crónica de una noche con bach y sin mi gato

Bach, foto de León de la Hoz

Ayer por la noche después de terminar mis vacaciones intenté llegar a Sol con la mochila llena del vacío de mi gato, la cámara y el trípode. Yo ronroneaba mi soledad tan llena de sonidos. Me tuve que contentar con quedarme en las inmediaciones porque la policía, escrupulosamente ataviada con ropa de faena, defendía la plaza de los manifestantes del 11M que hacían su particular guerra de guerrilla urbana increpando a la tapia uniformada. La plaza era un fortín y la estación de trenes de Metro y Cercanías fue cerrada para que no hubiera duda. Menos mal que aún después de dejar mi gato me quedan las piernas. La orden era que nadie podía acceder ni por aire, ni por tierra, ni por mar, así que las calles que desembocan en el céntrico punto del país se hallaban taponadas por los manifestantes haciendo su peculiar ruido de sables frente al silencio de los gendarmes, y por mí con mi mochila.

Fue una noche tensa y desoladora. No puedo imaginar qué defendían los policías frente a aquellos jóvenes, si la soledad y el vacío de ese espacio habitualmente atestado de transeúntes o quizás una idea gobernante, descabellada, evidentemente vacía de defender un lugar público de igual forma vacío. Los manifestantes parecían moverse como los perros de Pávlov contra el orden. El gobierno y los manifestantes se disputan la plaza que se ha reconvertido en un símbolo de poder. Las plazas siempre lo fueron. Allí radica el poder de Madrid y también la campada del 15M radicalizó en el lugar la protesta contra los representantes del poder en la crisis que vivimos. En la plaza parece dirimirse un combate entre una idea de cambio y el poder según lo sufrimos. Detrás, como telón de fondo está la inminente visita del Papa. El Papa es un telonero pésimo para escenarios de crisis como éste y el gobierno lucha por el beneplácito de Dios, cueste lo que cueste.

Sin embargo, a pesar de todo, como suele suceder en todas partes y en las peores situaciones, siempre surge un motivo para la nunca bien ponderada paradoja que pone las piezas en su lugar para comprenderlas. Por encima del aire y en medio de la incertidumbre, surgieron las notas de la segunda suite para violoncelo solo de Bach. Venían de otra soledad que no era la mía y vino a salvarme de la vulgaridad de la refriega. Dejé la contingencia y subí por la calle Preciados siguiendo la oscura melodía del corazón del cello. Junto a una pared estaba el hombre en su oasis. Eran más de las 12 de la noche y parecía no atender a otra cosa que a su propia historia triste en la que era feliz mientras se encontraba consigo mismo. Un pobre genio en mendicidad, seguramente de origen rumano por la forma de tocar, se dejaba los dedos y el alma mientras los jóvenes lo ignoraban con sus rabiosas consignas.

Aquel hombre tocando en su propio corazón podría ser un ideal de la felicidad para quienes jamás miran hacia dentro, la felicidad de las inmensas pero invisibles cosas que no vemos a nuestro alrededor porque nos han enseñado a mirar otras cosas o para otro lado. Esa es una de las razones de que estemos así. Pensé en mi gato, su soledad y la mía que se juntaban en un sitio especial para sobrevivir a la exclusión. Ese hombre, pobre, rico en espíritu, me hizo creer por un momento que esos jóvenes, coléricos, no buscaban cambiar el mundo por gente como él, ni por  mí y ninguna de las personas que admiro, amo y respeto, ni por una felicidad como la que sentía ese hombre al acariciar su viejo instrumento de espíritu. El hombre solo con su espíritu a cuestas y la muchedumbre sin cabeza son una metáfora de hoy. La protesta en Sol y la defensa de la plaza por los policías son una farsa más del mundo del espectáculo en el que cada uno tiene su papel, unos como corderos y otros como lana. Sigamos porque es peor cruzar los brazos y dejar que todo siga como está. Mientras escribo mi hijo ha marcado mi número y el cielo me cayó encima. Esto es la felicidad.