Vienen por fin las elecciones presidenciales españolas. Son la consecuencia de largos años de lucha por las libertades y más tarde de esfuerzos por consolidar la democracia. Las libertades llegaron casi por inercia, a causa del deterioro de la dictadura franquista hasta la muerte del dictador, su anacronismo en el mundo de la guerra fría de postguerra y la lucha social. La democracia la hemos ayudado a desarrollar todos, seguro que unos más que otros e incluso en contra de algunos. Sin embargo a veces parece que la democracia es asunto de unos pocos y un momento cada cuatro años. Dicen que es la gran fiesta de la democracia. Tal vez no falte razón si nos atenemos al espectáculo que empieza con la noche que inicia la campaña electoral y la puesta de carteles, los mítines, el debate de candidatos y, finalmente, el día de la votación. Supongo que como todas las fiestas no hay que tomárselas muy en serio.
Sin embargo yo veo que estas elecciones, tal como se conciben y según las mentiras o las elipsis del discurso de los candidatos, actualmente son el velorio de la democracia en vez de una celebración que enaltezca la democracia política. Los programas electorales, el debate de los candidatos de los principales partidos, las tertulias y los tertulianos, los periódicos, los periodistas y los intelectuales integrados o afines a unos y otros partidos no son más que extensiones del espectáculo electoral y del poder de una casta política ajena a los verdaderos y cruciales problemas de la sociedad. La ceremonia democrática se parece a las ceremonias funerarias. En Madrid tenemos su correlato en “el entierro de la sardina”. El miedo es que parece que la inercia se ha instalado en la democracia como antes lo estuvo en la dictadura. Los ciudadanos participan del ceremonial como simple comparsa cada vez más vaciados de las motivaciones que antes les llevaron a creer y luchar por las libertades y la democracia.
La democracia se está vaciando de contenido para dejar su lugar a las formas. Los ciudadanos somos meros maniquíes que viajamos en un tren nocturno que se detiene cada cuatro años para cambiar de conductor. Los políticos se han ido alejando cada vez más de la realidad y reaccionan como maquinistas esquizoides incapaces de oír y ver otra cosa que no sea los comandos. Los programas electorales son totalmente incapaces ni siquiera de disminuir el tamaño de los problemas originados en la crisis, tampoco de mirar de otro modo a su alrededor para demostrarnos que son capaces de guiarnos aunque sea en la oscuridad. Lo que menos me gusta es que casi todo el que viaja en este tren es realmente un maniquí con una percha en la cabeza para poder ser colgado en cualquier lugar. No es culpa de ellos, también la gente ha sido vaciada. Volver a llenarla costará el sacrificio de más de una generación.
El dilema es: ¿Nos bajamos del tren o seguimos en la noche el rumbo errático del maquinista? Posiblemente haya que cambiar al maquinista, o mejor el tren, pero cómo. Tal vez tratando de conducir nosotros mismos. Esa es la cuestión.