la voluntad política de desnombrar las cosas

Image-1Hay cierta izquierda que tiene un grave problema con las palabras, de hecho a esa izquierda le encantaría poder administrar nuestro vocabulario y entrar con los tanques en el edificio de la Real Academia como si fuera el Palacio de Invierno. Esa izquierda entraña una paradoja esencial que no ha sabido resolver por ignorancia o exceso de “libertarismo». Mientras se hace paladín de la libertad quiere prohibir aunque para ello tengan que destruir, incluso podría decirse que destruir forma parte de su agenda para imponer su libertad o lo que ellos llaman para “el pueblo” o “los trabajadores”, conceptos que en la actualidad han evolucionado drásticamente desde el siglo XIX hasta nuestros días con los cambios industriales, tecnológicos y demográficos, acusando una transversalidad ideológica desconocida hasta ahora. No se puede administrar la libertad como si se fuera dueño de ella por razón de que otros la hayan mutilado o por las víctimas. La mayor de las responsabilidades en democracia es crear las condiciones para que la libertad no tenga color ideológico. Si por cualquier motivo se quisiera desnombrar las cosas habría que desnombrar gran parte del pasado y nos quedaríamos sin palabras.

Todos los regímenes intentan hacer suyo el lenguaje, adaptando conceptos según la ideología y los intereses políticos, incluso son capaces de crear un lenguaje con el objetivo de transmitir su ideología y determinados mensajes políticos, en algunos casos ese lenguaje se sobrepone a la realidad con la idea de robarla o escamotearla. España tuvo uno de los momentos más relevantes en los que se puso en evidencia esta sustitución de la realidad por el lenguaje cuando empezó a darse a conocer la reciente crisis económica a la que los políticos en el poder, los socialistas, intentaron desvirtuar más con mensajes políticos que con medidas prácticas. Tanto la izquierda como la derecha se han esforzado para que leamos la realidad según su lenguaje como un modo más de dominación. En Cuba, por poner otro ejemplo, donde la propaganda ideológica alcanza cotas asfixiantes, la sociedad civil ha adoptado en gran medida el lenguaje de la propaganda en el que priman verbos que representan el discurso de supervivencia y enfrentamiento contra los Estados Unidos: luchar, sacrificar, enfrentar, entre otros. El poder tiene su lenguaje y con él se ayuda para sus propósitos.

En los últimos meses y en coincidencia con el protagonismo de Podemos, en España se han producido dos fenómenos en torno a las palabras y el lenguaje, sin tener en cuenta lo que parece la adopción definitiva de lo políticamente correcto con la fórmula inclusiva de género a la que los políticos se apuntan. El primero de estos fenómenos es el endulzamiento de las palabras que hacen los políticos de Podemos, sobre todo su líder Pablo Iglesias cuando se refiere al “pueblo” con una poetización de sus enunciados al más vivo estilo de un padre que habla a sus hijos. Yo lo preferiría bronco a esos otros momentos en los que se toma el orfidal de la deferencia poética. Puede que llegue a ser un buen político, pero poeta no es precisamente su fuerte. Me recuerda aquella eclosión de las guerrillas latinoamericanas patrocinadas por el gobierno cubano en la que surgió un lenguaje poético para el discurso social, y después con gobiernos compuestos por políticos a los que les dio por hablar poesía con mejor suerte que Iglesias, sobre todo los sandinistas y más tarde en Chiapas el comandante Marcos. En el caso de Iglesias es lamentable porque es como si Corín Tellado se hubiera propuesto escribir Guerra y Paz.

El segundo fenómeno es de querer llamarle a las cosas de otro modo como si con eso pudieran borrar el motivo que les dio origen, no son elipsis o circunloquios. Para ello se proponen cambiar el nombre de calles, plazas o monumentos, de las festividades o de cualquier evento que recuerde el pasado político o ideológico de etapas anteriores. La excusa de que se valen es que dichas cosas fueron nombradas en homenaje a personalidades y hechos que representan valores de una época e instituciones que no tienen cabida en la sociedad actual. Es cierto, sin embargo no tienen en cuenta una de las cuestiones más elementales de la semiótica, que los signos o símbolos se vacían de contenido por el desuso o el exceso indiscriminado de su uso. Por ejemplo, el Valle de los Caídos, ese monumento que se hizo construir el dictador Francisco Franco para albergar sus restos mortales, es visto desde cualquier lugar de la sierra de Madrid pero casi nadie cuando lo ve desde su ventana piensa en lo que es. No obstante la alcaldesa de Madrid, correspondiente con Podemos, ha propuesto que se llame el Valle de la Paz, que es casi como honrar ideológicamente la idea del dictador que yace en ese lugar. La lista de dislates de este tipo empieza a ser alarmante.

Lo peor de esta tendencia del romanticismo revolucionario de cierta izquierda no es el lenguaje almibarado, empalagoso y cursi, sino que haciendo tábula rasa de la herencia de lo que no nos gusta estamos privando a parte de la sociedad de algo que también les pertenece, es un raro modo de ejercer la libertad prohibiendo, en vez de educar a la sociedad a comprender para que hechos intolerables no se repitan ni por admiración ni imitación. La memoria histórica no debiera ser un acto de venganza, sino de justicia, aplicando tanto la memoria positiva como la negativa. El pasado no se borra de un plumazo burocrático pero sí se puede asimilar críticamente en la evolución de la sociedad. Recuerdo en La Habana aquella importante avenida que se llamó Carlos III y que la Revolución cambió por Salvador Allende, pero que la gente le siguió llamando Carlos III sin saber siquiera quién era y lo que representaba. Si fuéramos a borrar o sustituir todo aquello asociado a lo que recriminamos, aunque sea cambiando sus nombres, yo no podría ir ahora a escuchar unas arias de Tristán e Isolda. Lo bueno, lo malo, lo que nos gusta y lo que no también forman parte de la vida y la memoria, no hay que renunciar a ellos, sino explicarlo.