Desde el triunfo de la Revolución hace sesenta y dos años la lógica de la guerra ha estructurado la vida de los cubanos, a ella se han dedicado todos los recursos materiales y humanos durante varias generaciones, organizados en un sistema de control, represión y justificación del que la población es una parte activa, comprometida con políticas y normas de excepción destinadas al objetivo de defender la independencia y la patria de enemigos externos e internos. De esta manera el estado justifica la existencia de un partido y una nación con una ideología que tienen su correlato en la patria, una patria delimitada desde dentro y desde afuera por la idea que se han hecho de la misma, según la lectura ideológica que hacen de la historia a la medida. Con la finalidad de ser independientes, el sacrificio de la propia vida, de los otros, de la familia, de la libertad y de otras alternativas han conformado una ideología de guerra administrada para sobrevivir a un conflicto planteado por la cercanía a los Estados Unidos y la hostilidad entre los diferentes Gobiernos de este país y el Gobierno cubano. Un campo de batalla incruento con momentos más o menos críticos, pero no por ello menos conflictivo como parte del diferendo entre las dos grandes potencias que emergieron de la segunda guerra mundial. Para entender la política cubana en todos estos años es necesario contextualizarla dentro de este conflicto y los cambios políticos, económicos y tecnológicos que se han producido en el mundo desde finales de la década de los 80 con el derrumbe del bloque comunista, la globalización, la crisis económica y de la hegemonía del pensamiento neoliberal, a las cuales la isla no es ajena aunque sus gobernantes se esforzaran por mantenerla al margen. Ahora bien, ¿podemos decir que la situación actual se corresponde con estas políticas con las que se expresa la estrategia de la lógica de la guerra y si este escenario puede justificar el estado de excepción implantado cuando el Gobierno decidió sumarse al bloque de las dictaduras de izquierda?
Han pasado más de sesenta años desde que la confrontación con EE.UU. se convirtió en la justificación de los líderes cubanos para dar el giro que convirtió a Cuba en el puesto más avanzado de la ofensiva Unión Soviética en el hemisferio occidental. Es de una gran ingenuidad política creer que no fue así y que el Gobierno se vio obligado sin el compromiso previo de los que serían sus aliados y de quienes dependió hasta la disolución del imperio soviético. Desde entonces Cuba, aislada, desinformada, manipulada y educada para resistir, sobrevivir, matar y morir si fuera necesario para salvar a la patria socialista —generalmente la dejamos de adjetivar—, dejó de ser un lugar abierto y de confluencias que contribuyeron a su configuración y la enriquecieron como nación, para convertirse en una trinchera larga y estrecha, habitada por soldados atentos al rancho diario, a la preparación para el combate y a fortalecer la empalizada detrás de la cual la disciplina, la orden, el orden, la obediencia, la fidelidad, el sacrificio, la complicidad, la delación, el castigo y la vigilancia formaban parte de la economía de guerra de la supervivencia. Se sabe que para ganar una guerra no es suficiente el poder de fuego, sino también la preparación física y técnica, y de la mentalidad de obediencia del soldado que ha de ser alimentada con discursos de gloria y patriotismo, más la estrategia para llegar al combate y sostener las tácticas del mismo. En ese sentido todo el tejido social y productivo ha respondido a esta demanda en la que se separaron a los malos, de los buenos y los mejores soldados, a los moderados de los radicales, a los diferentes y lo alternativo, creando una jerarquía social en función de los requisitos del soldado mediante un mecanismo de premios y castigos morales, y una estratificación de jerarquías con gratificaciones materiales. Las políticas educativas y culturales orientadas a crear un hombre nuevo se esforzaron en delimitar las fuentes de la historia, la visión de la nación en un único enfoque, explicaron la espiritualidad como una ideología y a esa ideología como el territorio de la independencia de la nación. La perfecta estimulación del miedo con el coraje y la justificación del sacrificio han creado un mundo paralelo, donde la doble moral sirve como coartada para cualquier tipo de acto mezquino, injusto, ilegal y cruel, da igual que sea robar para comer, que maltratar a otra persona por discrepar, a pesar de que en contra de lo que cultivan los valores democráticos también estaban de los preceptos de los fundadores de la nación.
