Las dos velocidades de Europa ha sido un tema recurrente, que llegó a convertirse hasta no hace demasiado en un argumento manido en el discurso de los políticos europeos de izquierda o derecha. Se trataba de hacernos creer que Europa iría en una dirección común, juntos, pero unos como pobres y otros como ricos. La proposición cuando menos era injusta, por no decir inmoral. En realidad no era un modelo que se moviera con dos velocidades, sino dos modelos de desarrollo unidos defectuosamente en la integración defectuosa de la Unión Europea. Si se me permite la imagen no era el convoy de un tren que se moviera a dos velocidades, sino dos vagones pegados precariamente, cada uno con una velocidad diferente, y tirados por una locomotora que luego decidió tirar sólo de aquellos que se movieran más rápido. Ya podréis imaginar cómo podía acabar el viaje. Las consecuencias de aquella extraña sinergia económica se rompió dramáticamente cuando estalló la crisis, en cada país de manera singular.
La doble velocidad fue más que una estrategia, más que todo fue un argumento ideológico de gran calado político. Si se quería justificar la desigual repartición de los beneficios se mencionaba la doble velocidad, y lo mismo para el esfuerzo y el sacrificio de los países y las regiones nacionales. Era una frase que ocultaba el verdadero problema heredado en la construcción europea: la existencia de dos Europas, una pobre y otra rica, una del norte y otra del sur, una industrial y otra agrícola, una desarrollada y otra atrasada. En fin, un problema o estadio lógico de la evolución y el desarrollo de cualquier tipo, ya que estos no se producen de manera uniforme, todo lo contrario, pero que fue considerada la piedra filosofal del desarrollo europeo, al mismo tiempo que dicha doble velocidad se usaba para planificar la integración escalonada de aquellos países que al producirse la desintegración del mundo comunista irían uniéndose al furgón de cola.
Sin embargo la destrucción inesperada del sistema comunista acrecentó lo que ya era un problema y aceleró su solución. La euforia inicial porque se hubiera producido este hecho insólito sin disparar un tiro, no obstante que Europa y sus aliados habían dedicado ingentes esfuerzos y recursos de desestabilización e inteligencia, se convirtió más adelante en preocupación, primero que todo por adoptar a esos países lo más pronto posible, dotándoles de las infraestructuras políticas y económicas necesarias para evitar la posible huida de estos a algunos de los escenarios políticos sociales alternativos que se empezaban a conformar antes de la crisis y que actualmente son una realidad por lo menos electoral: la izquierda de la nostalgia y la derecha extrema. A pesar de las medidas adoptadas por Europa, la situación de la ampliación europea más reciente nada tiene que ver con aquella que aupó a España con un torrente de recursos que a los españoles les gustaba llamar el milagro español por las altas cotas de desarrollo que trajo la democracia. El milagro nada tiene que ver con los españoles, sino con una necesidad geopolítica de entonces que hoy día es imposible repetir.
Hoy ninguno de los elegidos al Parlamento europeo habla de las dos velocidades. Aquella fue una idea consoladora para pobres y ricos, lo que de otro modo se llama discriminación positiva aplicada a grupos sociales, sexualidades, razas y culturas, se usó como experimento económico para la integración de dos mundos donde se temía el fantasma del comunismo europeo. La doble velocidad es un hecho sin paliativos, aunque ya no son dos modelos representados en el Norte y el Sur que aparentemente iban juntos a un destino. Hoy hay un solo modelo, y puede representarse por un tren tirado por Alemania, cada vagón va siendo arrastrado en un lugar dentro del convoy según su riqueza, y dentro de cada vagón va la gente a otra velocidad, más lenta, con la cerviz pegada al suelo para no caer.