Una de las confesiones personales que más trabajo me ha costado hacer siempre es que detesto viajar. Sólo algunas personas cercanas lo saben. Nunca me ha gustado viajar, ni siquiera mientras vivía en Cuba y unos pocos podíamos salir y entrar del país. Sé que puede parecer una pose profesional decirlo, un pecadillo lezamiano de lesa cubanidad e incluso una estupidez, pero es la verdad: no me gusta viajar y no pocos sinsabores me ha traído este deseo por la alfombra inmóvil. Así es, viajar nunca dejó de ser un problema adicional del que yo trataba de estar lo más alejado posible. Comprendo que se me pueda ver como un caso extraño o con alguna patología, habiendo vivido en una isla de la cual casi todo el mundo quiere escapar aunque sea un fin de semana.
Hoy día viajar es algo más que una aversión personal. Son tantos los inconvenientes que enfrentamos en los aeropuertos desde que unos fanáticos de la religión y la muerte asedian en los cielos, que coger un avión está siendo una prueba que merecería el abaratamiento de los precios o el agradecimiento de las compañías aéreas. Eso nunca pasará. Cuando uno se dispone a emprender un viaje en avión ya está siendo víctima de la amenaza que supone el terrorismo, primero por las incomodidades adicionales que impone la seguridad y segundo porque cada uno de nosotros es un criminal en potencia que obliga a imponernos cada vez más rigor. Viajar en avión se está convirtiendo cada vez más en un acto de fe.
Mi último viaje a los Estados Unidos ha puesto a prueba esa fe. Nunca había sido peor sufrir la incomodidad de un avión entre dos continentes. Lo perverso es que uno puede sentirse como un estúpido verse obligado a comprender que todas las humillaciones son necesarias. El escaneo más minucioso de tus pertenencias, el cacheo personal, el exceso de celo de las autoridades de aduana y las preguntas capciosas no sólo las agradeces, sino que las justificas y pides aún más porque nos hemos convertido en víctimas indirectas del fanatismo islámico. Esos han provocado una situación desconocida en la democracia en la que cada ciudadano es un sospechoso de un Estado más represivo, sospechoso hasta tanto se demuestre lo contrario. Sin embargo, la amenaza es tan real que no nos queda más remedio que consentirlo y agradecerlo, además.
Subir a un avión para mí es cada vez más un acto de fe y una necesidad, como la que obligaba a los viajeros a montar en un bergantín en el siglo XVII. Si uno lleva como yo dos iPhone, un iPad, un ordenador y una cámara de fotos, entonces puede que el placer de viajar pueda convertirse en pesadilla. Si por casualidad resultas sospechoso o te designan por azar para otros chequeos de seguridad suplementarios, entonces puedes imaginar que estás en el vestíbulo del infierno. De momento yo debo empezar a pensar que mi manera de vestir o mi cara no son convenientes y buscar un estilista y un cirujano plástico. No viajar sigue siendo un placer, solamente superable por el de viajar de una estancia a otra y de un libro a otro, como gustaba decir al viajero inmóvil.