Ha muerto Gabriel García Márquez, conocido por Gabo incluso por quienes no lo han leído. Nunca un escritor se había conocido tanto por el apodo de sus allegados. Y es que Gabo fue un escritor que gozó de una cercanía de sus lectores semejante a la de los mitos populares o los escritores que escriben sus obras como boleros. Al Gabo le gustaba gustar y descubrió la manera de hacerlo de manera magistral e irrepetible, aunque a mí su escritura a veces me parezca, ya lo dije, como un bolero, seguramente el elogio que le gustaría oír. Posiblemente, dentro de cien años de lectores, habrá muchos que sin haber leído Cien años de soledad repitan sus primeros renglones, como ahora sucede con El Quijote. Entonces la novela habrá entrado en esa especie de limbo de las grandes obras que todos dicen haber leído sólo porque recuerdan fragmentos que ya son consustanciales a sus vidas.
Tal vez García Márquez sea el escritor más amado, pero también el más odiado de la lengua, no sólo por su amistad con Fidel Castro, dicha relación y la falta de una actitud crítica con la Revolución cubana, aunque fuera en los aspectos más injustificables, lo convirtieron en un aliado incondicional que en muchas ocasiones hizo oficios encubiertos donde la política oficial cubana no podía. No obstante, su obra es tan grande e influyente que muchos que pudieron ser enemigos en lo político no han dejado de caer rendidos a la admiración y el homenaje. Es lo que podríamos llamar la justicia poética. Es cierto que siempre estarán ahí los miserables para equiparar sus miserias con las del escritor, esos no faltan a la hora de escupir sobre un cadáver, da igual de quien se trate, incapaces de separar la obra de la vida a la hora de apreciar y juzgar a una y la otra, que es un modo de ocultar la propia mediocridad.
La muerte del escritor, parodiando a Vargas Llosa, dejará mil años de literatura sobre su vida y obra. Él mismo es un personaje que muchos querrán escribir, incluso aquellos que del otro lado de su literatura lo han negado, sin comprender que no pocos de ellos existen gracias a la obra que como paradigma mató a gran número de autores, provocando una reacción que afincó en otra línea creativa a otros buenos escritores, aunque alguno bajo su influencia con fortuna epigonal llegó a ser semejante a su alter ego femenino, eso me dijo con sonrisa socarrona, una de las veces que hablé con él en La Habana de los 80, cuando le comenté del perjuicio de su obra en otros escritores sobre los que ejercía un influjo pernicioso.
Murió como pudo hacerlo alguno de sus personajes, sin saber siquiera quien era después de haber disfrutado de la gloria y del poder que tanta seducción ejercía sobre él, tanto que casi me atrevería a decir que sólo escribió sobre el poder. Su desmemoria como la peste de olvido que invadió Macondo no impedirá que se le recuerde al margen del juicio político o literario. Murió un jueves santo como aquel en que mató a Úrsula Iguarán después de haber engendrado un mundo literario que hoy se entrevera con el real, pero que nadie espere su resurrección, su muerte también es una muerte literaria, ficticia.