Los especialistas saben que no se puede preparar una guerra sin conocer el terreno de las batallas, las probabilidades de vencer y una estrategia para hacerlo con la menor cantidad de pérdidas. Los que han diseñado esta lo hicieron con un conocimiento claro de las frustraciones y las necesidades históricas, que le han servido para obtener el apoyo incondicional del pueblo a unas políticas populistas que respondían a las frustraciones y necesidades de una parte importante del país, dentro de un contexto nacional e internacional propicio al cambio. En todos estos años no se puede soslayar el papel de esas políticas, como parte de la estrategia para hacer de la resistencia una retórica de la victoria, que hoy ha perdido vigencia cuando algunos de los motivos de confrontación y justificación se convirtieron en aliados para sufragar los gastos de la guerra, como el exilio migratorio, la empresa privada, el valor de la divisa en el mercado nacional, las relaciones con los EE. UU., entre muchos otros. Por otro lado, los valores que antes representaron la moral de la resistencia y la independencia han perdido su peso real y hoy son especulaciones basadas en el miedo de los generales que radicalizan la intensidad de la guerra en una huída hacia delante que acaba por volverse contra el éxito tenido por la estrategia de la guerra. En la actualidad la voluntad y el motivo por el cual la resistencia era equiparable a la victoria son cada vez más difíciles de sostener a causa de la fricción de una realidad desgastada por el propio discurso de justificación. El apoyo y la complicidad de la sociedad hubiera sido imposible sin esas políticas, estructuradas sobre las necesidades y frustraciones y adaptadas a una visión de futuro ideal, surgida de la confluencia del ideario independentista y antimperialista del nacionalismo cubano que, sin embargo, no excluía el comportamiento democrático del cual Cuba tiene un ejemplo histórico con el parlamento de Guáimaro en plena guerra de independencia, excluido del discurso por su carácter civilista y la visión maniquea del Pacto del Zanjón. Muchos de los próceres fundadores han sido alejados del proscenio o sus discursos humanistas y democráticos han sufrido la mutilación adecuada en favor del pensamiento radical que caracteriza el de la lógica de la guerra.
El mantenimiento del espíritu combativo y la mentalidad de combatientes es fundamental para garantizar la disciplina y la obediencia, igual de importantes antes y durante el combate, y al mismo nivel de exigencia y eficiencia que las maquinarias y la vitualla de retaguardia. La buena preparación del soldado creado por políticas combinadas de formación, seducción y represión está condicionada por una serie de factores psicológicos y sociales específicos que lo someten a rutinas y entrenamientos de guerra en tiempo de paz. En ese sentido han estado dirigidos los esfuerzos coordinados de las políticas sociales, educativas y culturales a través de los organismos y organizaciones aparentemente no gubernamentales, que se han desempeñado como unidades de combate donde la vigilancia, la represión, el trabajo voluntario, la responsabilidad social, y el sacrificio han servido para mantener en alerta máxima los sentimientos patrióticos y de pertenencia de la doctrina de guerra para enfrentar cualquier enemigo, ya fuera una deficiencia laboral, un error de cálculo, la inclemencia tropical, el ausentismo escolar, la discriminación de género, la producción o un acto de repudio. Estas unidades de combate han actuado de forma especializada, coordinada y dirigida desde un mando único ideológico con un comandante en jefe que, como la Inquisición, ha velado por la pureza y la integridad de cada soldado contra los desvíos de la fe doctrinal, siempre por encima de la evidencia de la experiencia como lo es la fe religiosa. Dicha fe ideológica como parte del sistema de la resistencia y la victoria no sólo ha dejado cadáveres físicos, sino también mutilados por haber dudado, criticado o apoyado erróneamente, incluso por haber sido culpables de una sexualidad impropia según el ideal del soldado. Sin que importara la contingencia, los cubanos se han pasado más de sesenta años en un estado de alerta máxima y en “posición uno” frente a cualquier evento real no importa el tipo, además de aquellos que han sido elaborados por el discurso político para elevar la disposición combativa contra los enemigos. La vida cívica del país ha estado organizada y sometida a una disciplina como la de un ejército, con una jurisdicción de excepción que limita o prohíbe en función de lo que se ha definido como la patria. Es lo que Clausewitz llamó el “estado de alarma vigilada” como uno de los grados de los tipos de guerras, donde el uso del lenguaje se ha colapsado de significantes alusivos a la guerra en sintonía con los comportamientos que exigía el estado anímico del teatro de la guerra. La propia alusión al líder de la Revolución como Comandante en Jefe enfundado en su traje militar, es el centro de una serie de figuras simbólicas, jurídicas, culturales y educacionales de representación de un subconsciente nacional que trasciende la ideología política.
