Eso que anda: LA CORRECCIÓN

Anda por ahí un virus que sólo afecta a los cubanos después que han logrado salir de la isla, de modo que podemos suponer la existencia de un mal endémico que se manifiesta cuando puede manifestarse, o sea, lejos de las restricciones del sistema inmune impuesto por el régimen político. Es una extraña enfermedad derivada de nuestra propia cultura de la represión o la cancelación, que debuta cuando muere alguien de cierta relevancia en el estrecho mundo de la isla, como sucede con algunas enfermedades no está muy claro si es contagiosa y ni siquiera cómo se adquiere por la cantidad de factores y causas que intervienen en su trasmisión. Lo que sí está claro es que se produce con efecto inmediato, en cuanto esa persona hace patente su desgracia cruzando el umbral que nos separa de los muertos se estrena la enfermedad en quienes lo sobreviven. Los cubanos no derriban estatuas, erigen muertos.

Cuba ya tenía su literatura y su culto a los muertos de la patria que el régimen se ocupó de instalar en el mundo de los vivos, los mártires y sus efemérides, pero le faltaba un subgénero necrológico que el exilio actual, los “cubaneos”, se ha ocupado de descubrir también por motivos ideológicos y políticos, como lo hizo el Gobierno de la isla con sus quince mil ángeles y vírgenes del santoral revolucionario, elegidos desde el Padre de la Patria hasta la actualidad. Si la relación con los muertos dejó de ser un asunto privado y espiritual para ser un culto a la muerte como parte de la doctrina política que tiene su paradigma en la disyuntiva “Patria o Muerte”, hoy en la Cuba de afuera los cubanos hacen uso de la libertad, que dentro tuvieron racionada, para ejercer su arbitrio de valores sobre los que van muriendo allí y que posiblemente formarían parte de ese panteón que cultiva y riega la Revolución. Se trata de la enfermedad de la corrección a los muertos y atañe tanto a “los buenos” cubanos como a “los malos” — esa separación que a priori estableció el discurso oficial de la lealtad ideológica y política–, lo mismo para resaltar y ennoblecer a alguien, como para denigrarlo con tachaduras sobre aquellas partes de su vida que interesan. Es la misma enfermedad de justicia moral de la que adolece la jerarquía del régimen cubano, que ha transmitido hasta hacerse epidémica en ese gran hospital llamado Cuba.

Uno de los modelos que los totalitarismos implantaron para desimplantar el pasado fue el de la corrección de la historia política y de la sociedad. No se podía reescribir la historia y producir un discurso nuevo sin hacer una corrección previa. Así se corrigieron la economía y las finanzas, la historia y el papel de los líderes con sus respectivas argumentaciones ideológicas, la enseñanza y su independencia de la política, la cultura artística y literaria y la cultura de la libertad, el papel de la familia en la formación de la moral privada y autónoma de la moral pública. Todo se corrigió, incluso la misma finalidad por la cual gran parte de la sociedad apoyó material y moralmente la guerra contra la dictadura de Batista, y también se corrigieron los argumentos que respaldaron esa finalidad. Habría sido imposible la destrucción del pasado para imponer la dictadura socialista de la Revolución sin una corrección que facilitara la reescritura de la isla que, en efecto, ha dado lugar a una Cuba nueva, aunque peor, en la que los cubanos, corregidos y reescritos, se reconocen mal a sí mismos en cuanto a lo que son y con su pasado. Tampoco habría sido posible la Revolución sin la destrucción del pasado, así que la corrección y la destrucción son parte de un mismo proceso cognitivo de la sociedad en general y los comportamientos individuales en particular tanto dentro como fuera del país. Hay que ver este cambio como un complejo proceso cognitivo de distorsión de las relaciones sociales y de la apreciación de la realidad en dos grandes correlatos ideológicos y políticos: el pensamiento dicotómico y la abstracción selectiva de la información que han conformado la forma en que la sociedad se relaciona del que no escapan quienes se marchan del país.

