Parece que los cubanos vuelven a tener a quien odiar y amar en una misma persona después de la muerte de Fidel Castro, es milagroso que se haya producido después de su muerte. La imagen del líder barbudo, diluida por la falta de continuidad como consecuencia del fracaso del proyecto social y del balón de oxígeno que tomaron de las manos de Obama, ha hallado en la mente de muchos cubanos un molde provisional con la figura nacionalista, viril, paternalista y disruptiva del presidente Trump. Hoy frente a las próximas elecciones norteamericanas, la isla, expandida en dos orillas que muchos insisten en hacer ver como una sola, se divide aún más al haber encontrado en Trump “el hombre” –como se dijo de Batista y luego de Fidel que también fue “el caballo”–, aquel en quien tantos de dentro y fuera de la isla depositan sus esperanzas. No es la primera vez que los cubanos depositan sus ilusiones en un gobernante norteamericano o confían su destino a ese país, la historia de la guerra colonial y las relaciones posteriores está marcada por una relación dependiente y solidaria del gobierno y la sociedad estadounidenses que la historiografía nacional y nacionalista se ha ocupado de evitar. No cabe duda, a luz de nuevos documentos, que sin la ayuda táctica y de pertrechos de los Estados Unidos, semejante a la que dio durante el siglo pasado a otros países para evitar la expansión de la influencia de la Unión Soviética, la guerra hispano-cubana habría terminado de otro modo.
Es cierto que Donald Trump es un gobernante, no un político como lo fue Fidel Castro, aún menos un dictador, ni lo podría ser en un país como el que gobierna, tampoco Fidel siendo un político supo gobernar y hundió lo que habría podido construir e incluso lo que pudo salvarlo para la historia. Sin embargo las líneas de sus perfiles se superponen dotándolos de una identidad populista y narcisista como las que tuvieron otros gobernantes y dictadores que surgieron en contextos críticos propicios, el populismo y el narcisismo en política son como los componentes principales un cóctel a la espera de alguien que lo agite, siempre habrá muchos que se presten hacerlo. Las expresiones de idolatría y aversión que Trump provoca al decir querer “hacer grande a América otra vez”, es similar a la que provocaba Fidel en los años iniciales de su disrupción, cuando en la puerta de las casas la gente ponía aquella placa metálica del tamaño de una caja de cigarrillos que rezaba “Fidel, esta es tu casa”. Ambas figuras tomadas como ejemplo deberían hacernos pensar que el populismo, da igual si de izquierdas o derechas, tantas veces interpretado con un enfoque que responsabiliza la figura del político y su política, debería replantearse desde el punto de vista de la funcionalidad política, o sea, la manera en que se usa el conjunto de recursos para alcanzar y mantener el poder, y no para observar el papel determinante de lo político, interpretado como lo justo, lo moral, lo bueno y lo malo. Eso nos permitiría ver que sin una sociedad aprestada para convertirse en objeto de una política populista, jamás esta se habría dejado comandar por advenedizos como Fidel y Trump. Fidel, Trump, y cualquier otro populista, existen por la propia existencia de la necesidad de que existan, y eso hace corresponsable a la sociedad. Cada sociedad tiene el Mesías que merece, en Cuba y Estados Unidos por motivos distintos y en condiciones y épocas diferentes habrá muchos dispuestos a tomar el cóctel en sus manos y agitarlo para celebrar a quien de manera personal y personalista los encarna y representa.
