
Elizabeth Taylor y Paul Newman en La gata sobre el tejado de zinc caliente, dirigida por Richard Brooks
Liz Taylor era diminuta como una adolescente, pero cuando actuaba o miraba a los ojos se engrandecía. Eso habrán sentido otros dos grandes actores como Paul Newman y Richard Burton, el primero porque pudo hacer una actuación inolvidable en La gata sobre el tejado de zinc caliente apoyándose en la interpretación singular de Liz como Maggie y el segundo porque la amó como a Cleopatra dejándose amar en una de las relaciones más apasionantes que debiera ser llevada al cine.
El tamaño a veces no importa cuando la gente mira a los ojos, sobre todo si esos ojos son violetas. Dicen que así eran los suyos. Una vez un amigo pudo tenerla cerca como para besarla y no se los vio porque le miraba a la boca. Imperdonable. Para él siempre fue la mujer sin ojos. Así es la vida.
El cine crea mitos, es cierto, pero los mitos también hacen el cine. Es el caso de Liz Taylor, la de los ojos que hablaban aunque los filmes fueran en blanco y negro. Nunca supe si realmente fueron violetas antes de cerrarse para siempre. No importaba. Yo tuve una amiga con un ojo verde y otro azul, morena, era bellísima y rara, sin embargo si la veía venir huía por otra puerta, y si no podía evitarla hablaba con ella mirando la punta de mis zapatos. Así no fue el color de los ojos de Liz lo que me rendía a Maggie o Cleopatra, como tampoco lo fue para Burton, sino la mirada. Daba gusto verla mirar con esos ojos que pudieron ser violetas, verdes o grises, sin perder el matiz que produce el ansia y la tristeza que imantaban.
No fue el color igual que tampoco lo es el azul para el mar, sino el misterio y eso es lo que hay que buscar en sus ojos cuando la eterna Maggie le suplica, le exige y recrimina a Brick, en nombre del amor que también es una forma de la frustración.
En paz descanse, por fin.