Al contrario de lo que reza el eslogan actual del régimen cubano, “Somos continuidad”, no hay continuidad dentro de Cuba, ni con lo que se destruyó corrigiendo el país anterior a la Revolución, ni con lo que dejó Fidel Castro al morir. El Gobierno actual, todavía menos inteligente y con menos autoridad que el anterior, sabe que incluso sus correcciones actuales a lo corregido lo que producen es una discontinuidad con el pensamiento del fundador y las generaciones primeras del régimen, dicha discontinuidad acabará produciendo el cisma social entre lo aprendido y lo practicado que ya presenta síntomas en la disconformidad y la contestación de la población subalterna, incluyendo a aquellos que vivieron la utopía con una dosis de compromiso y sacrificio rayano en la docilidad. Sin embargo, sí aciertan en cuanto a la continuación de una manera de pensar y sentir Cuba conforme a la corrección que la maquinaria de distorsión ha impreso en la cognición de los individuos mediante la educación, la cultura histórica y política, la propaganda, el lenguaje y todo aquello que en un sistema social sirve para relacionar la esfera pública con la privada, absorbida esta última por la primera en el caso de un sistema social ideológico y obligatorio como el cubano. Cuba produjo un hombre nuevo, el “cubaneo”, que cuanto más alejado está de la isla anterior al 59 y de la isla que abandonó –dos islas en su pasado, la primera intangible—reproduce mejor las correcciones de su formación como individuo, una copia en la que es difícil reconocer la imagen de lo que él mismo quiere ser corrigiendo lo que nos corrigieron a todos en la isla. Sin saberlo es un rublo exportable de la economía y la ideología política de las cuales huye y sobre la cual proyecta su frustración en los otros que no se fueron, esos que representan en sus privilegios el poder, la culpa de la situación vivida en el país y el deterioro de ideales que erróneamente han crecido en los cubanos como de la patria, cuando en realidad son los de la madre Revolución, quien ha dado a estos cubanos su identidad putativa.

No hay muerto nuevo que no pase por el énfasis correctivo de quienes padecen esta patología social que cada vez se propaga con mayor peligro sobre los vivos, incluso sobre sus propios progenitores. Uno se pregunta a qué se debe esta vehemencia de corregir, no digo evaluación que ojalá lo fuera, a los que se van al otro mundo. La evaluación es un proceso mental más complejo, equilibrado, donde prevalece el análisis sobre la opinión y del que carecen quienes padecen la corrección positiva a favor o negativa en contra de los otros. En la corrección no hay término medio: los muertos son totalmente buenos e irán directamente al cielo de la patria o son todo lo malo que se puede ser y son devueltos al infierno de donde no debieron salir. La corrección positiva y negativa son un mismo fenómeno de reescritura de la realidad que sustituye lo existente por una parte de esa realidad, es un proceso de jerarquización de la información selectiva y adulteración de la realidad elaborado institucionalmente de la Revolución, que hoy se repite en quienes escriben un discurso dictado por el mismo enfoque. Uno de los ejemplos clásicos convertido en metáfora es la desaparición de la imagen del periodista y guerrillero Carlos Franqui en la foto del triunfo junto a Fidel, después de su disensión y depuración. Poetas degradados por su actividad política y poetas encumbrados por su no actividad política, son ejemplos recientes. Tanto la corrección positiva, incluyente, como la negativa, excluyente, son una deformación cognitiva dañina de los valores sociales de la convivencia democrática que, además, contribuye a la permanencia de pautas heredadas y la promoción de un modelo ideal de radicalismo basado en el “buenísmo” y el “malísmo” de las personas, sin aclarar la relación de las actitudes de ellas con el contexto, cuando lo importante no es la verdad de la bondad o la maldad, sino saber si la actitud que tenemos y tienen los otros es mejor con respecto a la otra posible, como sostenía el filósofo norteamericano Richard Rorty que debería ser la esencia de la política. Aunque aquí me detenga en la corrección negativa, ambas son taras sociales, en la que el criterio de selección en perjuicio o beneficio del finado sirve para justificar el criterio ya establecido de antemano de quien corrige con una finalidad, que podría llamarse oportunista si fuera racional.