Tanto los prosélitos a favor como los otros se jalean como si les fuera la vida eligiendo a su propio presidente para Cuba, una utopía que al cabo de más de sesenta años ha dividido a la isla en pedazos y ha cambiado la vida tanto dentro como fuera. Un gran número de cubanos de afuera, al contrario de otras minorías residentes en el vecino del norte, votan a favor o en contra del mandatario estadounidense, pensando en lo conveniente para su país de origen y sus familias que allí sufren el nepotismo de la oligarquía militar cubana. Y los cubanos de dentro, incluyendo a esa misma oligarquía, como no pueden votar, hacen votos en contra de Trump, a la espera de que cambie la política hacia ellos y con otro balón de oxígeno poder mejorar las remesas, los viajes de confraternización y sobre todo de que haya pan en la mesa. Cuesta trabajo mantener cierta imparcialidad y distancia ante el torrente de palabras, palabrejas, palabrotas y adjetivos que podrían medirse por kilogramos, proporcionales a la cantidad de sentimientos y emociones con que se tributa el amor y el odio en las redes sociales convertidas en tribunas, una de las aficiones endémicas de la cultura social cubana. Es una tarea difícil poder replicar donde la racionalización ha acabado por ser el modo de justificar lo que se cree y siente. Todo el mundo opina, y quienes razonan lo que sienten y desean, lo hacen para justificar su propio sesgo contra los demás. La opinión, el único indicio de razonamiento inteligible ha sustituido la capacidad de análisis como síntesis de proposiciones distintas, contrarias o antagónicas, incluso entre aquellos que por tener una cultura libresca suponemos cuentan con mejor soporte para pensar y expresarse. El reciente repudio colectivo al escritor y periodista Carlos Alberto Montaner es un ejemplo exhibicionista de este nuevo protagonismo de la opinión dominante. Ya Mario Vargas Llosa había visto algo parecido cuando aparentemente se contradijo de sus posturas liberales.
Muchos cubanos de dentro y fuera, huérfanos de la autoridad que les compensaba otras carencias y de país, hoy expresan la misma polarización de amor y odio argumentados con ideas manidas y relamidas en el argumentario que hoy divide a los Estados Unidos y siempre ha partido a la nación cubana entre buenos y malos cubanos, amigos y enemigos, fieles y traidores, patriotas y antipatriotas. Dicotomías que han recorrido la historia del país desde las guerras de independencia y que Fidel Castro retomó, implantándolas entre los valores nacionales adaptados a la ideología política y moral. De ese implante estos frutos. Dichas dicotomías han ayudado a configurar un sujeto social y político en un contexto atípico de la democracia, donde las partes en pugna apelan a discursos maximalistas de “patria o muerte”. Salvar al país del enemigo interno y externo, salvar a las víctimas del partido contrario visto como enemigo, salvar a los trabajadores y campesinos de la globalización, salvar del comunismo, salvar del capitalismo, salvar la democracia. Salvar y proteger se han convertido en el axioma de todos los males para demócratas, republicanos, independientes y movimientos de activistas. En ningún otro lugar esos cubanos podrían sentirse mejor que en un contexto donde se activan los significantes preconscientes con los cuales fueron educados social y políticamente, sin que puedan percibir que los frutos tienen semillas de otro lugar donde nacieron, se educaron y “combatieron”. Hace unos días, un amigo me decía: todos los días trato de ejercer mi propia autocensura para evitar pensar cómo aprendí en Cuba. Tiene explicación, pero es difícil de explicar, cómo muchos de los nuevos cubanos del exilio o emigrantes, como les gusta hacerse llamar por ignorancia o autocomplacencia, han adoptado razonamientos radicales similares a quienes lo tuvieron razonablemente en el exilio histórico, después de haber sido en el mejor de los casos cómplices pasivos del régimen como gran parte de la sociedad. Explicarlo, comprenderlo y racionalizarlo sería un paso importante para imaginar cómo podría ser el futuro de Cuba con un cambio de régimen.
Hoy Cuba se divide entre los que quieren arrastrar a Donald Trump por la calle 23 de La Habana o la 8 de Miami y quienes desean que su cabeza sea esculpida junto a los fundadores de la nación en el Monte Rushmore. Se trata de una ecuación de la cultura política del cubano, compuesta por dos variables de enorme complejidad histórica que forman parte de la expresión identitaria de tan dudoso beneficio como el choteo: la intransigencia y el radicalismo. Traducido al lenguaje popular, podríamos decir que es más o menos eso que solemos decir de nosotros mismos en tono jocoso: “cuando no llegamos, nos pasamos”. El consentimiento de la diferencia aunque forma parte de las conductas de convivencia, nunca ha terminado de fraguar en la personalidad política del cubano, que no obstante está presente en la composición de la nación, aderezada por diversos y contradictorios elementos. La historia de las guerras de independencia, la correlación de fuerzas y de los liderazgos con los objetivos políticos y militares son una muestra de ello. La solución fidelista al golpe de estado de Batista, se ha convertido en el problema mayor y el de más larga duración de la historia del país, acentuando de forma hiperbólica aquello que siendo una característica histórica se ha convertido en una patología social contra la tolerancia de lo diferente y los procesos que no están dentro de nuestro marco de comprensión y decisión. La intransigencia y el radicalismo están en la base de gran parte de los comportamientos sociales que nos relacionan con los demás, sin embargo es sintomático, llegando de donde venimos, que no sucede lo mismo cuando se trata de las instituciones. A pesar de los sesenta años, se echa de menos un estudio del lenguaje como expresión de esa conducta, plagado de ideologemas que condicionan la convivencia, viciado del propio lenguaje político de la propaganda ideológica, y cómo la comunicación influye a favor o en contra de la estratificación de una mentalidad u otra. Es difícil pensar de otra manera cuando el lenguaje es el mismo que preconfiguró un modo de explicar el mundo y lo que somos.