El lenguaje ha jugado un papel fundamental en la construcción de las estrategias de la lógica de la guerra en la paz, y hubiera sido de otro modo sin la colaboración de los intelectuales de los diferentes subsistemas del inmenso aparato del “ministerio de la guerra” que involucran a todas las unidades en un mismo fin. La coherencia de la narrativa de la lógica de la guerra habría sido imposible sin la retórica y el lenguaje de escritores, artistas, historiadores, juristas, profesores, maestros, publicistas y periodistas, convertidos en parte de la soldadesca para dotar de justificación la patria por la cual existía la lógica de la guerra. La importancia conferida por el propio sistema a la política cultural y educacional, a diferencia de las democracias, con la cual restringió la libertad de expresión a unos límites propios de la excepción en tiempos de guerra, nos remite a procesos similares en otros países de la órbita soviética donde el realismo socialista no sólo fue una norma estética, sino también parte de la política represiva. La manera en que los cubanos comprenden el mundo tiene que ver con la lectura que hacen del mismo a partir de la escritura que la comunidad intelectual hizo de la ideología de la guerra. Todavía hoy cuando un grupo de jóvenes intentan abrir un espacio de tolerancia y comprensión de sus diferencias, esa comunidad cultural que se supone la inteligencia del país calla o se expresan con equidistancia, acorde con los ideologemas que han ayudado a construir. Todavía parte de las expresiones, los análisis políticos y los comportamientos de quienes han podido erradicarse fuera del país, están condicionadas por esa visión aprendida que los sitúa dentro de la Revolución o fuera de ella, según los extremos del espectro ideológico desarrollado como consecuencia de haber recibido una educación propia de la lógica de la guerra, no sólo en la escuela, sino también a través de los medios informativos, la propaganda y la cultura. Cuba ha sido una gran escuela de guerra donde la intolerancia, el radicalismo y la agresividad han crecido en correspondencia con el cultivo de la arrogancia patriótica de una patria superdotada, que ha creado un mito al cual contribuyeron los EE. UU. con una política equivocada bajo la influencia de políticos cubanos del exilio y de la Guerra Fría. Sin embargo, a veces la imagen que otros tienen de nosotros se parece más a aquella que describen a Tony Montana y a Héctor en Scarface y America`s Sweethears, respectivamente.
