la inmigración: mezclar, adaptar y adoptar

A raíz del inteligente discurso sobre la inmigración del presidente de los Estados Unidos, Barak Obama, un gran amigo me ha llamado para recordarme que mi hijo mayor también podría convertirse en un inmigrante. Igual que su abuela, su bisabuelo y su mismo padre. O sea, sus hijos serán un eslabón más de una saga de inmigrantes que tal vez produzcan otros. Un viaje genealógico hacia afuera que ha continuado por diferentes motivos y contextos y que nunca se ha dado de manera fortuita o por el placer de viajar o vivir en otros lugares. Un inmigrante es el producto de una excreción. Un verdadero inmigrante en el sentido que le pudo dar Melville jamás lo es por placer.  El inmigrante es lo más parecido a un superviviente que se ve obligado a sobrevivir en otro lugar y en la literatura aparece menos porque a pesar de que no es un asunto nuevo, recordemos las inmigraciones del campo a la ciudad durante la Revolución industrial, antes fue una solución, además de una necesidad. Hoy es un problema.

Hoy día un inmigrante como personaje literario se parecería más a un aventurero de la literatura que queda aislado como Crusoe y tiene que sobrevivir con su ingenio o a un Gulliver que sufre cada país imaginario como una salvación. En el caso de los cubanos podría producirse una variante literaria en el regreso para salvar el país matando al padre, prostituyendo a la madre y destruyendo la progenie, como nuevo Edipo. Los cubanos tienen en la sangre la marca del inmigrante primero como bendición y a partir de 1959 como mácula. Cuba es una isla poblada por varios flujos migratorios desde el siglo XVI hasta la primera mitad del siglo XIX que definieron la identidad étnica, cultural e incluso institucional. Cuba se define por quienes llegaron, se mezclaron, adoptaron y adaptaron. Mezclar, adaptar y adoptar son los tres verbos mágicos de la gracia en una inmigración fructífera.

Ese viaje que nunca termina para un inmigrante va acompañado de una actitud esencial que nos identifica a todos los que vivimos en un país que no es el nuestro. Un inmigrante es alguien que inconforme con lo que es decide enfrentar la otredad que desafía la identidad donde ha vivido cómodamente y que ni siquiera conocía. En esa lucha aprende a conocerse a sí mismo y luego a comprenderse. En dependencia de cómo el inmigrante se coloque frente a su otredad así será su adaptación y posterior adopción de la cultura institucional del país receptor, dominante me parece un término anacrónico e ideologizante. Hay quienes se rodean de un falso país que han abandonado y llevan en la maleta y viven dentro de él, entrando y saliendo mientras se hacen a la idea de que no se puede vivir en dos países a la vez. Unos nunca abandonan ese gueto que conforma el país abandonado y detenido en el tiempo. Habrá los que terminarán adaptándose y adoptarán el país de acogida, posiblemente extenuados pero felices y reconfortados de haber contado con el soporte de su país en la mochila.

Otros restan sus diferencias a las de la otredad, como noción de identidad diferente y excluyente, conociéndola y sumándola a su identidad. Con ello no sólo aprenden a conocerse mejor y valorar lo suyo que les distingue, sino que llegan a comprenderse y comprender a la otredad, alcanzando un nivel de convivencia con lo diferente y así una mejor adaptación y adopción de la cultura de acogida. Es el proceso más productivo y beneficioso tanto para el inmigrante como para el país de adopción, aunque tal vez sea el camino menos fácil porque en el toca y daca adoptivo se abandonan cosas para recibir otras. Los grandes procesos migratorios con beneficios a largo plazo se efectuaron provistos de ese mecanismo de intercambio y adopción activos, la mezcla. Cuanto más se suma menor es la diferencia y mejor y más sólido será el resultado para ambas partes. Es una operación racional de sumar para restar diferencias, si no se restara podríamos hablar de osmosis o asimilación pero no es así. Se trata de disminuir, incluso desde el punto de vista institucional, aquello que impide la adaptación. Los compartimientos estancos de la multiculturidad pueden ser una bomba de tiempo contra la convivencia.

La peor de las posturas es aquella que conlleva un dogma en el que se funde la identidad de una espiritualidad religiosa con la vida material, cultural, jurídica, sin ningún interés por mezclar, adaptar y adoptar. Quienes practican esta actitud no quieren o temen ser reconocidos en el otro y se enajenan construyendo una otredad simbólica: la ideología. Esa posición frente a la otredad como vía para reconocerse a partir de las diferencias y las similitudes con el otro no les permite sumar para restar las diferencias, sino restar oponiendo una cultura frente a la otra. El inmigrante deja de ser un individuo con la necesidad de adaptarse enfrentando su otredad, y la asume como paradigma en un contexto que no es el suyo con la consiguiente obligación de realzar la diferencia como un objeto de adoración. De ese modo implanta el mito en tierras que tienen otros mitos y otros objetos de adoración. Esta posición puede ilustrarse con la relación de cierto inmigrante que contradice cualquier norma elemental de convivencia institucionalizada por la cultura democrática oponiendo su objeto de culto como un dogma, por ejemplo, los integristas de cualquier religión.

La democracia no puede renunciar a sus valores en función de la negación de una parte de los inmigrantes a adaptar y adoptar las instituciones de acogida. Y las instituciones democráticas no debieran ser usadas para reivindicar dogmas contrarios a la identidad de las mismas. Los inmigrantes debemos exigirnos un esfuerzo similar al que esperamos de quienes visitan nuestra casa un domingo para comer en torno a la mesa familiar. Mezclar, adaptar y adoptar son recursos del inmigrante y el país de adopción para sobrevivir y ayudarse mutuamente y con responsabilidad en un mundo cada vez más interdependiente, no obstante que cada día crecen más muros condenándonos a una otredad que sólo puede disminuirse con libertad de ver con otros ojos que lo que somos y lo que nos obligaron a ser. Posiblemente el mejor inmigrante es aquel que llega a otra orilla y se plantea volver a nacer, adaptando sus sentidos para adoptar otra realidad a veces cruel. La inmigración no deja de ser un parto doloroso. Acercarse y tocar esa realidad con otros sentidos es el primer paso a la libertad que nos lleve a completar nuestra identidad con los defectos y las virtudes de lo ajeno.