Posiblemente, los sentimientos viscerales que produce la corresponsabilización de la decisión del voto y la incertidumbre sobre el resultado de la elección que hemos hecho de antemano, son piezas del proceso de dinamización de la transferencia mediante la cual sentimientos y emociones datados por nuestra formación en Cuba se transfieren a una figura simbólica nueva, una figura de poder con similares características a aquella a la que nos han unido lazos de aceptación y rechazo, quien ha representado la personalización de lo que amamos y odiamos de forma extrema en una relación crítica. Este proceso, uno de los descubrimientos fundamentales de la teoría psicoanalítica menos referenciados, podría ayudarnos a entender la relación paradójica del poder con gran parte de la sociedad cubana, pero también a desvincular lo ideológico-político como el único factor de la despersonalización que se produce en muchos sujetos ante la presencia de determinados líderes políticos y de opinión. La transferencia hecha por un gran número de cubanos de un objeto a otro, de una idea a otra y una imagen a otra, de Fidel Castro a Donald Trump, en este caso, es parte de la historia del régimen cubano dentro del cual la modelación y el adoctrinamiento han sido la piedra fundacional, nunca ha habido para el exilio una imagen tan similar a la del líder cubano como la del líder estadounidense. Los ideologemas que representan el nacionalismo, el patriotismo, la virilidad, la grandeza, el valor, la paternidad, mediante un lenguaje simple, directo y populista por su forma, contenido y medios que usa, dirigido a sectores desfavorecidos por políticas anteriores, contra la política tradicional y sus cotos de poder, son algunas de las características que conforman dos imágenes de la rebeldía y la justicia en una sola, cóncava y convexa, ideológica y política dada en una situación excepcional. No sólo Trump ofrece lo que las grandes nichos de insatisfacción desean, sino que también se los ofrece como lo prefieren.
René Ariza lo intentó explicar en 1994 en el documental Conducta impropia, de Orlando Jiménez Leal y Néstor Almendros, y no lo hemos tomado en serio: arrastramos muchos diseños y moldes que nos condicionan y constituyen un círculo vicioso sostenido tanto por perseguidores como por perseguidos. “Hay muchos Castros, y hay que vigilarse el Castro que cada uno tiene dentro”, dijo. Como expresaran mi amigo que se autocensura para poder pensar libremente, y Ariza después que lograra huir por el Mariel en 1980, hay que vigilarse el Castro que llevamos dentro y extirparlo para poder construir la otra isla. En Cuba no hay continuidad, sin embargo Fidel no ha muerto del todo, aunque tampoco hace falta que muera si no lo matamos dentro de nosotros y vivimos vigilantes de que no reaparezca para decirnos cómo tenemos que ser. No es un Castro ideológico como suele representársele, es el marionetista que nos puso los hilos. Muchos de los que hayan leído esto, de un lado y otro, podrían sentirse alarmados, quizás ofendidos, otros reconfortados; ojalá así sea y se active el sistema regulador e inmune que nos ayuda a vernos cómo realmente somos. De todas formas no es más que una especulación, hay cosas que no pueden ser probadas sino no es especulando, y como diría Trump, es maravilloso. Con Ariza, pienso, hay muchos Castros. Sin embargo cada uno es diferente –democráticamente hablando–, que cada cual vigile el suyo y después elija a quien le dé la gana.
Fragmento del testimonio de René Ariza en Conducta Impropia (1994)