La sensación que da esta enfermedad es que muchos de quienes la padecen, ejerciendo de correctores de quienes mueren han perdido la memoria o no tuvieron pasado como sucede con los más jóvenes. Muchos de los correctores de hoy, que recuerdo porque me voy haciendo viejo y sí tengo pasado, gracias a Dios, fueron corregidos y correctores ayer y aplaudieron y desfilaron y medraron con las medallitas que les aseguraban los pocos privilegios del sistema, igual que los que mueren, sólo que los muertos alcanzaron más “cajitas” después de haber permanecido más tiempo fieles a lo que creían, o fueron obligados, o fingieron ser. Los más jóvenes son víctimas de la corrección y han nacido sin memoria o con la memoria selectiva que el régimen normalizó en la sociedad con los recursos de la educación y la propaganda, por eso es tan necesario volver a la historia con una visión integradora que recomponga la identidad nacional con todos los componentes, aunque ello signifique una corrección de nosotros mismos, esta vez sin las mutilaciones por la cuales el presente está mutilado y parece a veces no tener ni pies ni cabeza. No hay que escandalizarse ni rasgarse las vestiduras por haber servido, la gratificación y el servilismo son inherentes a todos los regímenes y prácticas sociales, sólo que en las democracias nada ni nadie obliga y cuanto más desarrollada es esta mayor es la posibilidad de elegir y no ser cómplice de lo que no queremos. De cualquier manera todos llevamos dentro un miserable, como la bayamesa, del que se sirven las dictaduras, en dependencia de cómo sepamos o podamos administrarlo. Es un miserable yo que alimenta su necesidad de supervivencia adaptando al sujeto a la adopción de las posturas más incómodas para sobrevivir como un contorsionista en la jaula, y que cuando ha logrado la libertad continúa actuando por reflejo como el contorsionista enjaulado.

Es una enfermedad muy triste, sobre todo cuando la corrección es negativa, porque por un momento podemos ver en esas personas que la padecen el pequeño o gran miserable que llevan dentro al escribir una necrológica correctiva contra el occiso que a veces ya ha muerto civilmente. Por otro lado, la intencionalidad política que se supone el objeto de la corrección, al despiezar el cadáver enemigo y arrastrarlo como los bárbaros, pierde su objetivad ya que la corrección muere con el muerto, sin que las razones de la corrección nos lleven al origen de la actitud del corregido, en el caso de Cuba el sistema. La opacidad de la vida pública cubana es imposible iluminarla corrigiendo la responsabilidad de los muertos por las funciones que realizaron, ya que muy pocos en Cuba son totalmente responsables o conscientes de lo que hicieron, fuera positivo o negativo, a no ser que el propio régimen hubiera señalado esa responsabilidad durante la corrección permanente, selectiva y vigilante que mantiene sobre los sujetos de la sociedad. La corresponsabilización que hizo del poder su principal baza de dominación social, impide separar a los culpables de los inocentes. Sólo es posible y moral separar a la sociedad en más responsables y menos responsables, ya que todos los que hemos vivido en la isla hemos sido cómplices activos o pasivos, en mayor o menor grado, de participar aunque fuera inevitable la participación, unos habiendo creído aunque fuera temporalmente, otros habiendo sido engañados y los muchos fingiendo la fidelidad porque lo contrario era un riesgo que para algunos fue rentable, mientras que para la gran mayoría la no participación podía significar el suicidio social y el ostracismo. La pertenencia a las organizaciones sociales y los sindicatos, la participación en cualquiera de las actividades educativas, culturales, de defensa y productivas, desde los CDR en el vecindario hasta los cargos de la nomenclatura supone un nivel de tolerancia, aceptación y resignación incontestable.

Es preciso decir que las sociedades se hacen totalitarias y sus ciudadanos víctimas y victimarios de ellos mismos cuando la sociedad deja de separar la moral privada de la moral pública, y la primera sucumbe a la moralidad normativa del poder político e institucional, aún más cuando esa moral pública es represiva como en las dictaduras de izquierda. De modo que es absurdo además de injusto evaluar la vida de alguien por sus posibles errores como arquitecto, por ejemplo, porque aunque todos los puentes se le hubieran caído, esa es nada más que una parte de su vida y de las identidades que todos los individuos tienen a lo largo de su vida. Se le debe evaluar por su profesionalidad y conocimiento de lo cual puede derivarse una responsabilidad. En Cuba, al contrario, cometer un delito o un error de cualquier tipo invalida al individuo como ciudadano, ya que la categoría de ciudadano tiene unos requisitos dependientes de la moral social impuesta que anula la moral privada imponiéndose sobre ella. La no separación de las moralidades que componen el mosaico de moral pública y la privada impiden la convivencia de los individuos según sus creencias que, como en el caso de Cuba, dejan de ser las del sujeto para convertirse en las del sistema. Así mismo, sólo se salvan de la anulación social quienes son corresponsables del régimen y demuestran la fidelidad a la ideología moral del sistema. De modo que es imprescindible para sobrevivir mostrar y demostrar un grado de adhesión con la moral ideológica y política, que garantice las suficientes gratificaciones permitidas para una vida social y privada mejor, aunque esa forma de vivir esté alimentada por la doble moral estandarizada en toda la sociedad. La doble moral es la única forma en la que pueden convivir la moral pública y la privada cuando la primera ha suplantado con sus valores a la segunda. Las correcciones políticas a la vida de los muertos, puros e impuros según el antiguo código eclesiástico, obedecen al mismo mecanismo normativo y excluyente de la sociedad cubana que ha basado su convivencia en una moral pública vigilada y controlada por el poder político a través de los propios individuos.

