Esta vez no ha habido lugar a la célebre frase con la cual las monarquías antiguas comprometían en paz y de forma natural la legalización del traspaso de poder de un mandatario a otro, un procedimiento clave para el advenimiento de la democracia y su futuro. El candidato a la presidencia de los Estados Unidos, Joe Biden, acaba de proclamarse ganador de las elecciones contra el presidente Donald Trump que apostaba por un segundo mandato. Aunque éste último no ha aceptado la derrota y acusa a su oponente de fraude, nadie del partido republicano ni de los observadores internacionales ha podido mostrar pruebas que demuestren intencionalidad, planificación y sistematización de falsedad que hubiera hecho cambiar el curso de las elecciones. Es como el último puñetazo de un púgil antes de caer a la lona, sin embargo, mientras en el boxeo ese golpe se pierde en el aire o en los guantes del rival, en la política va contra las instituciones y afecta la credibilidad de las mismas que es el oxígeno de la democracia. Las instituciones son el cuerpo de la democracia, a veces algunos de sus órganos funcionan mal o muestran signos de cansancio o vejez y hay que buscar remedios o cambiarlos, pero si le quitamos el oxígeno seguramente morirá. Esa es una de las lecturas que podemos hacer del formidable libro de Niall Ferguson, La gran degeneración: Cómo decaen las democracias y cómo mueren las economías, aunque pase de puntillas por el factor humano, una pieza política de enorme trascendencia en la conversión de las democracias y la creación de los estados totalitarios, poco estudiada para comprender los procesos políticos y sociales en ocasiones interpretados como maquinarias estructuradas por engranajes económicos y clases sociales engrasadas por el sudor y la sangre de la lucha por el poder.
Si el presidente Trump se hubiera referido a errores lo habría puesto más fácil a quienes tienen que defenderlo, la acusación de fraude sin pruebas aunque pueda tener fundamento, además de prematura supone de una superioridad moral comparable a la de los reyes, los jefes tribales de las sociedades predemocráticas, los dictadores y padres de familia, en los que el juicio de la autoridad está por encima de todos y es autosuficiente. Además, arroja sombras sobre el funcionamiento de las instituciones que son los pilares de la democracia, poniendo en duda el sistema de reglas aceptado por todos, imprescindible para la convivencia y del cual el presidente es el principal garante. Si el presidente es víctima del sistema, ningún ciudadano está a salvo del sistema, de modo que se justifica su comportamiento antisistema con el cual atrajo a gran parte de su electorado y nos predispone a incumplir nuestra parte del pacto social. Podría suponerse que si el sistema es incapaz de garantizar unas elecciones honestas, el resto de las elecciones hechas hasta hoy son sospechosas de haber sido fraudulentas y esos presidentes elegidos pudieron haber sido cómplices. Es de una gravedad democrática sin paragón que quien debe velar por la confianza en el sistema y contra las dudas derivadas de la propia racionalidad del sistema, cree la incertidumbre sobre su propia responsabilidad, desacreditando la democracia, el papel del presidente y las instituciones que amparan a los hombres libres adscritos la pacto social. Siempre es preferible un presidente que gobierne mal a otro que lo haga contra el sistema, ya que candidatos para destruir el sistema se pueden hallar en el directorio telefónico.
Hasta ahora sólo conocemos aquellas pruebas que muestran en las redes sociales y las fundamentaciones en que se basan, ni unas ni otras soportan el más mínimo análisis. Según se sabe los estados han llegado a ser extremadamente vigilantes en el conteo, acorde con las condiciones excepcionales en las que se ha votado a causa de las limitaciones de la pandemia del covid-19 y la hiperestesia social frente a unos comicios que algunos como el expresidente Obama, de forma alarmista, propia de lo que ha sido la campaña, habían denominado de vida o muerte. Lo cierto es que hasta hoy no parece que haya habido fraude, ni errores que pudieran considerarse masivos y premeditados, aún menos intencionados o sistemáticos, que hubieran podido rebasar el margen de error e influir en el resultado electoral en contra de uno u otro candidato en ningún estado en particular, ni en general en el país. Ya que los acusadores, según la lógica de la fundamentación de fraude también pudieron haberlo cometido, la tentación de vencer al otro es común como el respeto a las normas y la exigencia de cumplirlas, aunque no sea a cualquier precio. El propio partido republicano se ha abstenido de apoyar la tesis de Trump y, reveladoramente, el vicepresidente Pence ha desaparecido dejando bien claro para quienes quieran entender que él se desmarca de la actitud de su jefe. Tampoco hemos visto la violencia entre vencedores y vencidos que sospecharon algunos que podría producirse entre los partidarios de ganadores y perdidos, los viles se han disuelto en las redes sociales. América, a pesar del miedo, ha ganado contra el miedo.
