Con un telón de fondo que podía hacer imaginar una trama diferente, en abril de este año se celebró el VII Congreso del Partido Comunista de Cuba, el más decepcionante para quienes esperaban que el evento propiciara un cambio de régimen de la noche a la mañana. Un mes antes la visita de Obama había producido otra decepción en aquellos que esperaban algo similar, un milagro. Ambos grupos de personas son víctimas del amancebamiento ideológico y participan de la milagrería optimista de la que el propio régimen cubano ha hecho un arquetipo de supervivencia. Al mismo tiempo son parte de la dualidad antagónica donde convive el pragmatismo con el anacronismo ideológico que criticó duramente la visita del presidente norteamericano porque suponía un balón de oxígeno para el gobierno de los Castro. Aunque no fueran las mismas personas, sí es la misma mentalidad alimentada por la frustración, que lamentablemente hace que los sentimientos se interpongan al sentido real que rige estos acontecimientos y que obedece a otras reglas.
La visita de Obama, aderezada con la consecuente modulación de la política estadounidense hacia Cuba después de más de 50 años alimentando el maximalismo castrense de los Castro, y el Congreso del Partido como legitimación del statu quo de la Isla, se inscriben dentro de una táctica nueva de la vieja estrategia de ambas partes. La primera no se trata de una segunda intervención de los Estados Unidos, como dijo Fidel Castro en su carta que no merece responderse, sino de otra forma de alcanzar lo que no se pudo con una política equivocada. Tampoco se trata en el caso del Congreso de lo que es lo mejor para Cuba, sino de qué es lo mejor para una oligarquía política generacional, consolidada en el poder y sustentada en un discurso ideológico sin ninguna renovación desde 1959, que ahora necesita asegurar su continuidad en un contexto diferente. En ese sentido podría inscribirse la política de cambios de la administración norteamericana y la de maquillaje que el Gobierno de Raúl Castro lleva a cabo, según sus expectativas respectivas.
No hay que esperar otra cosa de la voluntad del Gobierno. El espíritu de la Revolución ha sido derrotado doblemente, primero cuando traicionaron el ideario democrático para asumir in extremis el socialismo soviético y ahora que el idealismo revolucionario está siendo suplantado por el pragmatismo chino, aunque a la cubana. El problema que tienen los Castro no es la supervivencia de la Revolución ni de Cuba como nación, sino cómo legitimar su derrota ante la casta política conque mutuamente se sostienen en una complicidad que alcanza a todos los sectores de la vida social. Los Castro no se van a rendir y menos sin dar la impresión de que no han sido derrotados, eso es lo que está detrás de la gesticulación del régimen. Es un sello en la imaginería social cubana que Fidel Castro descubrió desde el desembarco del Granma en 1956, incluso antes cuando fue derrotado en el cuartel Moncada. La historia de la Revolución está marcada por esa dinámica de no aceptar las derrotas, ni siquiera cuando se es derrotado, y no es más que una de las especulaciones que mejor definen el espíritu de Fidel. El Congreso del partido no ha sido más que una puesta en escena destinada a marcar un antes y un después de la Revolución, pero sin poner en peligro la maquinaria que ya está en marcha para la continuidad de la oligarquía política.
A pesar de la frustración que sienten muchos cubanos fuera de Cuba, por lo que suponen una derrota del exilio causada por la reanudación de las relaciones entre los enemigos históricos, como consuelo puedo decirles que no menos sienten muchos cubanos dentro de la isla que ven también una derrota ceder ante el “monstruo” martiano, los Estados Unidos, con quienes se había constituido el argumentario de la cohesión interna. Aunque públicamente no esté permitido decirlo, en Cuba todos saben que los cambios implican una grave concesión a los principios socialistas que han sustentado históricamente a la Revolución: el discurso del miedo por el enemigo representado en los Estados Unidos y el exilio, y la propiedad privada como antítesis. Ambos fundamentos son el corolario de una serie de concesiones ideológicas que no podrían detener el efecto dominó si no es con medidas regresivas que nadie entendería. Y lo peor es que parte de esos cubanos incómodos por el sentimiento de pérdida, aunque sea una ínfima parte comprometida, tienen el poder y la influencia suficiente para ser tenidos en cuenta, de modo que para Raúl es mejor tenerlos como aliados en el proceso de “salvar a la Revolución” con una nueva vuelta de tuerca política, no solo porque pudieran poner en peligro sus planes, sino porque los cambios se mantienen dentro de esa lógica de “convertir la derrota en victoria” con la participación de los aliados más fieles. Y en ese sentido el Congreso comunista refuerza la idea de la resistencia y el triunfo, aunque para ello tenga que hacer retoques a la Constitución socialista.
