2 de mayo por la rebelión

Odio tener que escribir con el corazón, incluso confesarlo. Hace un rato en un largo viaje de metro fui testigo ocasional de una de las escenas más tristes de las muchas que he presenciado en los últimos años además de las mías propias de naufrago. Un padre que volvía con su hijo de la conmemoración por la rebelión de los madrileños contra Napoleón el 2 de mayo de 1808, casi en un doloroso susurro, con la voz entrecortada, le pedía a éste que dejara la escuela y se pusiera a trabajar porque seguramente le sería más fácil encontrar cualquier empleo para ayudar a mantener a la familia. Si uno quiere saber cómo va el país no tiene que ir a los comedores para pobres, ni siquiera ver cómo se pueblan las noches de los buzos en contenedores de basura. Es suficiente bajar del coche una semana y hacer en el metro el recorrido que hacen aquellos que empiezan a sentir en sus costillas el miedo y el hambre. Podría ser un sano ejercicio de higiene espiritual.

El metro es como un largo y extenuante pasillo que corre al otro del escenario donde se representa la política, allí últimamente se pueden hallar las más deprimentes imágenes de la actualidad que leemos en los diarios de otro modo. También las más espeluznantes historias de ruina personal. Sobre él van cayendo los residuos de todo aquello que antes creíamos hermoso y duradero, proporcionándonos un viaje no sólo por lo profundo de la ciudad, sino también a las entrañas de la crisis. Ahora este espectáculo se ha encarecido con la subida del precio a los billetes, a pesar de que hace pocos meses los gobernantes de Madrid pagaron con el dinero de nuestros bolsillos una campaña publicitaria engañosa que con el lema «Más por menos», pretendía hacernos creer una mentira y justificaba los actuales precios que se suman a otras medidas que reducen el poder adquisitivo de la gente más necesitada.

Posiblemente la subida del precio del metro y el transporte público se deba a una lógica más perversa que sanear el déficit. Dentro de poco los pobres no sólo no podrán trabajar, ni comer, ni vestir, ni curarse, ni estudiar en la universidad como lo hacían antes, tampoco podrán viajar en lo que se supone debiera ser un medio subvencionado para ellos. Les costará tanto viajar de un lado a otro de la ciudad que también les será difícil mostrar la fealdad de la pobreza que hoy más que nunca podemos ver. La propia presidenta de Madrid, Esperanza Aguirre, no deja de vociferar que los recortes del gobierno debieran ser más duros. Ella en persona desde hace años ha llevado a cabo una paulatina y meticulosa labor de desmantelamiento de lo público, que en estos momentos enmascara en el pragmatismo con el cual quiere ocultar el radicalismo ideológico a la derecha de su partido político.

Viajar en transporte público se está convirtiendo en un verdadero sacrificio para muchas familias que se hallan sin empleo y están obligadas a usarlo. Hace poco detuvieron a un grupo que ha decidido por enfrentar estos abusos con la desobediencia civil, los acusan de poner en juego la seguridad del metro. Yo no estaría tan seguro de que fuera así leyendo las mentiras a que acostumbra el Ejecutivo de Esperanza Aguirre para justificar la política que ha llevado a cabo, sobre todo en Educación y Sanidad. Nos hace falta saltarnos de cuando en cuando los límites conque ciertos políticos haciendo uso del poder nos someten a una convivencia democrática forzada y antinatural en la que ellos hacen muchas veces un uso interesado. Ellos se los saltan todos los días y nosotros apenas podemos quejarnos hasta las próximas elecciones, y si nos quejáramos nos amenazan con nuevas vueltas de tuerca cada viernes. Hay gente que ha quedado sin recursos para seguir en el escenario donde actúan los políticos que les ha dado la espalda, esos podrían ser quienes muevan las montañas.