Si cada época y contexto tiene su lenguaje, el de la Cuba revolucionaria es particularmente significativo y digno de estudio conforme ofrece una escala identitaria. La norma popular, la propaganda política, ciertas tendencias literarias, letras de canciones y los diarios por el enfoque, la redacción, el uso de las palabras y los titulares coinciden en sus significantes bélicos y alusivos a la hombría, el valor, la fuerza y la victoria. Por otro lado, los mensajes parecen ordenados con el propósito de explicar lo que se dice en forma de conclusión, sin tener en cuenta aquello que sin estar en el enunciado forma parte del mismo y está en el origen. A ello se suma la pérdida paulatina de autoridades culturales que han ido dejando un vacío sin referentes, amplificado por la actual dispersión de las generaciones de relevo. El lenguaje ayuda a conformar una cosmovisión de la sociedad, plana y repetitiva, donde parece que no sucediera nada como en una secuencia de la película Memorias del subdesarrollo. El combate, la lucha, la guerra, la batalla adquieren diversas connotaciones simplificando la complejidad de las relaciones y de la realidad, de la misma forma que en la guerra la simplificación de los mensajes son parte de un ecosistema vital donde todo se reduce a vencer o morir, no sólo necesariamente más funcional para quienes reciben las órdenes, sino también para quienes las emiten. Se ha producido una trasvase del lenguaje político de la guerra al lenguaje popular con una significativa contaminación de vocablos y esquemas argumentativos, que explican los problemas de la sociedad desdoblando el discurso de la ideología de la guerra con que el poder político se explica, empobreciendo la capacidad de expresión, análisis y comprensión de las diferencias y las causas de los problemas. Uno de los requerimientos de las mejores estrategias para ganar es la reducción del inmenso aparato humano de tropas y tecnologías a la sencillez del lenguaje de coordinación y de órdenes que deben ser automatizadas por las tropas. La mejor ilustración de este propósito lo podemos hallar en el lenguaje político cargado de frases hechas, consignas y epítetos, directo, conciso, emocional, repetitivo, y dirigido a explicarse más a sí mismo que la realidad invocada.
A lo peor que se enfrenta la lógica de la guerra es el miedo al vacío de significados para la misma estrategia, que se ha escrito y reescrito a sí misma sin ningún tipo de renovación en los nuevos contextos. Los significados, vaciados de contenido por el uso y el abuso de los mismos fuera de contexto, están dejando al descubierto cómo la justificación de la lógica de la guerra pierde sentido y la incapacidad de los nuevos estrategas para dotar a la represión de contenidos diferentes y creíbles. Los mercenarios y los traidores no son suficientes justificantes para quienes han sufrido durante más de sesenta años, pendientes de una invasión externa, sacrificando sus vidas en campañas interminables contra el desabastecimiento y misiones internacionalistas donde quedaron miles de muertos por una patria ideológica extraterritorial, que sólo trajo beneficios para algunos generales, sin contar los muertos incontables del estrecho de la Florida por huir, a los que se suman los que fueron muertos por el Gobierno al abandonar el país como traidores y que hoy reviven con la misión de pagar el internet y la comida de cientos de miles de familiares. El tiempo y los recursos que le dedican los generales que dirigen la guerra a las pequeñas escaramuzas de un grupo de artistas en deterioro de la consistencia política de la ideología de la guerra, nos revela la incapacidad o torpeza en manejar situaciones de estrés político acorde con la adaptación al terreno donde se produce y a los sujetos a que se enfrenta. La idea de la continuidad es la constatación de que se han quedado repitiéndose con el agravante de no contar con un liderazgo como el de Fidel Castro; la continuidad es la peor de las soluciones para quien al frente de un Gobierno está obligado a cambiar para romper la inercia de las tácticas equivocadas relacionadas con las derrotas, y sólo puede ser justificada por la necesidad de responder a corrientes internas que actúan con desconfianza al terreno que pisan y ven en peligro la unidad y la estabilidad del poder. Para que la continuidad fuera posible, el Gobierno tendría que dejar de considerar la lógica de la guerra como un medio único y de una sola estrategia, y pensar que al contrario de lo que suelen decir los manuales, a veces es más inteligente cambiar los objetivos políticos y adaptarse a la naturaleza de los medios que se tienen y del contexto, sobre todo cuando la finalidad de la independencia no es en estos momentos el motivo de la disputa con los supuestos enemigos de la patria, sino una correlación diferente con el poder político que permita una convivencia nueva entre los cubanos y de los cubanos con el mundo. Es lo que haría un buen estratega, un buen político y un patriota.
