cual canalizan su frustración o su estima, en ese sentido es que he hablado de la colectivización en otro lugar. Se trata de la configuración de una conciencia colectiva o una forma particular de la misma en que los individuos se interpretan a sí mismos a través de todos hasta perder parte de la voluntad individual individualizando la voluntad común. Ello es lo que propicia la creación de una relación de súbditos que adquieren los individuos, los grupos y las masas con las ideas, los partidos y sus líderes tanto en las dictaduras como en las democracias. Al mismo tiempo que las redes sociales y otros medios estandarizan la información, ésta amplía su alcance y estrecha el círculo entre quienes son afectados por el sentimiento de miedo, creando una cercanía nueva de cierto primitivismo en el que imperan las emociones y los sentimientos más primarios que el hombre había perdido con el desarrollo de la humanidad. Cuanto mayor es el alcance, mayor es el grupo de identificados con el miedo y su contagio. Es una relación paradójica, cuanta más información tiene la gente más cerca se está del miedo y cuanta más comunicación menos racionalidad para tratarlo, así las redes sociales contribuyen no sólo a la expansión del miedo, sino también a la configuración de una mentalidad colectiva que huye del miedo acercándose a personas, ideas y explicaciones con las cuales halla refugio aunque sea temporal.
En las escuelas deberían enseñar a racionalizar el miedo en lugar de asignaturas absolutamente inútiles de un sistema educativo cada vez más obsoleto, así quizás el miedo no se habría convertido en un recurso de los políticos para ganar adeptos y adictos, gente temerosa que es capaz de someterse, justificar su sometimiento a determinados discursos políticos y convertirse en propagadores de la gasolina del miedo en la cercanía gregaria que favorecen las redes sociales. Al contrario de lo que se ha pensado, el desarrollo de la cultura y los medios desde que la humanidad abandonó la oscuridad de la Edad Media no ha impedido la pervivencia reprimida de la parte más primitiva de los hombres, y tampoco disminuye el contagio social de la parte más irracional a través de las redes sociales donde impera la lógica de la estimulación de los sentidos, las emociones y los sentimientos en detrimento de la razón. Por otro lado, la cultura impartida en los centros educativos y la información se ha vuelto cada vez más ideológica, contribuyendo a crear las condiciones para formar individuos menos libres, atados a sesgos que el miedo contribuye a fortalecer, favoreciendo la formación de individuos que usan su racionalidad para ratificar las creencias que se asentaron en ellos mediante la cultura, la educación y la identificación social. La aparición de las redes ha devuelto la cercanía y la homogeneización tribal de donde nos habíamos alejado diferenciándonos en el proceso de heterogeneidad, especialización y estratificación social. Esta nueva dinámica crea las condiciones para la creación del miedo y su transmisión tanto a favor de los políticos de izquierda como los de derecha, igual en las democracias que en las dictaduras, sólo que en las dictaduras el miedo es algo con lo que se vive a diario y es celular, convirtiéndose en un factor fundamental de modelación de conductas e ideas de la sociedad, incluso como en la cubana creyendo que no se tiene, mientras el valor es una categoría política trasladada a la vida cotidiana y al lenguaje como un significante de los genitales masculinos, el coraje es masculino. Y en las democracias el miedo surge eventualmente en periodos en los cuales los políticos necesitan del apoyo a su partido o a sus propuestas.
El miedo nunca había sido un argumento de tanto protagonismo en el discurso político, ni siquiera durante la Segunda Guerra Mundial donde el peligro era tan objetivo como su correlato del miedo para los países implicados. Si se vuelven a leer los mensajes de los gobiernos finlandés y polaco cuando se defendían de invasores soviéticos y nazis o el de los ingleses amenazados por Hitler, por solo citar estos ejemplos al inicio de la guerra, el miedo no era una apelación motivacional para la movilización. Se estimulaba el valor y el honor como los generales romanos a sus huestes. El miedo ha sido fundamentalmente una invención oportunista de los políticos, cuando han perdido poder frente a autonomía que las masas han ido adquiriendo con las nuevas tecnologías y se ha dividido la sociedad en segmentos de opinión, alimentados por el descubrimiento de nuevas desigualdades y microideologías que antes no tuvieron los movimientos de contestación. No es la primera vez que los Estados Unidos enfrentan a problemas parecidos, el estratega de la campaña de Nixon, el republicano Kevin Phillips, en sus trabajos sobre la historia política de ese país hace notar que los antagonismos étnicos, raciales y regionales han sido nudos de la política nacional desde los orígenes. Es notable, en plena lucha por los derechos civiles, durante el surgimiento de la nueva izquierda que hoy ha convertido las universidades en centros de ideología, que el demócrata por Alabama, George Wallace, se enfrentara a Kennedy y la ley para desobedecer la orden contra la segregación racial en la universidad, perdiendo más tarde la movilidad por los tres disparos hechos por un joven de 20 años en un atentado político. Posiblemente Wallace sea el antecedente original del populismo de la derecha actual, ya que logró articular los problemas y las necesidades identitarias populares la derecha que hoy respalda la gobernación de Trump, del mismo modo podemos decir que el populismo de izquierda tiene sus precedentes en los movimientos de reivindicación de igualdades y derechos, contra la guerra y de solidaridad en plena Guerra Fría, en una dirección más acentuada de ideológica política que los mismos movimientos europeos de la época. Ni los “chalecos amarillos” ni Marine Le Pen en Francia, ni Podemos ni Vox en España, por ejemplo, son un peligro para las democracias de estos países, como no lo es ni el supremacismo blanco o negro ni el izquierdismo racial de moda en los Estados Unidos, ni el presidente Trump ni el candidato Biden, ni lo fue el senador Sanders. El verdadero peligro de las democracias está en debilitar sus instituciones como puede apreciarse en la respuesta a las protestas del radicalismo y no fortalecer la adaptación de estas a las nuevas realidades surgidas a raíz de la desaparición de la contingencia de los antiguos bloques ideológicos, uno de los factores que se hallan en el origen de los problemas actuales.
