El epitafio de Trump

Todo parece indicar que el seis de enero pasado el todavía presidente de los Estados Unidos se hizo el harakiri con una mano y con la otra escribió su propio epitafio como regalo de Reyes, un desempeño realmente memorable que no se recuerda en la política. Los últimos tuit y el discurso previo frente a su multitud antes del asalto a la sede de la democracia estadounidense se convirtieron en el epitafio breve y contundente que puede que haya acabado con su carrera política. La relación causal entre la incitación de Trump y la invasión del Congreso, la ambigüedad y la falta de contundencia de su rechazo han sido un tiro en el pie para esa carrera.

Lo que pudo ser un escenario aún más difícil para los demócratas con la presencia de un expresidente amotinado durante cuatro años, con medio país de seguidores para devolverlo a la Casa Blanca, se ha reducido a la presencia de un rey desnudo que seguramente tendrá que dedicar gran parte del tiempo y dinero a defenderse de demandas judiciales y juicios políticos, que deben aparecerle como setas en su camino para evitar que continúe con su liderazgo de la clase obrera, como calificó Bannon el rumbo de los republicanos comandados por su pupilo. La proclamación como presidente de su adversario demócrata será el colofón a la aventura de querer hacer grande a América otra vez, un eslogan que sólo es comprensible para con quienes comparte una visión negativa de su país y de glorias discutibles.

Ese día que pasará a la historia por la invasión del Congreso y la pésima actuación del presidente del país, nos ofrece dos lecciones fundamentales que han pasado inadvertidas, y merecen reseñarse frente al pesimismo, el alarmismo y el victimismo que han caracterizado los discursos del enfrentamiento y también de las acusaciones de regímenes como el cubano y políticos de dudosa responsabilidad democrática como los de la izquierda radical. Primero, que las instituciones democráticas a pesar de que demandan una actualización del sistema funcionan con independencia y con ajuste a la letra de la Constitución. Y segundo, que todavía el imaginario democrático es más fuerte que cualesquiera de sus contrarios populistas, nacionalistas y victimistas crecidos a la sombra de la administración trumpista. La reacción institucional de la mayoría de los líderes, de los medios de prensa, de las agencias e instituciones de poder y de la sociedad fueron de rechazo rotundo a la actitud irresponsable y tolerante del presidente. Son dos factores indispensables de un país amenazado por los extremismos, la fragmentación social, la burocracia institucional y un reordenamiento mundial que parece todavía no haber acabado de entender.

Trump se ha despedido a sí mismo, no podía ser de otra forma para un presidente ególatra y narcisista con vocación de autócrata que ha vivido como al frente de un programa televisivo mirándose en una pantalla, y se ha visto en la disyuntiva de tomar la peor y más grave decisión de su vida entre el país que ha gobernado con su familia y él mismo. Ahora la pregunta que nos podemos hacer es si el trumpismo sobrevivirá sin él. Lamentablente sí, será una forma de hacer política tanto en la derecha como en la izquierda aunque no él esté. La gente siempre está esperando a un Trump de cualquier ideología política. Las condiciones sociales y políticas son perfectas para aprovechar el caladero de votos que ofrecen las diferencias y desigualdades de todo tipo que se han convertido en la nueva ideología del populismo. La voluntad política no puede sustraerse de esas demandas que conforman las microideologías de género, etnias y razas, consumo, igualdad, nación, necesitadas de una representación simbólica. Si la política es el arte de las oportunidades, el populismo, defendido por Laclau, un autor de culto de la izquierda radical española, ha llegado para quedarse y ser reinterpretado por unos y otros para llegar al poder o conservarlo. Es un peligro al que la política se expone.

En torno del eje del imaginario nacional populista surgirán a favor o en contra los discursos de la política de los próximos años. El dilema al que se enfrentarán los políticos es cómo atender las demandas de los prosélitos sin descuidar los problemas fundamentales que no siempre están relacionados con las necesidades de grupos, sectores y regiones, una situación que a veces genera confusión de la inconformidad y la complacencia de unos y otros que dependen de la política, quienes la hacen y los que la necesitan aunque la rechacen. Tomar decisiones impopulares es cada vez más difícil cuando el poder se ha diluido horizontalmente bajo la influencia corrosiva de la opinión de las redes, que no es precisamente lo que antes podíamos llamar la opinión pública. La principal tarea de los gobernantes debiera ser blindar las instituciones de los apetitos populistas, con un discurso contrario a los privilegios de la burocracia política y de representación al alcance de las oportunidades que se halla en el centro de la tradición americana, en vez del favoritismo de la discriminación positiva contra natura de una sociedad con una cultura del trabajo y la distribución de la riqueza muy particulares. En democracia las ideologías no debieran ser lo primero, pero si estas logran imponerse a la política, las consecuencias podrían ser catastróficas para un país donde a veces los políticos han querido arreglar los problemas de política interna arreglando conflictos externos. La nueva configuración de poderes en el mundo y China no están en el futuro y Estados Unidos necesita volver a desempeñar un papel de regulación en compañía de sus socios y por los intereses comunes.

Lo mejor que puede pasar es que los nuevos gobernantes no sólo quieran suturar la herida provocada por la conducta irresponsable del presidente saliente, sino que para hacerlo comprendan que el discurso populista de éste, aunque desacreditado, no invalida las razones por las cuales existe, como tampoco hace injustificable las demandas de sectores y regiones abandonadas a la resaca de la globalización. El razonamiento ad hominen se ha convertido en un lugar común de las argumentaciones que sirven a la sociedad para justificar sus opiniones, pero no deberían sustituir como tácticas populistas la lógica de la estrategia política de quienes ahora serán responsables de representar a la nación. Creer que esa parte del pueblo norteamericano trumpista es una banda de forajidos que practican el patriotismo folclórico, como se trasluce de muchas opiniones despreciativas sobre todo de la izquierda, sería un error de enormes consecuencias. Como suele suceder la apelación al patriotismo en cualquier país oculta unos sedimentos que es bueno separarlos para ver lo que realmente esconden, y los Estados Unidos presentan síntomas de una dolencia que debería comprenderse para encontrar la medicina.

Vienen tiempos difíciles para la política nacional estadounidense, pero serán menos con el jefe de la revolución trumpista lastimado para montar en el caballo y ponerse al frente. Veremos si alguno de la familia que ha estado detrás del Gobierno se decide a tomar el relevo, será complicado si el republicanismo decide coger las riendas y vuelven a jugar el partido. Como en la Roma clásica los pasillos de la sede de Gobierno están ensangrentados de las cabezas que cortó el presidente, a veces con un tuit, y al partido le toca limpiar, cambiar los muebles y las cortinas para volver a gobernar. Ojalá ese trabajo también forme parte de la mentalidad de los vencedores por el bien de la nación.


Ilustración: Pawel Kuczynski1