Como explicara Karl Von Clausewitz en la biblia De la guerra, hay dos motivos para hacer la paz que pueden explicar la imposibilidad de ofrecer mayor resistencia y la necesidad de buscar otras soluciones: lo improbable del éxito y el precio excesivo a pagar por él. Sin embargo, lo que no explica son los motivos para hacer lo contrario y seguir el camino de la inmolación, entre los que podemos especular, según la experiencia cubana, la moral asociada a un tipo de creencia convertida en religión sobre lo que somos, intereses mezquinos de poder de un tipo de personalidad capaz de sacrificar incluso lo que ama, y la necedad para conducir procesos políticos sin los conocimientos que deben primar en cualquier estratega para adaptarse al terreno y la circunstancia con el menor sacrificio para la tropa. En el caso de la guerra cubana, atípica por muchas razones históricas y de naturaleza, se cumplen las dos condiciones para adaptar la lógica de la guerra a una de paz, “lo improbable del éxito y el precio excesivo a pagar por él”. Pero el cuartel general de esa campaña interminable insiste en el motivo de la misma, cuando en realidad el motivo ha perdido sentido conceptual y político, lo que ha convertido la lógica de la guerra en una justificación de otros intereses o motivaciones, haciendo de la misma una lógica paradójica aplicada a la estrategia sin ninguna racionalidad. Pero si dicha lógica ha perdido la argumentación lo único que la sostiene es la fuerza del uso de la violencia y la fuerza de la voluntad de quienes aprendieron a hacer la guerra en los términos que hoy han perdido justificación. Una de las preguntas que surgen de este análisis es si el Gobierno actual es capaz de revertir la situación, sin cambiar la estrategia de la lógica de la guerra por otra que piense en orientar la política hacia una finalidad diferente a la de la independencia, y si esta puede ser la de vivir juntos. Si esto fuera posible surgen otras interrogantes que sobrepasan el espacio y la intención de este trabajo: qué condiciones serían necesarias, quiénes podrían hacerlo y cómo. Ninguna de las respuestas posibles, como hace sesenta años, podrían pasar inadvertida la importancia crucial de las relaciones con los EE. UU., el contexto de las nuevas relaciones del mundo postcomunista y las condiciones surgidas del fracaso de crear un portaaviones comunista bajo el rótulo bolivariano al sur de la Florida.
De cualquier manera e independientemente de cuáles pudieran ser las respuestas de un cambio de la lógica de la guerra por otro contrario de paz que lleve a vivir juntos, se hace imprescindible una relectura de la historia de Cuba a luz de otra lógica que no sea la de la guerra tal como ha sido la narrativa de la teleología de la independencia, tanto para el periodo de las guerras coloniales como para el de la República y finalmente el de la Revolución. El origen de la rebelión contra la dictadura de Fulgencio Batista, las causas del triunfo y del establecimiento del régimen revolucionario y su posterior institucionalización comunista no han sido abordados con suficiente claridad, equilibrio y racionalidad, sobre todo para las generaciones que no tienen otra referencia que la del periódico Granma. Un abordaje menos politizado e ideologizado de esos procesos nos ayudaría a entender porqué ha fracasado la Revolución como justificación histórica de las necesidades de la nación, cuáles son las razones por las cuales los gobernantes se aferran a las piedras del muro que han construido y, además, cómo podría ser el futuro del país en los próximos años. El relato de la inevitabilidad de la Revolución como corolario de la historia por la independencia es de una ingenuidad que atenta contra la propia credibilidad de la afirmación, y encierra una paradoja existencial que sólo se puede resolver con la negación de la Revolución. Si ella es el destino y el mismo se muestra inhabitable para la mayoría, por las causas que sean, entonces habrá que cambiar la lógica de la guerra para que el destino no sólo no sea lamentable y de unos, sino de todos y mejor para muchos más. La idea del sacrificio colectivo por este destino es uno de los dogmas en los que se ha basado la mística de esta lógica, cuando en realidad la Revolución en su origen y finalidad se debía al deterioro de la vida social y la moral política y la creciente desigualdad, una situación que está volviendo a reproducirse después de los frustrada gestión de autonomía del país para aliviar la penuria de aquellos que vieron como un mal menor la pobreza material, si la pobreza era repartida según la necesidad.
