las flores que pondrían sobre mi tumba.
Pudo haber sido hermoso, incluso poético,
que mi alma diera un paseo entre las tumbas,
y bajo los árboles como un sinsonte viejo
picoteara el dobladillo de las faldas de las señoras.
Pero he tenido que venir a morir en invierno,
la estación que todos esquivan para viajar.
Hace tanto frío que no siento mi cuerpo,
los asientos de mármol huelen a carnicería.
Puedo sentir el peso doloroso de la soledad
en mi costado izquierdo donde descanso.
Oigo el viento esconderse en los cipreses
y un perro olisquea mis zapatos de anciano
que se niegan a emprender el viaje.
Nadie sabe que he muerto, ni siquiera yo.
Me ha faltado tiempo para poner un aviso
o escribir un correo a mis seres queridos.
Sólo puedo asegurar que todavía estoy aquí,
en medio de la blancura de los mármoles,
viendo caer las estrellas a través de la ventana.
Soy el invierno que habla de sí con su alma.
Estoy solo y he sido abandonado en la estación,
todos han huido hacia el verano de la playa.
Dentro de poco, cuando también se vaya el viento,
arderá mi cuerpo y sabré si estoy muerto.
Mi alma arderá como las alas de una luciérnaga,
rápidamente, y cambiará de cielo a uno más tibio.
No sé adónde irá, pero sé con quién estará
en esa oscuridad con la cual llenamos los pulmones
todos los días que nos faltan por morir.