El peligro no viene sólo de la responsabilidad y la capacidad de los candidatos a presidir, sino de su electorado al que los políticos se someten. Al revés de lo que se dice, el populismo es una adaptación del discurso político que hace rehén lo político de las demandas de una parte de la sociedad. En contra de los deseos de quienes temen y difunden el miedo, no son los candidatos el peligro ya sean de izquierda o derecha, sino la ciudadanía y lo que la misma siente o cree como una necesidad que convierte en demanda a quienes la dirigen, en una sociedad que a diferencia de las que existían en épocas anteriores tiene un poder y una influencia sobre la política como nunca lo habíamos presenciado. En tiempos en que la política se ha degradado por la reducción del margen de las decisiones políticas y la influencia de los estados de opinión y de ánimo a través de las redes sociales, el populismo surge como una respuesta política adaptativa y el miedo como el recurso más barato y socorrido para ganar la adhesión social. Además, al contrario de lo que decían los clásicos de la división de clases, la sociedad actual no se divide en dependencia con la relación que tenga con los medios de producción y la riqueza, sino en dependencia de la relación que tenga con los demás y la información con que se relacione, de modo que el populismo no es discurso orientado a un segmento de la sociedad como se ha estudiado, sino a toda la sociedad que haga uso del mismo lenguaje del discurso político. De este modo ese lenguaje se ha convertido en un bien compartido tanto por los políticos como por la sociedad que unos y otros adaptan para demandar, ofrecer y equiparar. La democratización del lenguaje político lo ha convertido en una herramienta que modela la realidad, propiciando su manipulación. La sociedad demanda y el político elabora su respuesta con el mismo lenguaje generando un discurso populista. Es interesante ver cuál ha sido el recorrido político de republicanos y demócratas desde el New Deal que sentó las bases de la sociedad del bienestar para orientarnos en la comprensión de que ni unos son tan malos ni tan buenos y que la historia es también una repetición contextualizada con otro lenguaje.
El miedo es un fantasma que sobrevuela la sociedad política y el populismo su identidad corpórea, hacernos creer que la democracia desarrollada puede destruirse en dependencia del líder que se elija es una metáfora de la baja estima de las democracias, y del deseo de muchos en confiarlas a un hombre fuerte que los proteja de los otros y de aquello a lo que temen. Lamentablemente, la sociedad estadounidense y del mundo está sufriendo una involución desde la racionalidad que consagraron la democracia y el capitalismo, al primitivismo tribal de las creencias y la sugestión como ideología, y el comunitarismo como forma de organización simbólica convirtiendo a la sociedad en una multitud. La clásica diferenciación social estudiada por unos y otros filósofos y científicos sociales como base de la organización racional de la sociedad comienza a difuminarse en la masa freudiana, más humana que la marxista, explicada por el científico como un indeterminado número de individuos vinculados entre sí “como modelo, como objeto, como auxiliar y como enemigo”. El mejor resumen que se puede hacer lo podemos representar gráfica y lingüísticamente en el cartel atemorizante que alguna vez hemos encontrado: CUIDADO, HAY PERRO. Y MUERDE. La sobresaturación del mensaje convierte primero la precaución en peligro, luego en miedo y más tarde en terror, ese es el esquema al que debemos enfrentar nuestra racionalidad para ser verdaderamente libres e independientes de cofradías ideológicas. Puede que Trump no sea el hombre indicado para ponerse al frente de los grandes retos del mundo, ni los de su propio país que exige cambios o sentar las bases para los mismos –no lo ha demostrado durante los cuatro años de presidencia en los que no ha sabido articular el patriotismo populista a los intereses de la sociedad en su conjunto y la necesidad de liderar la partida internacional junto a los aliados–. Tampoco podemos saber si Biden puede ser el hombre adecuado para pacificar y coser, como primera tarea de la próxima presidencia, un país fragmentado por ideologías, microideologías y políticas que estimulan esa división.
