Anda por ahí una carta que demanda a través de una plataforma social la retirada de la película La red avispa (Wasp Network) de la cartelera de Netflix. Lo peor es que junto a dicha carta ha surgido un grupo que jalea arguyendo criterios morales para que firmemos, lo cual quiere decir o hace suponer, aunque no sea así, que la moralidad de los jaleadores es superior, dominante y por consiguiente normativa. En una circunstancia distinta, digamos como la de Cuba, esa diferencia de poder podría darles derecho para imponer su justicia y la obligación a los otros por encima del albedrío individual, o sea, sobre la propia libertad de los demás. Todo ello sin entrar a razonar ni poner en duda si realmente es justo o moral lo que piden, según el marco de la justicia y la moral del lugar desde donde exigen y no donde adquirieron ésta. Además, la petición de censura jerarquiza lo que consideran justo y moral por encima de la idea de libertad, no importa cual fuere, contraviniendo uno de los principios de la democracia. Esta moralidad para justificar la prohibición, a pesar de que no puedan racionalizarlo, es sin duda alguna igual a la moral del régimen cubano y de las dictaduras en general. Mutatis mutandis, no importa que vivan a más de noventa millas de Cuba.
Este hecho no es aislado y habla de un tiempo nuevo en el que vivimos, donde ha surgido un movimiento articulado por comportamientos y creencias heterogéneas que coinciden en la dirección de prohibir aquello que contradice su ideología, es como una nueva religión social, sin una iglesia ideológica concreta pero con los mejores discípulos en la izquierda, que arrastra a sus prosélitos organizados en una racionalidad que lucha por implantar un paradigma irracional. Las relaciones entre personas, con la historia, con la naturaleza e incluso con el lenguaje no sólo pasan por una revisión de nuevo puritanismo sustentado en microideologías, sino que son arrasadas como estatuas por quienes imponen su verdad a la de otros, da igual que no medie razonamiento ni lógica racional. Por no ser menos, últimamente las redes sociales han propiciado una catarata de convocatorias, movilizaciones, apelaciones, cartas y tómbolas que han sustituido a la inteligencia y al sentido común del que dudábamos en otras generaciones de exiliados cubanos que sobrevivieron junto al exilio más dado a las acciones violentas. Algo debe ir mal en el reino, diría el siempre socorrido Shakespeare político, cuando hay tanta gente queriendo parecer, aparecer y representar condotieros de causas y obligaciones de patriotas, arrogándose el derecho a actuar por la patria en nombre de todos. Esa que cada cual tiene, la zarandeada patria que el régimen cubano prefabricó unilateralmente con las piezas de conveniencia, y que hoy ha adquirido un valor de uso generacional adaptada a los nuevos medios de comunicación digitales y el lugar que tenemos dentro o fuera.
Para quien no esté al día sobre los asuntos cubanos, La red avispa (Wasp Network), es una película sobre el controvertido caso de una red de espías cubanos en los EE.UU., instalados allí en los años noventa cuando cierto exilio creyó rendir al régimen cubano en su periodo más débil. Tanto la contundencia de las acciones de ese exilio como la captura de los espías sirvieron de pretexto a Fidel Castro para elaborar y liderar una campaña de patriotismo, dirigida a sostener la moral de la sociedad cuando la crisis de credibilidad del sistema se extendía a todos los regímenes socialistas y acabó con la destrucción de ese bloque encabezado por la Unión Soviética. Seguramente, dicha película pasaría sin pena ni gloria sin el affaire cubano. Con uno de los peores guiones que se recuerdan sobre hechos reales, aunque la misma se jacta de ser una versión testimonial no obstante dejar fuera de cámara una serie de incógnitas sobre los espías, así como de los gobiernos de Cuba y Estados Unidos que merecerían ser conocidos. El resultado es una obra mediocre que deja insatisfecho a casi todo el mundo, incluso a los menos exigentes que nada más querían ver una buena película de ese género. Pero también a los que la valoran por su grado de identificación con las ideas y sentimientos de los espías convertidos en héroes por Fidel Castro, y los que deseaban los mismos merecimientos en los personajes y organizaciones del exilio donde éstos se infiltraron. Posiblemente ni el Gobierno cubano se sienta complacido a pesar de que parece haber escrito el guión. Quizás el hecho más grave es que la muerte de los pilotos es tratada con una superficialidad que produce vergüenza, en la que nada se pone en tela de juicio, ni la crueldad de unos, ni la temeridad de otros.
