la estética de la complicidad

Primavera sin parto, foto de León de la Hoz

Primavera sin parto, foto de León de la Hoz

Al fin llegó la primavera aunque sin parto. La primavera desde tiempos con menos luz dejó de ser en el imaginario colectivo únicamente la estación de las flores. También es la metáfora de la esperanza en un mundo mejor. Para mí, por ejemplo, ese mundo se inicia en el momento en el cual la gente empieza a dejar esos horrendos abrigos plumas que se han puesto de moda y que las mujeres llevan como una mortaja. Tengo la esperanza de que el paso paulatino de la época de las flores haga más llevadera la imagen de lo que me rodea. No puedo dejar de ser frívolo, si fuera vivir peor pero con un poco de dignidad estética. Me niego a creer que la pobreza material y de espíritu a que nos confina la crisis comandada por la mediocridad de los gobernantes sea irreconciliable con otro buen gusto que sustituya la estética actual. Una estética que como nunca antes abarca y consume todo. Por eso la primavera, más que flores y pajaritos en la ventana, para mí es el cambio de vida que implicaría poner de cabeza una estética vinculada con el poder y de la cual somos cómplices. Una estética que nos impide vivir éticamente y que tiene como valor preeminente la banalización y vulgarización de nuestras vidas.

Cambiar de vida en ocasiones no es sacar un billete de avión, ni comprarte un Mustang, sino sencillamente modificar el sitio donde vives de modo que se parezca lo mejor posible a lo que uno tiene dentro, en caso de que tengamos algo dentro y ese adentro lo demande. Modificar lo que llevamos dentro es un ideal casi imposible cuando hemos estado sometidos a una estética sin revelarnos. Eso no es lo que hacen aquellos a quienes llamo gente, tal vez porque dentro hay un zombi que es el paradigma de la cultura hoy día. Nuestro alter ego. Ni siquiera lo veo en quienes promueven el cambio de sistema, esos que hacen ruido con las cacerolas en mi oído. Estamos vacíos, huecos diría Eliot, como una neurona a caballo en un circo. A veces me temo a mí mismo, no porque me mire al espejo. Me puedo temer porque al terrorismo económico de los gobernantes veo unas consecuencias estéticas aún peores de las que abomino. Este mundo que nos deja la crisis es cada vez más feo. Casi la única opción que me va quedando es la de encerrarme en el museo del Prado, abrir una trinchera y esperar a que lleguen los GEOS. Reflexiono. ¿Cómo puedes pensar en la estética cuando la mierda avanza lentamente y amenaza con ahogarnos a todos? Me respondo. Tal vez porque vivimos y somos rehenes de la estética de la complicidad.

Si la gente en vez de comprarse libros de autoayuda, hacer aromaterapia y querer hacer una revolución con cacerolas vivieran más estéticamente, seguramente serían más felices, incluso podríamos contar con ellos para cambiar el mundo, y algunos no nos veríamos obligados a leer otra vez El asesinato como una de las bellas artes. Debería ser un deber romper el círculo de la complicidad estética que es una complicidad con el poder. Al pasear los ojos sentimos esa compulsión de tomar un arma frente al indiscriminado abuso del relativismo de valores convertido en dogma por el consumo. Esa grisura que atenaza al lenguaje, las artes, la literatura, la moda, los modales, las relaciones humanas, el periodismo, la política y del cual no sabemos cómo huir si no es encerrándonos en la mítica torre de marfil. Es una estética, más que una ética, la que nos une y nos convierte en piedra. Si fuera una ética, tendría que hablar mal de la moral de quienes nos conviven. Se trata de una ética convertida en estética. El día que decidamos vivir con otra estética podremos empezar a creer que es posible cambiar el mundo, parirlo.