Los “cubaneos”, que son quienes más expuestos se hallan a adquirir esta enfermedad de la corrección que anda, son más papistas que el Papa y se caracterizan por mostrar en sus comportamientos aquellas correcciones de la Revolución como si fueran suyas, repitiendo actitudes de negación de lo que fueron e hicieron con las que se autoreafirman. Corregir es lo que mejor se les da, reprender, amonestar, advertir en los demás con la misma celeridad con la cual la sociedad dentro de la isla reaprendió a convivir después de haber sido corregida y reescrita. Ellos no lo saben, actúan como individuos automatizados, zombies, que se creen libres y aunque les parece moverse en la luz, lo hacen en la sombra donde mamaron la sangre de los mártires, del enemigo y las relaciones binarias en las que aprendieron a sentir y pensar en blanco y negro, que es la manera cómo se ordena el mundo en las dictaduras y en las tinieblas. El odio, la falta de ponderación, los juicios sumarísimos, el patriotismo ideológico y político, el supremacismo vernáculo, el nacionalismo egocéntrico, el radicalismo y la incontinencia correctiva forman parte de esa mezcla de síntomas de una cultura social de donde se extirpó la moral privada, que se transmitía de familia en familia y servía de rasero catalizador de las conductas en la esfera pública. Era la capacidad que conservaban los sujetos de poder actuar fuera del ámbito privado frente a valores de modelación social que no le impedían conservar su libertad individual. Al contrario de lo que se piensa, lo primero que fue destruido por la política del régimen de 1959 no fue la economía, ni siquiera fue el régimen anterior, sino la familia y con ella la moral privada que contendía con la pública, prefigurando el desastre que se vive hoy y que la caída de un rayo sobre el Palacio de la Revolución no podría reparar, si no fuera la democracia que podría devenir con una real separación de poderes y de la moral pública y privada.

Esas actitudes de corrección contra otros individuos, no contra el sistema que ha convertido a esos individuos en lo que fueron, o también pudieron llegar a ser quienes se ensañan con los muertos, es el síntoma de que la relación con la dictadura cubana es más sentimental y emotiva que política, como parte del proceso cognitivo que más arriba he apuntado. Tampoco la corrección muestra una apelación a la razón democrática, sino a la necesidad de proyectar la frustración y la necesidad como lo hace un hijo con su genitor. En definitiva, la familia cubana, posiblemente la mayor riqueza cultural de la nación, fue destruida y suplantada por la maternidad de la Revolución. Cuando los “cubaneos”, más cubanos que las palmas, convierten a los muertos en centro de su vehemencia negacionista en el fondo lo que hacen es culpar a esos individuos de su propia frustración, y no al sistema del cual somos víctimas todos, bajo una ilusión de identificación ven a esos individuos no como corresponsables, sino como representantes de lo que perdieron. Los “cubaneos” son un apéndice de la versión cubana de la llamada hoy cultura de la cancelación, con un perfil generacional no excluyente que hereda la frustración y la radicalización de las generaciones precedentes, pero desconectados de la tradición cívica del país que tenía sus raíces en la cultura moral fomentada por la familia y la escuela cubana tradicional. Una tradición de la moral privada que alimentó la joven y maltrecha democracia de la república, corregida por la Revolución con su propia normativa de valores. En ese sentido la corrección no deja de ser una actitud revolucionaria de revolucionarios, que es la manera errática y maniquea con que el Gobierno identifica a sus seguidores. Lo digo de otra manera: muchos de quienes se oponen al régimen cubano desde fuera del país, padecen de la misma enfermedad que contrajeron cuando vivían dentro, la corrección política de quienes no comparten sus ideas mediante la desacreditación de la persona, una tradición revolucionaria que identifica el radicalismo del movimiento de corrección que ha invadido las ciudades norteamericanas y europeas.