El filme no merece mucho más espacio. Sin embargo, la proposición de la carta y la convocatoria de apoyo a prohibir podrían definirse como un comportamiento significativo de una mentalidad que sobrevive más allá de la isla, que se repite en las relaciones entre los cubanos desde hace sesenta años. Esa reiteración merecería un poco de atención de cara al futuro, sobre todo cuando el llamado a proscribir se produce fuera de Cuba, en un contexto donde al contrario de lo que sucede en la isla, las reglas de la sociedad están definidas por los valores de la libertad y la democracia. Se trata de un comportamiento sin justificación de la sociedad local, ni de ideología política, ni por la presión social o política, ni de la obligación institucional. Podría considerarse una anomalía de quienes dicen haber salido de Cuba en busca de libertad y se muestran dispuestos a negarla. Deberíamos tratar de saber si esta anomalía es una característica propia de la identidad colectiva desarrollada en el contexto social cubano dentro de la isla o un rasgo adquirido eventualmente por el sujeto para adaptarse en un nuevo contexto identitario cubano fuera de ella. Acorde con la sociedad de la isla, sometida por políticas de despersonalización y colectivización, puede ser comprensible y justificable la actitud de los individuos de dentro que, sin ser su función y oficio, se ven obligados a reprimir la opinión y la actuación de lo que está normado por el sistema que debe reprimirse. Es una de las lógicas de convivencia social impuesta por el poder a quienes están forzados a someterse a los mecanismos de adaptación social generados por la represión, pero no es el caso para quienes viven fuera del círculo vicioso que genera ésta.
Al revés de cómo podría suponerse, algunos comportamientos de intolerancia como el que sugiere la carta y otros que nos identifican mantienen una perversa similitud con aquellos de quienes nos esforzamos en alejarnos. Esa fuerza centrípeta es común y natural a todos los cubanos de una u otra manera y obedece a mecanismos automatizados por el sistema e internalizados por los sujetos durante un proceso de aprendizaje social que dura mientras se vive en las condiciones creadas por el sistema cubano. Es el resultado de la gran inversión que hizo el régimen en crear un sistema de relaciones centrado en lo que es común y con lo cual elaboró un discurso de identidad basado en la patria ideológica. Dicho discurso está estructurado como un diálogo del poder y la sociedad, un remitente y un destinatario. Los papeles de remitentes y destinatarios son roles simbólicos que se intercambian ejerciendo una aparente igualdad, correspondencia y asimilación de identidades basada en la creencia aprendida de que “yo soy el pueblo, el pueblo son las instituciones y las instituciones son el poder”. Un sistema aparentemente satisfactorio para ambas partes, tanto para el remitente como para el destinatario, ya que facilita una supuesta democracia directa muy similar a aquella que demanda cierta filosofía política de izquierda y comunitaria en boga, que cree de esa manera suplir los defectos de la democracia parlamentaria en la que devino la democracia ateniense, pero que en realidad lo que permite es una relación entre el poder representado en las instituciones y un “yo colectivizado” o “nosotros” al que se le ha privado de la libertad de la diferencia del “uno mismo” con “los otros” y “el poder”, atados a una cadena de instituciones y actividades que representan el discurso y el lenguaje dominante.
Así el individuo está inmerso en una totalidad que lo hace creer el que no es, y él mismo cree hablar por sí mismo, cuando en realidad habla con la voz colectiva que le han dado. Cuando ese individuo se comunica lo hace integrado como un “yo colectivizado”. Si bien en su yo interno puede no estarlo, es la única manera en que puede relacionarse como parte del sujeto colectivo, secuestrada su individualidad y su identidad moral, después que la moralidad institucional despojó a la moralidad personal de todos aquellos valores que permitían evaluar a los otros, los hechos y las instituciones según la perspectiva de la diferencia. La libertad es aplastada por la complicidad institucional que permite una supuesta relación de igual a igual con el poder que deviene en totalitarismo igualitario e identitario. No existe representación que es la relación imperfecta y asimétrica de la democracia, sino correspondencia entre el poder y la sociedad total en una relación que no aspira a la representación, sino a la identificación. La sociedad se identifica con el poder y el poder se identifica con la sociedad, aunque sea a través de una simulación que permite a los remitentes y destinatarios relacionarse sin mostrar el verdadero rostro que disiente de lo que el lenguaje refleja. Ni el poder muestra su verdadero rostro que esconde en la complicidad con la sociedad que colabora, ni los individuos se muestran tal cómo son como parte de la estrategia de simulación que le permite ocupar mejor lugares de gratificación del poder. Si no fuera tan real, tan dramático, y durara tanto tiempo esta forma de relación que ha paralizado a la sociedad cubana, podríamos decir que la Revolución ha creado una obra de ficción monumental en la que hay un autor que adopta diferentes rostros con muchas escrituras y un solo lenguaje.