Las narrativas sobre este proceso han adolecido de una explicación condicionada por intereses políticos e ideológicos entre vencedores y vencidos. Para unos los responsables de todo cuanto el Gobierno cubano no ha sabido o no ha podido hacer son los Estados Unidos, garantes del imperialismo surgido a raíz de la firma del Tratado de París de 1898, pero también y fundamentalmente de la paz en Europa y la contención de la expansión del nazismo primero y del comunismo después de la Segunda Guerra Mundial a todo lo largo del siglo pasado. Para otros la responsabilidad recae en Fidel Castro, líder de un régimen totalitario cuyo liderazgo fue ejercido desde una dictadura personal interpretada como de clase y partido sobre todos los subsistemas que componen el sistema social, económico y político. Los excesos de blanco y negro en esta fotografía que sirve de marco a todos los juicios han servido de justificación a creencias políticas e ideológicas convertidas en mitos nacionales asentados sobre la historiografía comprometida con unos y otros. Como todos los mitos, el de la identidad cubana está fundado sobre esa realidad cuyo fin es la independencia frente a los Estados Unidos por un lado, y frente al régimen cubano por el otro. Todo cuanto caracteriza esa identidad social, política y cultural está regida por el enfrentamiento y la lógica de una lucha por imponer una razón sobre la otra, sometidas ambas a una relación de fricción, donde la violencia, aunque sea verbal, adopta múltiples formas y es el medio para alcanzar el fin. El radicalismo no es un comportamiento sólo de quienes representan o se sienten representados por el Gobierno, sino también de una parte de quienes se oponen y defienden lo contrario. Es una expresión de la frustración y ha convivido con otras formas de reclamar la independencia que han viajado en paralelo a través del tiempo, aunque los estrategas que gobiernan hayan impuesto en la opinión pública la idea maximalista de la guerra como la única opción frente al desafío de la independencia.
En ese mundo binario ha predominado la lógica de la guerra, presente en la historia de la nación desde su fundación, unas veces conviviendo con la lógica de la paz y otras sometiéndola. Todo el periodo hasta 1898 está dominado por la lógica de la guerra con la finalidad de ser libres económica y políticamente frente al imperio español, a la esclavitud, los impuestos y aranceles, la elección de mercado, la tutela cultural y otros capítulos de las relaciones que favorecieron la rebelión y el separatismo. Más tarde el periodo republicano se fraguó entre las tensiones de ambas lógicas bajo la creciente influencia del partido comunista, las guerras europeas, las guerritas domésticas y los pequeños dictadores que con gobierno o no protagonizaron la corrupción política y civil de la gestión de la administración de la República. A veces, tantos unos como otros pretenden hacernos ver la historia bajo la óptica de los intereses en contra y a favor, de modo que los otros son tan malos como nosotros buenos. La idealización nostálgica de lo que fuimos y de lo que queremos ser, defendida contra lo otro y no por su razón de ser, es uno de los problemas más graves de la identidad cubana. La ideología de la lógica de la guerra no es un asunto inventado por la Revolución, sino que esta la ha convertido en la estrategia para fundamentar una idea de la patria de la que se arroga su representación, mediante un complejo sistema represivo documentado por un único modo de ver cómo y qué somos. Si las lógicas de la guerra y de la paz habían coexistido, incluso durante los años de las guerras de las guerras de independencia, en los últimos sesenta años la primera ha impuesto su rígida economía política de sobrevivencia, sustentada por la finalidad de independencia que hace suponer que la nación no es independiente y que nunca lo ha sido, poniendo en el kilómetro cero la historia, en una sola dirección y por una única vía. En ese caso, no sólo es una falsedad histórica decir que la nación no ha sido independiente, sino que es una mentira hacer creer que la independencia actualmente está amenazada, por lo menos de la manera en que el Gobierno actual concibe la independencia. La finalidad de la Revolución no fue la independencia de la nación, sino acabar otra dictadura contra la cual la nación tenía el derecho de rebelarse e independizarse.