El último muerto que ha desatado la enfermedad cubana de la corrección es Eusebio Leal, con quien me encontré muchas veces en los pasillos, pero sólo sostuve dos o tres conversaciones, alguna memorable, cuando junto a un amigo se encaminó a andar Madrid para mostrarnos cerca de Sol una de las casas donde vivió Martí y para la cual estaba demandando una placa conmemorativa. No teníamos nada en común que no fuera La Habana, y era preferible estar lejos de él por el exceso de adjetivaciones que lo hacían dómine de la oratoria nacional. Se dicen muchas cosas, como suele suceder con las personas que han ejercido una vida social pública tan intensa durante tantos años como es el caso, pero lo único contrastable es que era un hombre muy laborioso, que introdujo en el discurso cultural una visión del patrimonio diferente y enseñó a más de una generación a ver y amar con otros ojos a La Habana, revelando la historia de sus calles y el valor de sus piedras, aún mejor que otras ciudades del mundo con un patrimonio mucho más rico. Su programa de televisión “Andar La Habana”, ennobleció una ciudad venida a menos que nunca será lo que fue, ante la mirada del país y de unos habaneros nuevos emigrados a ella después del 59, que la sabiduría popular con la ambigüedad que propicia la censura lo hacía notar con una frase: “La Habana no aguanta más”. Después que se ha destruido la majestuosidad de las quintas, los palacetes del Vedado, el neoclásico, los capiteles y balaustradas modernistas, lo poco que quedará de esa urbe al futuro de Cuba será lo colonial que le debemos a Leal y sus habilidades cortesanas para ganar favores y situar su trabajo en el centro de los intereses del poder político, posiblemente la única manera en que eso es posible en una dictadura. En las sociedades hay hombres que construyen y otros que destruyen, puede que cuando todo acabe, y el país disfrute de una convivencia democrática, a Leal se le recuerde por esa obra y no por sus soflamas a favor de quien le había dado el trabajo que el amaba.

Quizás los cubanos deberíamos tener más en cuenta que el miedo y el oportunismo han sido las mejores creaciones de los estados totalitarios socialistas, aunque el nuestro haya sido con pachanga, según suele decirse para naturalizar una dictadura diferente, caribeña, aliviada por el choteo y otros condimentos domésticos de corresponsabilización social. Una compleja trama de deberes y obligaciones a la que toda la sociedad se veía sometida, incluso cuando la obediencia no parecía reñida con esos deberes y obligaciones mediante los cuales todas las relaciones sociales estaban comprometidas por la moral pública como la única posible. De esta moral del bien común, inapelable y represiva, sin alternativas y caracterizada por la politización de todas las esferas de la vida que incluían la privada, nace el sentido de la supervivencia asociado al miedo y el oportunismo. A pesar de que miedo y oportunismo son dos palabras que el cubano sólo aplica a otros, la presencia de los mismos es perfectamente constatable en la vida cotidiana férreamente expuesta por la vigilancia y el control en todos los aspectos comunitarios desde el barrio, la escuela, el trabajo, el deporte, la cultura, por citar algunas de las esferas donde las organizaciones de masas reproducen la imagen del poder político. El miedo y el oportunismo son dos bazas conductuales con enorme sofisticación del papel que los sujetos adoptan en su vida social, incluso sin que los mismos lleguen a comprenderlo, pero a los que casi nadie que se halle fuera de la más alta jerarquía del totalitarismo puede escapar. Muchos de los que ahora han adquirido voluntariamente el triste oficio de hacer el traje más feo a los muertos, a pesar de que antes disimularon admiración o respeto por quienes tal vez compartieron ideales, también vistieron el mismo modelo que llevó el difunto.

Si este proceso pudiera ser racionalizado, podríamos comprender y sentir como Larry Nolan (Chris Cooper) al responder a David Merrill (Robert de Niro) en Guilty By Suspicion, cuando éste le pregunta al primero porqué había delatado hasta a su propia mujer, después de comparecer ante el Comité de Actividades Antiamericanas en plena fiebre de patriotismo macartista: “Hice lo que cualquier americano cagado de miedo hubiera hecho”, dice Nolan. Los cubanos, corregidos por la historia y durante más de 60 años por el Gobierno, podríamos empezar a corregirnos en aquellos que practicando el vampirismo buscan culpables en los muertos para hallar su propia inocencia y dejar de corregirnos en los que no pueden responder. Mientras yo cargo con balas de plata mi estilográfica.

Ilustración: @filipcustic