Leyendo una entrada en el blog de Paul Krugman, titulada Falling demand for brains?, he recordado uno de los males de estos tiempos: la sombización de la sociedad. No digo la idiotización, pobres idiotas.
Nunca antes había existido una inflación de universitarios ni de información tan grande, sin embargo tampoco habíamos visto tal cantidad de borregos repitiendo todo cuanto se dice en las tertulias radiales, los periódicos y las biblias de autoayuda. No sé si es porque la gente teme equivocarse y prefiere no emitir opiniones propias que no sean basadas en una supuesta autoridad. Lo cierto es que a veces es mejor oírles repetir como loros que verles molestarse en mover el cerebro.
Una vez le oí decir a un neurólogo que el cerebro era como un músculo, de ese modo tan elocuente elogiaba sorprendido a Gastón Baquero que a pesar de tener ese organón fisiológicamente dañado mantenía su capacidad intelectiva aunque no el vigor físico, como esos púgiles viejos que no se mueven pero son intocables. Lo que yo veo a mi alrededor son cerebros sin entrenar que a veces acumulan gran cantidad de información pero son incapaces de emitir un juicio personal y razonado sobre la base de un simple análisis, menos si el mismo puede contradecir la opinión establecida. Son zombis funcionales.
Cerebros con los michelines llenos de grasa para chicharrones, ahítos de ocio pasivo, diestros en manejar maquinitas cada vez más sofisticadas para no aburrirles, intelectualmente fascinantes, por ejemplo, al elogiar las películas más tontas de dos genios perversos como Spielberg y Lucas que han degenerado en las estupidísimas de zombis que hoy nos contraatacan en todas partes.
Krugman tiene razón. Ha caído la demanda de cerebros, el futuro sólo los exige para crear formidables programas informáticos que hagan el trabajo manual del cerebro: Pensar.
Pienso, luego no existo, clama la sociedad zombi que nos acecha amenazantes.