En el peor de los casos, y en tanto imaginamos que esta puede ser la lógica del pensamiento de los hermanos Castro, si bien el proceso de relaciones con los Estados Unidos no significa una inminente caída del régimen cubano como muchos quisieran, sí constituye la única vía en el contexto actual para desestructurar el pensamiento de plaza sitiada y enemigo único, mediante el cual el Gobierno cubano había erigido toda una filosofía política tanto de carácter nacional como internacional. En algo podemos estar de acuerdo, durante más de 50 años la vía de la confrontación no sirvió para otra cosa que no fuera reforzar esa filosofía que había convertido a Cuba en un cuartel y alimentar el empobrecimiento espiritual y material de la nación. Todavía es pronto para saber cuáles serán las medidas que adoptará el régimen cubano para adaptar la economía, ni sí esas medidas serán de carácter progresivo o radical, tampoco podemos saber cuáles serán las consecuencias inmediatas o mediatas sobre la sociedad civil. Una cosa sí podemos creer y es que ellos, la casta, procurará mantener las riendas, incluso en un escenario que no les sea favorable, sin importar el coste del que ya se resiente la nación sin más proyecto que el de la supervivencia de un sistema del que depende su oligarquía política. Cualquier renovación pasa por fortalecer la cohesión de los lazos de sangre y la complicidad como el pegamento de la nueva estructura de poder.
El futuro de Cuba en las actuales condiciones no sólo depende de las relaciones económicas que puedan establecerse entre Cuba y Estados Unidos, depende sobre todo de la actitud del gobierno de la isla para asimilar los cambios que esas relaciones exijan, así como de las medidas que permitan que el incipiente mercado privado a manos de los pequeños empresarios llamados “cuentapropistas” se desarrolle de forma autónoma e independiente. En un Estado con un poder tan omnímodo las cosas corren a favor de quien gobierna y sólo si no se ve amenazado podrán progresar las relaciones económicas que se han empezado a establecer de forma primitiva. El Estado cubano cuenta conque si esas relaciones nuevas permiten darle de comer a la gente, entonces las relaciones superestructurales podrán conservarse en lo fundamental y dar lugar a un cambio de gobernantes sin afectar la estabilidad social y política que favorezcan la continuidad de su oligarquía. Ellos no piensan que el pueblo puede desear la libertad que se conoce en las sociedades democráticas y quizás no están equivocados si vemos el caso del modelo chino. Si la demanda de democracia, libertad de prensa y división de poderes no es la principal preocupación de los ciudadanos entonces no tiene porqué ser difícil, aunque sí complejo, establecer un marco reducido de convivencia de dos sistemas, una dictadura política y un régimen de propiedad privada limitada. Esperemos que a largo plazo se equivoquen.
En caso de que esto fuera así, aquellos que aspiran a un cambio de sistema tendrían razón para mostrar su frustración, pero, sin embargo, los gobernantes podrían contentar a aquellos sectores de la sociedad y el poder que ven la necesidad de resolver los problemas materiales sin reconocer que la Revolución ha sido derrotada. En este supuesto, lo único que podría destrozar los planes del Gobierno cubano sería que los cubanos dentro de la isla sintieran la necesidad de un régimen político diferente, y que los cambios destinados a paliar el descontento por motivos materiales acumulados generación tras generación no fueran suficientes. Entonces se me ocurre pensar en algo que nunca ponemos en cuestión cuando expresamos el deseo de ver a Cuba integrada plenamente a la comunidad de países democráticos, ¿realmente los cubanos quieren ser libres? De cualquier manera las nuevas relaciones de Cuba con los Estados Unidos, la cada vez más precaria situación de los países aliados en Latinoamérica y los cambios que el Gobierno cubano tendrá que hacer para perfilar su modelo, nos permitirán ver más tarde o más temprano al último Congreso del Partido como una pantomima más para legalizar los cambios que legitimen una Cuba castrista sin los Castro. No importa que el muro nos parezca infinito, el final está en alguna parte de el mismo.