La acusación del presidente, se haya o no cometido fraude o errores, pone entredicho toda la gobernación del Trump y su patriotismo, arrasados en el último momento que es el de la grandeza por su personalidad narcisista, como un trompo puesto por su creador Steve Bannon para girar sobre sí mismo, centrípeto y centrífugo frente a un espejo donde también se contemplan parte de sus seguidores, viéndose reflejados en lo que necesitaban para llenar sus carencias y satisfacer sus necesidades. Para unos un elefante rojo en una cacharrería, para otros un alter ego rico y poderoso, y para los demás un padre proteccionista, habrá quienes necesitaran las tres cosas. De cualquier modo en los próximos días, cuando se empiece a enfriar el caldero donde se ha cocinado esta campaña, sabremos cuál será el derrotero del desafío de Trump y el de sus adictos. La adición es una de las consecuencias de la relación empática que puede darse entre un líder populista y sus adeptos. Seguramente, como suele suceder, con los años podremos saber realmente cómo se cocinaba en la Casa Blanca, cuando aquellos que fueron despedidos, junto a las investigaciones que se suponen, empiecen a sacar a la luz pública los condimentos de una gobernación polémica y controvertida, y nos recordará que a pesar de los problemas institucionales que lastran la relación con los ciudadanos la política es un sistema en sí mismo que no se puede cambiar por quienes no saben, no aprenden o no se dejan asesorar por quienes conocen cómo conducirse y conducir a los demás. Aunque parezca que cualquiera puede gobernar y que está al alcance de todos, eso es lo maravilloso, gobernar un país necesita de personas dotadas de una inteligencia política que no es igual a la de gobernar una empresa. Generalmente los advenedizos acaban siendo los revolucionarios en política y hacen revoluciones, los reformistas reforman, quizás Trump pueda adscribirse entre los primeros y esos son los que destruyen las democracias.
No será suficiente la voluntad del nuevo presidente elegido que ya ha se ha pronunciado por ejercer un mandato para todos y entre todos para volver a hacer grande a América, pero según aquellas razones por los cuales lo ha sido y todo el mundo espera vuelva a serlo. Será necesaria la normalización en un país donde la población parece separada por un cristal que impide la comunicación y saber quiénes están fuera y quiénes dentro, donde el recelo, el miedo y la incertidumbre han deformado las relaciones entre la gente y con las instituciones, atravesadas por tendencias de extremismo, exclusión y una burocracia paralizada y paralizante que culpa de su disfuncionalidad a lo que está fuera. Es una tarea compleja, puede que ocho años no sean suficientes para disminuir las consecuencias de una simplificación del mundo hecha tanto por demócratas como por republicanos entre buenos y malos, patriotas y no patriotas, dentro y fuera, para la cual se tomaron soluciones simplistas y efectistas que acentuaron los defectos y las diferencias del país. Habrá que ofrecer alternativas que faciliten a la gente salir de esos nichos desde donde es difícil entender que a pesar de las diferencias sociales, económicas, étnicas, culturales son iguales ante las instituciones y por la ley que debieran parecerse más a sus ciudadanos, evitando que los mismos busquen su parecido en líderes de cualquier bando.
Si el equipo de Trump encontrara pruebas muy poco podrá hacer por la presidencia actual, pero si podría resarcirse de la herida que ha sufrido su yo y el que comparte con sus prosélitos. Y mientras los republicanos encuentran el rumbo y un nuevo líder, durante esta legislatura podría ser capaz de preparar un nuevo asalto para volver en 2024 a la Casa Blanca. Tiene un ejército de fieles que es el más grande de todos los tiempos en la oposición, cómodos con que él se represente a sí mismo, y con un ejercito como ese un líder como Trump puede ser capaz de mover montañas. El gran problema que tienen los republicanos y también los demócratas es que Trump se va con una parte de los votantes y el trumpismo queda. Trump y sus trumperías no son un fenómeno aislado, ni único, ni injustificado como dicen sus detractores, en el contexto de deterioro de las democracias y el surgimiento de los populismos, es una consecuencias de las asimetrías, el abandono y la necesidad de representación de grandes sectores populares. Como dicen algunos “autocríticos” del trumpismo, aunque su comportamiento no sea el de un presidente, es el que más ha hecho por América. Es un modo de ver la realidad basado en la creencia, que difícilmente pueda ser cambiado si no se cambia la realidad y se restaura el prestigio de las instituciones seriamente tocadas. Su personalidad es el gran soporte para haber triunfado pero también la enorme sombra detrás de la cual ha crecido el culto a la antipolítica, la incorrección, y la desafección, sería imposible desembarazarse de esa sombra si no se pone luz a todo aquello marcado por la confusión y la idealización trumpista.
Biden no ha ganado a Trump, Trump se ha perdido a sí mismo. Las últimas imágenes mostraban a un hombre derrotado, no a un político que tiene que ceder como es costumbre en el mundo de la política para dar un paso adelante en otra dirección, ya que la lógica de la política es paradójica. El problema que deja a su país, ese del que ha dado muestras de ser el primer patriota de sólo una parte de la patria, aunque sea importante, es que no sabemos si el nuevo ejecutivo podrá resolver el enigma de recomponer a la sociedad estadounidense y si al situarse en el punto medio que permita pacificar a los bandos resistirá las tentaciones de la izquierda más radical. Gobernar la democracia no es fácil, aún más cuando las necesidades de amplios sectores se han encontrado al líder de sus deseos en Trump. Los próximos ocho años serán fundamentales para la democracia estadounidense mejorando la democracia con una representación más real de la sociedad en el poder, buscando soluciones conjuntas a los problemas internos y externos derivados de la globalización, restaurando el prestigio y el liderazgo mundial de las alianzas de las cuales no puede prescindir, sólo entonces podremos mirar hacia atrás y decir, The King is dead, long live the King.