A veces me gusta corroborar que la vida no es más rica que la literatura, como suele decirse. Que la vida es más rica lo ha podido decir más de un escritor traidor de la literatura, inconsciente o equivocado, claro. En todas las épocas los ha habido y eso no los ha hecho mejores ni peores. Quienes escribían bajo el reglamento dogmático del comunismo o con el síndrome político del realismo lo decían. Aún muchos lo dicen, pero no son escritores o son lectores que no leen en el estricto sentido que exige la literatura que es con el cerebro, no con el corazón, ni con los ojos. Esas son literaturas bastardas. Siempre lo han sido, incluso cuando el corazón era el rey de la literatura. No hablo de la literatura cerebral, sino de la inteligente. Que la literatura se nutra de la vida no quiere decir que no sea más rica, también los hijos lo hacen de sus madres y los mares de los ríos, y no son menos.
Hay muchas razones por las cuales la literatura es más rica que la vida. La primera y la que más importa es la capacidad de invención que soporta la misma en una obra o lo que es lo mismo en una vida, valga la tautología. La vida no es más rica y la razón de que lo pueda parecer es que la literatura es selectiva. La vida no y menos cuando se vive sin imaginación. La imaginación lo es casi todo para la vida de la literatura, lo demás es lo que el escritor aprende. Eso que puede aprender y que a veces mata la vida de la literatura es lo que diferencia a un gran escritor de otro. Unos aprenden a escribir en talleres pero nunca a imaginar, de modo que nunca aprenderán a escribir. ¿Es posible aprender a imaginar? Tal vez, creo que no, aunque la imaginación sí pueda adiestrarse. Tampoco la inteligencia es sinónimo de buena literatura, ni la cultura lo es, aunque la inteligencia y la cultura nos permiten vivir más y con mejor imaginación. Conozco a escritores inteligentes y cultos que no pueden escribir una página que merezca leerse. Los escritores nacen, no se hacen.
Esta digresión poco armoniosa es para decir que hace pocos días pensé que la literatura es más rica que la vida cuando me pareció ver en el metro a José Lezama Lima. Yo no lo vi en vida, sin embargo se me apareció en la vida gracias a la literatura. Lo vi acercarse gordo y lento con los pantalones remangados enseñando las pantorrillas. Entonces recordé al poeta mexicano José Carlos Becerra, que contaba haber creído ver al bizco Jean Paul Sartre sirviendo como un mozo cualquiera en algún cafetín de la Riviera francesa. He contado no hace mucho, que una mujer hermosa y loca como la Aura de Carlos Fuentes estuvo a punto de dejarme sin mi equilibrio vital, aquel centro de gravedad que llevo entre las piernas.
Relatar la cantidad de veces en las cuales creemos volver a vivir lo que hemos leído sería suficiente para demostrar la importancia de la literatura. Solamente eso justificaría tener cerca siempre un buen libro. Esa posibilidad de ver reproducirse la literatura en la vida, no digo real porque la vida en la literatura es tan real como la otra, es una de las cosas más fascinantes de la literatura. Cuando uno es capaz de convivir en la intertextualidad de vida y literatura se supone que puede estar empezando a alcanzar el satori, ese estado de felicidad posterior a la eliminación de las contradicciones que Lezama Lima describió al decir, “de las contradicciones de las contradicciones, la contradicción de la poesía”. Esa posibilidad de convivir en mundos paralelos, como creo le llamó Cortázar, es parte del regalo inapreciable que los libros, la lectura y los escritores nos hacen cuando la vida empieza a parecerse a la literatura.
Vi a Lezama, pero primero lo oí hacer un discurso sobre la necesidad y la limosna, tenía la misma voz que conservé, y perdí luego, en una cinta que durante años me acompañó como el único tesoro cubano. ¿En mis cambios de vida, dónde habrá quedado aquella cinta de poemas que tenía el doble valor de ser un regalo de Gastón Baquero y para mí la mejor reserva del humor de la isla? Esa es una de las peores cosas de una persona sin país, nunca tienes nada y aunque te acostumbres a estar solo en el mundo siempre hay algo o alguien que necesitas. Aquel Lezama que vi en el metro es casi lo último que vi en Madrid antes de coger un avión a Nueva York. Es cierto que una persona sin país es como un rey desnudo, sin embargo la literatura te permite vivir más, sobrevivirnos a nosotros mismos, y a todo, gracias a que es más rica que la propia vida, aunque, tal vez, no más dolorosa. La literatura es lo único más rico que la vida.