Las únicas normas que me interesan son las que se pueden cambiar, y esas son las que no interesan a quienes las hacen y nos obligan a cumplirlas. Una norma que digan que no se puede cambiar hay que correr a cambiarla porque algún monstruo está parasitando detrás. La vida está llena de gendarmes de normas disfuncionales, que sólo son útiles para hacer cumplir las normas. Si hay demanda de cambiar una norma es porque la misma ha dejado de ser suficiente y hay que abolirla, cambiarla o mejorarla. Lo mejor de una norma es la condición que exceptúa de su cumplimiento. Gran parte de las normas no sólo están hechas para ordenar nuestra convivencia con el entorno, sino también para hacer más fácil el trabajo a quien las instruye. Cuando me topo con alguien que oculta la ineficiencia, la incapacidad, la indolencia y sus sentimientos y emociones detrás de unas normas, siempre siento lástima y me pongo en guardia.
Cada vez que hay una situación de crisis, aunque sea doméstica, quienes se ocupan del orden, ya sean padres, funcionarios, administrativos, burócratas o políticos, nos recuerdan que hay unas normas que cumplir. No se preguntan el motivo de la crisis que generalmente tienen que ver con que la realidad está funcionado con unas leyes a las que no le sirven las mismas normas o una parte de ellas. Casi todos los dogmáticos de las normas tienen un problema. Para muchas de estas personas, algunas de las cuales nacieron sin cerebro, las normas son como las leyes de la naturaleza. Es mucho más fácil firmar una norma y hacerla cumplir que solucionar los problemas que dan lugar a la necesidad de controlar las consecuencias de la falta de soluciones. Al imperativo de cumplir una norma se opone la necesidad de adaptar la norma a la realidad del comportamiento de la sociedad, no al revés.
Desde hace unos años el discurso de las normas y el orden ha alcanzado sintomática y alarmante preeminencia en el discurso del poder. No es para menos, el poder, que es orden sobre todo, se siente amenazado por la creciente contestación de la sociedad a la mediocre gestión política que ha sumido a amplios sectores en la pobreza, más el desprestigio de la clase gobernante tocada por una larga cifra de casos de corrupción o sospecha. Pero el poder no es una entidad aislada del resto de la sociedad y reparte sus mecanismos de control de arriba a abajo, unas veces mediante las órdenes, otras por contaminación y también por la difusión del miedo. Una sociedad, como puede ser la española, que pierde la principal relación de dependencia con el poder, el trabajo, se convierte en sospechosa de violar el orden. La cifra de desempleo no es peor para los que demandantes que para el poder que pierde la primera fuente de estabilidad de la paz social.
Hoy día el exceso de normas de todo tipo que uno ve a su alrededor forma parte de una estrategia de dominio. De ahí que por todas partes veamos los esfuerzos por controlar apelando a las normas, aquellas que hasta ahora han definido mal a la democracia y otras nuevas que procuran modelar la contestación y la expresividad social. Es un discurso pobre pero eficiente, ya que la democracia es un paradigma y una entelequia incontestables, incluso para quienes no la quieren o no la desean del modo actual. Nos piden que respetemos unas normas que no han servido para evitar la quiebra de algunas de las columnas del sostén democrático. Sin embargo, el poder es reticente si se trata de cambiar esas normas con vistas a mejorar el sistema, sobre todo porque cambiar las normas implicaría la posible pérdida de parte del poder, por lo menos como nos ha llegado.
Las normas, que no siempre obedecen a razonamientos ni valores adecuados, aunque son necesarias para la convivencia, cuando son excesivas, extemporáneas, descontextualizadas e ininteligibles, hay que adaptarlas, cambiarlas o quitarlas. Las normas buenas son las que se pueden cambiar. De ello ha dependido el propio desarrollo de la humanidad. Si Eva no llega a violar la norma, no se sabe qué habría sido del ser humano, por lo menos del ser cristiano. Las normas si no se cambian hay que incumplirlas. Es parte de nuestro riesgo y deber como seres humanos.