Dicha relación de remitente y destinatario es prevalente sobre la libertad individual de elegir interlocutor, a la que es intrínseca incluso la libertad de no dialogar en las democracias. Para entender la dimensión de esta “relación epistolar” de la sociedad cubana con el poder es necesario distinguir un “yo colectivo” conformado por creencias, ideas, sentimientos y comportamientos asumidos en su diversidad voluntariamente por los individuos dentro de un marco social, jurídico y cultural que regla la vida de los individuos como un subsistema del sistema, y el “yo colectivizado”, como es el caso de los cubanos, por pautas que no son elegidas y tienen que ser aceptadas a riesgo de sufrir diferentes formas de castigo como el extrañamiento forzoso de los individuos y la falta de gratificación social que depende únicamente del poder que elabora la narrativa de la colectivización. Muchos de los comportamientos que padece la sociedad cubana de dentro y de fuera tienen que ser explicados por la socialización particular de la sociedad colectivizada, a partir de la forma en que se relaciona con el poder político y viceversa. Generalmente los análisis se centran en este poder y en los mecanismos más visibles que ejerce para mantener el dominio de la sociedad, pero no en aquellos que se vuelven invisibles por su carácter incruento y la tolerancia y complicidad con que la sociedad los acepta, y además los comparte y distribuye, convirtiéndose en un instrumento más del poder. Muchas de las personas que dentro del país y fuera hoy se oponen a la política del régimen y piden un cambio por cualquiera de las vías posibles, pacíficamente o no, han sido parte de estos mecanismos de colectivización, por lo tanto han sido y aún pueden ser cómplices activos o pasivos, conscientes o inconscientes, impedidos de sustituir las formas de relacionarse con el poder por otras vías democráticas donde los comportamientos y valores regentes son estructurados dentro un marco de libertad.
Podría decirse, en contra de la opinión generalizada, que el gran triunfo del régimen cubano es haber creado un “hombre nuevo”, que aunque no se parezca al ideal guevarista hoy lo exporta como su mejor rublo económico, social y político, el cual lleva consigo una mentalidad tan encorsetada por la patria ideológica que repite como una sombra los movimientos proyectados por la luz de la Revolución, aunque la misma se mueva en la oscuridad con un destino incierto. Ni siquiera es una actitud consciente, es el fruto de la semilla que le fue cultivada dentro en sus relaciones de pertenencia y adaptación a la sociedad. Escribir en nombre de la moral para limitar o suprimir la libertad de otros forma parte de esas pautas aprendidas que conforman el marco de nuestra educación y aprendizaje. La aspiración de la Ilustración a la universalización de valores como solución de las diferencias es una utopía como antes. Tampoco es “justo” hablar en nombre de la libertad cuando la demanda de la carta viola dos principios democráticos intolerables en las dictaduras, sin que el orden de los factores altere el producto, son: 1) la orientación de la libertad es biyectiva, 2) y la estructura jerarquiza la libertad sobre la justicia. Aún más “injusto” cuando la justicia aprendida por quienes juzgan es la justicia patriótica que el régimen creó como parte de una ideología totalitaria que justifica la carencia de libertad por la necesidad de justicia. La “justicia patriótica” es el argumentario normativo y punitivo que justifica la igualdad en base de la ideología de la patria que el régimen estableció como tabula rasa de todas las relaciones sociales. Dicha justicia incluso ha establecido un límite en la consideración de quién es o no patriota y la cantidad de patriotismo aportada en función de la identificación de los individuos con la patria ideológica.