Es de una inmoralidad y una torpeza supinas que el Gobierno actual mantenga al pueblo rehén de la lógica de la guerra, habiendo creado la narrativa de un mundo binario “dentro de” y “fuera de” como un espacio ideológico con el cual se representa a la patria, mientras manipula la información dirigida a quienes se creen víctimas de una amenaza externa que pone en peligro la independencia. El Gobierno militar que hoy dirige el país, aunque hubieran cambiado el verde olivo por las corbatas, después que Raúl iniciara el proceso de transición a raíz del caso de Ochoa y Abrantes, parece no haber encontrado otra fórmula a la incapacidad generada por el embargo interno que la continuidad, mientras de puertas para dentro se apura una transición silenciosa del último reducto de la generación histórica a las familias de la oligarquía, creada a la sombra de las empresas militares y las relaciones con el capital extranjero en la isla. Sin embargo, el sonsonete ideológico de amenazas a la patria por traidores y mercenarios que manipula a quienes comienzan a querer relacionarse de otro modo con su país, empieza a acusar el cansancio de demasiados años sin soluciones propias y de represión de la diferencia aunque fuera dentro de la Revolución en la que creen, distinta a aquella que fue y pudo haber tenido su razón de ser en otro contexto nacional e internacional. Lo que Winston Churchill en La Crisis Mundial: 1911-1918 denominó la “paz armada” para referirse al periodo en que Inglaterra trató de conducirse en sentido contrario a la guerra contra Alemania, en los gobernantes cubanos tiene el sentido que tenía para los romanos: “si quieres la paz, prepárate para la guerra”, un axioma que presidió la carrera armamentista del siglo veinte y acabó por la incapacidad de aliviar la falta de libertad de los países del bloque soviético con el alivio de las necesidades básicas de la población, una lección que China y otros países de esa antigua alianza tratan de enmendar y que en Cuba parece imposible de aplicar, después que la isla en la peor de sus tragedias parece estar en un punto de no retorno sin tierras ni mar que produzcan alimentos, y sin dinero para comprarlos. Una imagen dolorosa de un país donde lo único que se produce y reproduce es la ideología de la guerra y la arrogancia de ser cubanos.
Si la lógica de la guerra estaba justificada por la particularidad que adoptó el régimen dentro de un contexto de confrontación a lo largo del siglo pasado, en la actualidad la experiencia de esa lógica después de la caída del muro de Berlín, de la crisis neoliberal que tuvo su clímax en la depresión iniciada en 2008 y con el surgimiento de China como potencia, ha sido trasladada a la nueva correlación de fuerzas donde las ideologías son más económicas que políticas. El testimonio de los resultados de países que tempranamente se sumaron a los cambios, y las reformas de adaptación de sus economías sociales y políticas a las nuevas formas de relacionarse con la globalización, son muy superiores a aquellos que adoptó el Gobierno cubano temeroso de perder la independencia que nos quiere hacer creer frente a Estados Unidos. En ese mundo binario de la lógica de la guerra, la necesidad de un enemigo como lo ha sido ese país es fundamental para haber podido crear un discurso de supervivencia que justifique las políticas de excepción, que de no ser así pondrían peligro la supuesta independencia de EE. UU. pero no de la Unión Soviética como se demostró desde el principio con la crisis de los misiles en 1962. Según este discurso único que repiten los medios informativos, la nomenclatura y la parte de la sociedad que actúa como funcionarios, la razón de que Cuba tenga los bajos niveles de productividad, de calidad de vida espiritual y material, y de desigualdades cada vez más profundas, después de la destrucción de la dependencia de las relaciones con el bloque socialista y el CAME, se debe al embargo de los Estados Unidos que, si bien limita las capacidades del Gobierno, no restringe otras fuentes y obligaciones contractuales. Uno de los problemas que tendrán los gobernantes es cómo solucionar la desinvención de un enemigo al cual necesita y con el cual quiere relacionarse, porque es un socio natural dentro de un ecosistema de relaciones a los que el régimen no puede seguir negándose. Si quiere mantener la preeminencia del discurso de la guerra y también conservar su relación de poder con la sociedad tendrá que inventar un nuevo enemigo, que ha comenzado a configurar nuevamente en esa parte de la población que exige cambios y mejoras cada vez más acuciantes, tendrá que exigir menos sacrificios y eso no parece ser lo que se propone.
