Entre las feministas y yo tenemos un problema, no con todas, sino con las extremistas. Es el mismo que tengo con cualquier postura radical no importa las razones y los objetivos por muy loables que puedan ser. Ya lo dije en otra parte de este blog cuando ciertas feministas se alarmaron porque al hablar sobre los padres no distinguía padres y madres donde no hacía falta. Eso es agua pasada. Hoy la polémica ha desbordado los círculos de opinión alcanzando a todos. Sin embargo, nuevamente llenan mi buzón acusándome por condenar el lenguaje inclusivo o de sexismo positivo, como también podría llamarse. A estas alturas ya todos sabemos qué es y porqué, así que no voy a entrar al trapo. Sobre el uso de la lengua y la crítica a los usos políticamente correctos promovidos desde instituciones sociales y políticas, remito al informe del académico del Bosque, a los artículos de su colega Pedro Álvarez de Miranda ( «El género no marcado«) y al manifiesto Acerca de la discriminación de la mujer y de los lingüistas. Voy más allá.
La causa de que el feminismo radical se halle cada vez más aislado, aunque la mujer aún no haya alcanzado las cotas deseadas de igualdad, puede ser el extremismo patológico con que a sí mismo se arrincona donde no podemos llegar con inteligencia aunque nos acerquemos con sensibilidad. Si en las manos de estas feministas estuviera la capacidad de crear nuevamente al género humano, seguramente dotarían a la mujer de genitales masculinos porque esa es la imagen que las desvela. Más que una aspiración humanista y de justicia social, lo que parece animar a determinados grupos es una frustración que esperan aliviar con la castración del hombre. No importa cuánto se quiera equiparar en derechos reales y por derecho a la mujer con el hombre, los nuevos hábitos y conductas que la sociedad genera a su paso generacional, ni la permeabilidad de roles con que la sociedad se adapta abriendo paso a nuevas formas de relacionarse, ya que para ellas está en juego una relación de poder focalizada en el falo.
La demonización del falo nos convierte a los hombres en sus enemigos. Dicha idea se transforma en sentimientos y actitudes de recelo que son trasladadas a la sociedad identificada con la noble idea de justicia social hacia la mujer. Así gran parte de la sociedad que se identifica y solidariza con tales reclamos, sobre todo las mujeres, se convierte a veces en rehenes y víctimas del liderazgo que ejercen estos grupos díscolos, no digo innecesarios para movilizar a la sociedad. Este esquema de representación y contaminación social es similar al que se produce con otros grupos e ideas radicales que afloran en épocas y contextos apropiados a las mismas, unos de carácter y esencia totalmente reaccionarios. Algunas de las consecuencias de esta permeabilización social son positivas y ayudan a la causa que las anima, pero otras son negativas e incluso dificultan en algunos aspectos de la relación no institucional entre la mujer y el hombre. Condicionan una relación equitativa, recíprocamente natural.
Todavía está por ver cuánto de negativo habrá que rectificar en el futuro de teorías psicológicas, sociológicas y políticas, permeadas por el dogmatismo feminista sobre los roles en la familia, las relaciones con los hijos y la pareja, o de comportamientos en la esfera íntima o colectiva que hoy son tendencias institucionalizadas como políticamente correctas, aunque en ocasiones sean coercitivas, con una gran dosis de intolerancia, irresponsabilidad y estupidez como está sucediendo con el intento de tiranizar la lengua, mientras la televisión, por ejemplo, y los modelos sociales femeninos predominantes son discriminatorios y la desigualdad económica y social reclama ajustes de mentalidad y acciones concretas de las instituciones de poder que proporcionen la visibilidad de género adecuada para la mujer.