el mundo se va a acabar

Amanecer en el fin del mundo, foto de León de la Hoz

Amanecer en el fin del mundo, foto de León de la Hoz

Una amiga con un gran sentido del humor me hizo saber la noticia a la que yo estaba ajeno de manera inexplicable, dijo ella. El mundo se va acabar mañana viernes, según se sabe por algo que han considerado una predicción maya. Es un tema lejos de mis intereses, incluso de los más vulgares y domésticos. De cualquier modo uno, más o menos, en algunas cosas, aunque nos cueste reconocerlo o decirlo, nunca deja de estar en la hora del fin del mundo, al filo. Yo sé de gente que pasa gran parte del tiempo en el fin del mundo y que la desaparición del planeta no les cogería de sorpresa, incluso lo verían como un alivio. Tengo familiares y amigos que aún viven en una isla llamada “fin del mundo” y yo mismo me vi obligado a nacer allí por la gracia de la conjunción de los astros, dicen. Cuando era muy joven, hace ya mucho, leí a Deniken, uno de los padres de todas las teorías conspiratorias entre la estupidez, las culturas primitivas y los extraterrestres. Todo lo que ha venido luego es un diluvio de libros, gurús y miedo.

En octubre del año pasado también el mundo se iba a acabar, si mal no recuerdo, y creo que todos los años hay una teoría nueva sobre la desaparición del mundo de golpe y porrazo, no de forma indolora como lo vaticinan algunos medioambientalistas. En alguna ocasión tengo que ocuparme de estos otros. A lo mejor un día, cuando menos lo esperemos, nos cae un aerolito en la cabeza, como al poeta griego una tortuga, y dirán que ya lo habían advertido. Vivimos en un mundo acuciado por el miedo que se reproduce a nuestro alrededor de forma geométrica: el miedo que se deduce de la sociedad ante la pérdida de garantías de las que anteriormente hemos gozado, el miedo que emana de los poderes públicos por la pérdida del Estado garantista y solidario, el miedo que impone el Estado represor a la sociedad que protesta por el curso injusto de las medidas de los poderes por su propia conservación, el miedo natural que tenemos todos ante la incertidumbre de la vida. Además, el miedo inoculado a vivir y ser de una manera determinada que condiciona nuestra felicidad y la libertad de elegir, ya sea en el modo de vida como en la alimentación.

La amiga que me dio la noticia del fin del mundo, además me hizo saber que interpretaba algunas cosas que me habían sucedido como un inusual cambio de las energías negativas en la proximidad de la fecha. Se trataba de una cadena de hechos extraños, que me habían sucedido desde que de camino por Cabo Cañaveral me quedé con el espejo retrovisor en la mano al acomodarlo mientras conducía, luego, al llegar a casa, cuando tiré del picaporte de la habitación también se me quedó en la mano, y en lo sucesivo a mi amigo Posada se le cayó una preciada bola del árbol de navidad cuando hablábamos por teléfono y un vaso lleno de agua se rompió delante de mis ojos. Estos excepcionales hechos propios de una actividad paranormal inquietaron a mi amiga, portavoz del fin del mundo, sin embargo, con más sentido práctico que miedo, me rimó al final una tonadilla en forma de moraleja: “¡A singar, a singar,/ que el mundo se va a acabar!”. Y colgó.