No es la primera vez que la sociedad estadounidense sufre el miedo, ya lo hizo con la exclusión durante la peor crisis económica de la historia, la persecución de militantes y simpatizantes comunistas durante el macartismo o la segregación en campos de internamiento de comunidades de origen japonés después de Pearl Harbor, y ha sufrido y aún sufre el miedo a la diferencia racial junto a la ideológica. Sin embargo los Estados Unidos con derecho se ha ganado un lugar que lo convierte en ejemplo de la defensa de la democracia y las libertades, gracias a personas que lucharon contra el miedo que otros crearon abusando de sus libertades dentro del propio sistema. Hoy la sociedad estadounidense es menos uniforme, es lo primero que se constata, pero está por ver si ese es un hecho negativo o positivo en la reconstrucción del equilibrio social necesitado de una contundente respuesta política del poder. No hay duda en que el bipartidismo estadounidense entra en una fase similar a la que dio lugar a los grandes cambios que se han producido en otras democracias como la europea, y su estabilidad dependerá de la fortaleza y flexibilidad de las instituciones para asimilar esos cambios, más la capacidad para reestructurar la representación de la sociedad en el poder político, no del carisma y la credibilidad de sus líderes como a veces traslucen los mensajes del miedo en uno y otro bando. Esa fragmentación social hace suponer un cambio de estructura del sistema –no del sistema como auguran tanto desde la derecha como de la izquierda–, dividida frente a los grandes problemas que produce esa crisis y el futuro. Posiblemente ni Trump, ni Biden sean los candidatos que necesite el país para encabezar esas transformaciones, ni tengan tal vez la visión de futuro suficiente para hacerlo, pero tampoco podemos estar seguros de que en caso de quererlo tendrían la comprensión de los otros poderes y de la sociedad para acometerlos sin ser rechazados. Tanto republicanos como demócratas saben que aunque puedan ser los mejores candidatos, no serían los mejores presidentes. Pero lo que sí podemos estar seguros es que la democracia puede enfermarse, envejecer y exigir cuidados que no dependen de ningún líder, sino de toda la sociedad. No hay ninguna evidencia de que la democracia vaya a implosionar como algunos tendrán en su mente sucedió con la sociedad soviética.
Los cubanos no somos una excepción de esos comportamientos sociales colectivos, pero sí somos un prototipo de ejemplares colectivizados con la omnipresencia del miedo, donde el principio de diferenciación social fue suplantado por el de homogeneización e identificación con el líder, bastante distintos a los colectivizados de otros comunismos porque nos define una historia singular de la formación de la nacionalidad mal contada y de la propia Revolución demasiado larga para un país tan pequeño. Tampoco tenemos el secreto de saber elegir porque como cubanos nunca hemos elegido y a veces no sabemos si al elegir un presidente en los países donde somos ciudadanos lo hacemos siendo cubanos o ciudadanos de los países que nos acogieron. Es una de las tantas contradicciones que no hemos logrado resolver viviendo en el exilio, en el que una inmensa parte se siente simplemente como emigrantes a pesar que han tenido que huir de su tierra para cumplir el sueño de comer, tener un automóvil y un teléfono con banda ancha. Sin embargo siempre parecemos saber lo que cada país necesita, a pesar de de que no hemos sabido hacerlo para el nuestro. De cualquier manera las elecciones en los Estados Unidos siempre los cubanos las han juzgado como suyas, tanto los que viven dentro como los que viven fuera. Todo el mundo sabe que cada cuatro años las cosas pueden ser peor, mejor o iguales para Cuba en dependencia de quien gobierne. Sin embargo los cubanos-americanos nunca han resuelto el dilema de ser o no ser y muchos viven una relación oportunista con su nueva nacionalidad: son ciudadanos estadounidenses, pero votan como cubanos. Me atrevo a decir que muchos también lo harán por la Revolución, por su familia, en contra del embargo y las remesas, y es legítimo. La única razón por la cual uno podría cuestionarse el voto cubano a favor de uno u otro candidato es sociológica, la razón política debe estar exenta de todo tipo de escrutinio ya que uno vota a quien quiere respaldado por el derecho. No hace falta poner el cartel CUIDADO, HAY PERRO, pero si lo ponen, llamen a mi hijo Lucas que ha aprendido a no tenerle miedo al miedo, incluso puede que lo haya puesto él aunque no tiene perro. El miedo es una forma de suicidio colectivo de la democracia. Como diría Roosevelt, “The only thing we have to fear is fear itself”.
Ilustración: igormorskigallery