A mí no me gusta hablar de los muertos, sobre todo porque tendría que pasarme el poco tiempo que tengo hablando de ellos. Como a todos, la vida se va alargando y uno ve y siente cómo la gente va cayendo alrededor semejantes a árboles de tormenta. Hablar de los muertos a mi edad no deja lugar para hablar de la vida que es lo que prefiero. Recuerdo a Gastón Baquero las horas que dedicaba a leer los obituarios de los diarios, mientras me decía con cierta satisfacción que había sobrevivido a alguien. Luego recortada la esquela y la guardaba en un bolsillo. Generalmente, si no era un amigo, era el último lugar de su memoria, que iba perdiendo poco a poco y a saltos.
Hoy, excepcionalmente, voy a hablar de dos muertos. Casi el mismo día a causa de la diferencia horaria han fallecido dos de las personalidades más polémicas de finales del siglo XX: Václac Havel y Kim Jong Il. Seguramente al segundo, hijo de su padre, nadie lo recordará dentro de poco y, si lo llegara a recordar su pueblo, debería ser para no olvidar sus crímenes, cuyo peor estigma es matar al pueblo de hambre y darle el entierro gratis. Así decíamos en Cuba, la Corea del Caribe, hace unos años a raíz de un cuento de Álvarez Güedes sobre el comunismo. Sin embargo Havel seguramente quedará en la memoria de su pueblo y del mundo libre como el primer presidente de la democracia en su país después de la caída del comunismo europeo, con el gran coste personal de haber sufrido una vida de lucha y sacrificio por los valores y los derechos cívicos de su país.
Antes de ser presidente, un accidente en su vida, decía, e incluso cuando no había sido encarcelado por el régimen dictatorial checo, ya estaba siendo recordado por su obra literaria. El escritor, el pensador y el luchador por las libertades cívicas se conjugaron en una vida que se fue ayer, dejando el ejemplo de una actitud que en otros tiempos constituía una de las esencias del intelectual. Las propias políticas culturales de las instituciones democráticas o dictatoriales propugnaban la participación de los intelectuales, los humanistas, en la vida pública como paradigmas de lucha e integridad, según en caso, de los mejores valores de la vida social. Ya eso no sucede y por eso la muerte de Havel tiene un significado diferente al de un hombre eminente cualquiera. Con él muere también uno de los pocos vestigios de una época en la cual la libertad y la democracia fueron metas de la vida en el mundo occidental.
No creo que fuera una seña de identidad de la utopía revolucionaria, sino de un tiempo en que los valores y los derechos humanos tenían mejor precio que los que impone hoy la relativación de la sociedad y el mercado.