La falta de habilidad política para cambiar el discurso frente a los cambios ideológicos de la lógica de la guerra tendrá que ser solucionado como parte de la transición de gobernanza que se perfila de cara al próximo congreso del partido. Fidel Castro, a quien desde el lado contrario se le acusa de desdecirse o decir una cosa y hacer otra, fue un mal administrador pero un político dotado que siempre es aquel que sabe mentir en el momento adecuado y por el objetivo propuesto. La gente debería saberlo, esa es la esencia de un buen político, igual que la de un buen estratega para ganar una batalla a un enemigo más poderoso. Son los receptores de ese discurso quienes debieran discriminar y contar con las leyes y normas para prescindir del político cuando no ha hecho su trabajo como debía. La democracia es la única capaz de corregir los errores del sistema, los de la sociedad, de los políticos y del poder cualquiera que sea en cualesquiera de los subsistemas donde se sostiene un país. De modo que la falta de un contrapeso democrático convierte al Gobierno en su propio corrector para evitar un descrédito aún mayor del que hará implosionar a la sociedad, nunca se sabe cuándo ni porqué motivo que puede ser insignificante. Si son pocos los análisis que suelen hacerse públicos en Cuba, son muchos los que se conocen para apoyar las tesis de la lógica de la guerra cubana, y aún más aquellas opiniones desde la izquierda para respaldar el sacrificio de una entelequia que ha enterrado a varias generaciones desde su creación. Sin embargo, la situación actual ha empezado a ser desbordada por soluciones inadaptadas a la realidad, orientadas al mismo objetivo o iguales soluciones para interlocutores diferentes. Sobre estas anomalías y sus posibles consecuencias, el conocido historiador y especialista en estrategias, Edward Luttwark (Estrategia: La lógica de guerra y paz), llamaba la atención de quienes se ocupan de dirigir procesos, Cuba parece una copia fiel de esta descripción: “En el reino de la estrategia ningún modo de acción puede persistir indefinidamente. Tenderá a evolucionar hacia su opuesto, salvo que la lógica de la estrategia se contrapese mediante algún cambio exógeno en la situación de los participantes. A menos que ellos suceda, la lógica introducirá una evolución de autonegación que podría alcanzar el extremo de la inversión absoluta, anulando la guerra y la paz, la victoria y la derrota, ya que todo queda concluido.”
Hoy se impone un cambio de estrategia de guerra por uno de paz con la finalidad de vivir juntos, la paz es mucho más difícil y su lógica más duradera, dicho cambio desactivaría las amenazas con las cuales el Gobierno justifica su estrategia de guerra. Sesenta y dos años de guerra es demasiado y Cuba no lo merece, o tal vez sí, pero ya es hora de vivir de otro modo, en el que siempre puede ser más preferible que nos explote otro ser humano contra el que te puedes rebelar eligiendo otro, que no un Estado. La brevedad de la vida nos obliga a cada persona a pensar en el día de mañana y no en la suma de todos los días que vendrán, es esa condición de personas lo que nos une y da sentido a la existencia. Vivir con dignidad, decoro y moralidad es una condición intrínseca a la pertinencia cultural de los individuos, y el Estado tiene el deber de regular cómo se ha de producir en una relación de convivencia. Todo lo demás es una forma de religiosidad propicia para el abuso en la que el Gobierno cubano ha convertido la ideología y la patria con la que hemos sido sometidos. Ni hay continuidad, ni puede haberla, no se puede bañar el mismo cuerpo en la misma agua de la corriente de un río, aún menos si ese cuerpo, aún si fuera el de Martí está corrupto. No se puede vivir más de sesenta años en la paz como en la guerra, sin que el costo sea el sacrificio y la muerte de una parte de lo que somos realmente, aunque sobreviva lo que nos dicen ser o hemos creído. Parodiando a Caín, el tiempo de vivir en la paz como en la guerra tiene que cambiar por otro para vivir juntos y mejor, aunque la verdadera identidad no estuviera en ser iguales y los mismos ante el espejo envejecido de la patria, sino diferentes, iguales ante la ley, y eso sí puede justificar el sacrificio.