Hace unos días escribí un artículo sobre las palabras, la crisis y la crisis de palabras en los políticos. Trataba de explicarme a mí mismo cómo la palabra que es el instrumento que tenemos los seres humanos para nombrar, catalogar, calificar, analizar la realidad, además de comunicarnos y comprendernos, se estaba corrompiendo al punto de que se hacía difícil entender la realidad tal y como los políticos la enunciaban. Hay una larga lista de ejemplos en la historia de este hecho que unas veces aceptamos, otras rechazamos y en la mayoría de los casos ni siquiera nos damos cuenta. En general, los políticos tratan de secuestrar la realidad mediante las palabras ante la dificultad democrática de mutilarlas, usando un lenguaje elusivo y perifrástico. El problema que tienen los políticos es que la realidad y las palabras son tercas y se rebelan, no dejándose adoptar a la irrealidad.
España es un laboratorio para presenciar este simulacro de la palabra y suplantación de la realidad por la palabra. Casi serviría para replantear el debate platónico, bizantino, además, sobre qué fue primero, la palabra o los hechos o, lo que es lo mismo, qué fue primero la leche o la vaca. Pero no es nada de eso. Incluso en muchos casos no tendría que ser una actitud deliberada de manipulación. En general se trata del miedo de los políticos a llamar las cosas por su nombre y la falta de valor que la política ha adquirido supeditándose a otras cosas. Temen más a las palabras que a la realidad porque no pueden explicarla y se ven obligados a evitarla sustituyéndola. Hoy día la credibilidad no depende de la relación del político con los hechos, sino de las palabras, de ahí que la moral y la ética se hallen cada vez más fuera de la acción de los políticos.
El discurso populista del partido socialista para defender su política social al empezar la crisis y el del partido de Gobierno para explicar los drásticos recortes que han elevado a un 25 por ciento de la población los que están en el umbral de la pobreza sin un referente social, después de un análisis de lenguaje reflejan una enajenación sin precedentes de la palabra que debía servir para mejorar la relación de la política con la sociedad. La palabra a la que intentan adaptar la realidad lleva implícita la mentira. No se trata de que los políticos tengan que dejar de mentir, yo doy por descontado de que los políticos mienten. Lo que debiera ser es que el lenguaje fuera un trasvase lo más fiel posible de la realidad, propiciando la confianza, y no una coartada para evitar la censura de la sociedad, sustituyendo la realidad mediante la palabra. En definitiva la mentira es constitutiva del mensaje no importa los recursos del lenguaje.
Por ejemplo, si la crisis no fue una crisis al iniciarse en el gobierno socialista, si las reformas no son reformas, los recortes no son recortes y el rescate no es rescate, entonces la malversación, el robo y la corrupción tampoco lo serían si fueran llamados de otro modo, e incluso pondría en riesgo aún más la credibilidad de las difíciles medidas a que la democracia se ve expuesta por la crisis con el consiguiente menoscabo del arte de gobernar. Y lo peor es que sustituyendo la realidad con palabras no la pueden ocultar ni mejorar, al revés. Todo ello a pesar de que los políticos exigen claridad para ganar la confianza de los mercados. Mediante la palabra los políticos nos secuestran la realidad y de hecho contribuyen a la depreciación ciudadana de la democracia. A este paso terminaremos llamando rubia con coleta a cualquier cosa que lo parezca, incluso a la misma democracia.