Este no es un artículo sobre gays y lesbianas, sino un elogio a Vargas Llosa. Nunca creí que escribiría este elogio. No soy muy dado a ellos, alguna vez me divorcié con esa culpa. Su visión maniquea e ingenua del liberalismo en un tiempo en el que el neoliberalismo se había convertido en un dogma, más algunos de sus artículos londinenses sobre economía y política, me alejaron de sus escritos si no eran literatura. Cuando el gran narrador o ensayista se movía fuera del agua era insoportable. Hace unos años en Miami me invitaron a una cena que le dedicaban y rechace el envite para no empañar la imagen de quien prefería leer. A quienes uno lee a veces es mejor no verlos. Hoy quienes lo seguían con adoración ideológica más que literaria lo persiguen por sus juicios críticos sobre lo que algunos consideran una reconversión. Otros dicen que sus últimas novelas no son las mejores aunque siguen siendo superiores a muchas del mercado. Y la izquierda lo sigue viendo como un demonio. En fin, Vargas Llosa ha entrado en ese terreno lodoso de la gloria en el que la gente le exige ser dios o demonio, aunque no haya nunca dejado de ser un escritor, o sea, un tránsfuga del infierno.
A fines del mes pasado apareció la corrosiva crítica de Jorge Volpi a su polémico libro, La civilización del espectáculo. También ayer leí la excelente contracrítica de César Antonio Molina mediante la cual supe de la primera, ambas en El País. Por ahora Vargas Llosa no ha respondido las diatribas del otro, así que no podemos hablar de la discusión de dos escritores sobre el libro de uno de ellos, aunque sí se trata de un debate que nos concierne a todos, dos posiciones que luchan entre dos mundos que aún perviven en los albores de un siglo nuevo y en el centro del polémico cambio civilizatorio que se está produciendo. No es una simple lucha entre lo nuevo y lo viejo como en los primeros veinte años de los siglos, es la suplantación de un modelo por otro en el que otros valores de dudosa o no probada valía están arrastrando al mundo a una crisis espiritual, cultural y consecuentemente social, económica y financiera que traerá un mundo nuevo, desconocido e inclasificable por ahora. Es parte del desarrollo de la humanidad con lo bueno y lo malo que irá quedando.
Cuando se escriben los libros nunca se escriben cómo se quiere y menos se leen como fueron escritos, esa puede ser una de las virtudes de la literatura y parte de su misterio radica en esa incertidumbre. Cada uno puede leer lo que quiere. En este caso Volpi ha leído a partir de prejuicios y verdades que en esta época se han ido catalizando como absolutos, precisamente por la falta de autoridad de una crítica que ponga las cosas en el lugar que merecen. Ha faltado una razón crítica y ha sobrado el ditirambo. De hecho la crítica de Volpi es cualquier cosa menos eso, parece una pataleta de adolescente con visos de oportunismo e ignorancia con la que viste un traje de iconoclasta aunque no sea el más indicado para llevarlo. En fin de cuentas es uno más del mundo al que interpela Vargas Llosa. Lo más relevante y lo menos razonable de su texto son las alusiones despectivas al punto de vista de Vargas Llosa, a causa de la ideología, el clasismo del autor de La guerra del fin de mundo y hasta a la edad del mismo. El propio descargo de Volpi es el mejor de los argumentos de la superficialidad y la falta de autoridad como uno de las causas de parte de la crisis de todo tipo que vivimos. No hay respeto por nada ni nadie en un teatro en el que todos parecen trasvestidos.
El más grande de los pecadillos de Volpi inutiliza toda su argumentación, si puede llamarse así al picadillo. Dice: «Su voz mantiene la lucidez de los mejores textos, aunque al final la ideología, más que los años, estropee algunas de sus conclusiones» ¿Cómo puede la ideología de alguien estropear la lucidez de un razonamiento si no es por una lectura ideológica prejuiciada y dogmatizada? Además, antes cuando se producía una crítica ideológica el autor solía mostrar la suya, pero ni eso. Hubiera preferido ver cómo el susodicho escritor mexicano desmontaba por lo menos alguna de esas ideas que adjetiva lúcidas. Y no cómo cargaba con un exceso de despecho y la pistola mal cargada que no sólo distorsiona lo escrito por el otro, sino su propia argumentación, convirtiendo su posición en una crítica ideológica y personal propia de una vendetta. Lo demás es un batiburrillo conceptual en el cual mezcla pésimamente cultura popular y alta cultura; poder político, autoridad cultural y autoritarismo; clases sociales y marxismo; del que no sale bien parado en el intento de encasillar al autor de Historia de un deicidio en una especie de cofradía neomarxista-liberal-aristocrática.
El libro de Vargas Llosa, a mi entender, puede tener otros problemas pero no esos que desde la confusión, no digo malitencionado, interpreta Volpi, arrojando equívocos para un lector no avisado al texto de quien critica. De cualquier modo es un libro valiente sobre todo que se halla en la saga de otros pensadores como Gille Lipovetsky y Guy Debord con su libro La sociedad del espectáculo, en un intento por ponerle aumento a un tiempo de miniaturas, falsos igualitarismos y una tabla de valores con nuevos argumentos para la enajenación. Un mundo que se interpreta a sí mismo como el lugar en el que todos parecían y nadie era o en donde nadie parecía y todos eran, parodiando a Lezama Lima. Si tuviera que llevarme 10 libros o 10 cuadros o 10 piezas musicales a una isla desierta, con toda seguridad no elegiría ninguna de las obras que se han producido en los últimos 30 años bajo el rótulo de postmodernas. Y preferiría cien veces al «aristocrático» y «elitista» Vargas Llosa que al populista de turno, para leer un libro de esos me abro el ajedrez en el iPad, si de entretener se trata es más entretenido.