La más dramática de las relaciones del hombre con el tiempo es no poder detenerlo. Julio Cortázar, un hombre que parecía tener un pacto con el diablo, no envejecía y a cambio crecía. Creció tanto por dentro que también lo hizo por fuera, haciéndose visible en la envergadura de su cuerpo sin arrugas. Fue joven por dentro y por fuera. En su escritura y su cuerpo. No era un milagro, sino una enfermedad con un nombre feo que podríamos rebautizar. Una de las cosas más penosas que uno puede ver es a esos viejos que no soportan la idea de envejecer y adoptan los hábitos de los jóvenes. No digo adaptar que sería plausible, sino adoptar. Se pintan el pelo, cuelgan unos cascos en sus tímpanos con esa música espantosa de moda y salen al mundo como Peter Pan travestidos. Un ritmo cacofónico les va diciendo lo que el marketing de la sociedad idiota interpreta como juventud.
Por otro lado vemos a jóvenes que se quieren hacer pasar por viejos y repiten obviedades como verdades doctrinales, en muchos casos sacadas de manuales. Los otros son ridículos, estos son peligrosos. Jóvenes sin vida, sin vivencias y con las lecturas mal hechas. La ignorancia que adquieren en la universidad en muchos casos es supina. En la política es donde más pastan estos ejemplares, supongo que se deba a que en los últimos años la política se ha convertido en la profesión más asequible para ineptos, lamebotas y otras especies. Lo he visto en las jóvenes promesas del presidente de gobierno y la cuadrilla de la presidenta de Madrid. Lo viví en Cuba. Anteayer deprimía oír a la portavoz del PP en el Congreso adoctrinando a los ciudadanos con un paternalismo que ni el anciano Fraga se atrevería. Yo creo que abandona la política porque también se habrá cansado de soportar a estos niñatos haciendo el papel de viejos.
En la última marcha contra la reforma de la Constitución se produjo un hecho que me hizo reconsiderar por un momento mi aversión a las emociones fáciles. Una anciana de más de ochenta años se unió a los jóvenes y los jaleó dándoles ánimo apoyándose en su bastón. Luego esos mismos la acomodaron en una butaca, se sentaron en el suelo a su alrededor para discutir los pasos futuros del 15-M y la nombraron presidenta por un día. Una secuencia que hubiera envidiado cualquier director progre de cine italiano. Otro anciano que había sido expulsado por la policía de la acampada de algunos mayores en el Paseo del Prado sugirió crear una comisión de veteranos para integrar a las personas mayores a las luchas reivindicativas por sanear la democracia.
La idea que la sociedad idiota ha inoculado de la juventud y la vejez es totalmente discriminatoria y separa perjudicialmente en compartimientos estancos a unos de otros. Es una idea perjudicial y segregacionista. Los viejos sólo sirven para darles paseos pagados por la Seguridad Social, animarlos a votar con amenazas o promesas sobre las pensiones según el partido y soltarles a los nietos para que los eduquen los fines de semana. La sociedad debería reconsiderar esta actitud que la desposee del valor incalculable de que son portadoras las generaciones anteriores. Quizás sea buena idea organizar esa “vejentud” y que sientan que es posible y de otra manera ser joven, no dejando sus destinos en manos de otros. Los países deberían llevar a su Constitución un Consejo de Ancianos que obligara a sus políticos a cumplir con ella y no cometer estupideces. Hay ancianos como Cortázar que no envejecen y a jóvenes que no les importa compartir sus sueños con ellos. Yo los conozco.
Aquella señora sin nombre, con su blusón rojo y su bastón, como una rosa en medio de los jóvenes, fue presidenta por un rato. A Cortázar le habría encantado ser ella, a mi madre también.