La Revolución cubana tiene una larga relación epistolar consigo misma que podría ser la gran narración con la cual se narraría a sí misma, una escritura que acoge todo aquello que la falta de libertad ha impedido expresar y mostrar y quizás constituye la parte más íntima de su historia cívica con la sociedad. Quejas, solicitudes, aclaraciones, demandas de carácter público y privado, informes, delaciones, resoluciones, “buzones de quejas y sugerencias”, cartas de la administración (admon), dimes y diretes entre los individuos y las instituciones que reflejan la naturaleza de la relación con el poder. Si en Cuba la justicia y la libertad formaran parte de un mismo equilibrio agónico, como es la tendencia en las democracias, los individuos no tendrían que escribir tanto y el dictador todavía representado en las instituciones no tendría quien le escribiera o recibiría las cartas en un lenguaje diferente al del poder. No es un dato menor que una de las consecuencias de la colectivización ha sido la pérdida de la identidad individual y que el uso del lenguaje del poder produce en quien lo usa un reforzamiento de su identidad institucional. La sociedad ha dejado de pensar con sus palabras después de haber perdido la autonomía y la independencia a cambio de la justicia de las instituciones. La sociedad habla y razona los problemas que le conciernen con el lenguaje del poder de modo que resulta casi imposible encontrar una explicación razonable diferente a la de ese poder.
Si el sujeto colectivo cubano forma parte de un sistema cerrado dentro de un marco ideológico de identificación físicamente controlado y con reducida movilidad social, entonces finalmente la relación epistolar de la sociedad es una relación de la Revolución consigo misma, que ha estado sesenta años escribiéndose y reescribiéndose a sí misma sobre un original del que reproduce copias innumerables. Repitiéndose y exportándose. Hoy día la narrativa que ha creado esta relación epistolar impide leer con claridad los mensajes originales de la Revolución que facilitaron la adhesión de quienes luego se sintieron engañados. A este proceso contribuyó muy pronto la reproducción de una cantidad ingente de alfabetizados y más tarde de universitarios, que sirvieron al régimen para seguir reescribiéndose a través de la inteligencia creada por el sistema, muchos de los cuales se marcharon del país hartos de reescribir las nuevas copias del paradigma. Aquel que hizo creer que la sociedad se escribiría a sí misma y para sí, pero sin la libertad de escribir lo que quisiera y contra lo que le pareciera, y dio lugar a una sociedad servil, feliz de servir y de ser protagonista de su escritura, orgullosa del desarrollo de una potente industria de alfabetización destinada a enseñar a escribir y leer lo que el sistema y las instituciones necesitaban para reproducirse. La relación epistolar de los cubanos con las instituciones no es anecdótica, es una forma de relacionarse con el poder y con quien lo representa. Cuando un individuo coopera, aunque sea sin integrarse, según ciertas pautas y valores conjuntos se convierte en colaborador y puede considerarse un miembro “normal”, “programado” y “construido” por y para el sistema.
Los cubanos tenemos que desaprender muchas cosas de las que nos creemos duchos, por ejemplo la justicia y la moral. A veces somos tan justicieros y moralistas que olvidamos de la sociedad amoral donde hemos vivido, la inmoralidad de las relaciones de supervivencia donde aprendimos a ser lo que somos. Sería sano comprendernos como parte de un sistema en el que fuimos remitentes, destinatarios de poder y de servidumbre. Es imposible ejercer el poder sobre quien no lo acepta o sobre quien no quiere someterse o no tiene necesidad del poder. En Cuba se han cumplido estos tres factores, tanto para los de adentro como para los de afuera. Esa comprensión de la narrativa social podría ser una condición para empezar a expulsar la semilla del diablo con la que hemos sido y somos fertilizados. Si no, después de dudar y de oponernos tanto al diablo, volveremos a sentir necesidad del monstruo que nos han obligado a parir entre todos, como lo que vemos al final de la formidable película de Polanski, en la que Rosemary, con el rostro mudo y transido de emoción, se acerca a la cuna donde está el hijo del diablo que no había querido tener. La carta de referencia y sus coreutas comparten una misma mentalidad con los verdaderos destinatarios, situados en el poder de la isla como una abstracción difusa en la lejanía, y expresa la impotencia de más de sesenta años escribiendo para ellos.