APOSTILLAS AL DISCURSO DE VACUNACIÓN

Después de un año de incertidumbres, dudas y políticas erráticas que han alargado la sombra de la muerte sobre la mayoría de los países, en las últimas semanas las expectativas de la lucha contra la pandemia del coronavirus se han visto empañadas con las noticias de muertes o inhabilitación por trombos que ocasionan algunas vacunas, aquellas que están bajo el escrutinio de las sociedades democráticas, de las otras se sabe sólo lo que nos dicen las autoridades de esos países que las han convertido en una moneda de validación política. “El beneficio supera a los posibles riesgos”, ese es el argumento principal del mantra al que apelan las autoridades sanitarias, los políticos y los medios de comunicación para convencer a los ciudadanos, temerosos de exponerse a unas vacunas cuyas documentaciones los laboratorios tienen en internet, aunque los políticos preferirían que fueran pasadas por alto ya que su lectura podría ahondar las dudas y los temores que intentan eliminar. Una y otra ola de contagios y muertes se han sucedido ante la incapacidad de vencer al virus con medidas de prevención, a la espera de que la vacuna ponga fin al horror, que hoy en la India alcanza cotas medievales, incluso con el contagio y muerte de vacunados.

Es cierto que el perjuicio de dos o tres muertes es una cifra infinitesimal en contraposición con los beneficios que reportan las vacunas para la sobrevivencia. Sin embargo, el énfasis en el beneficio no impide que debamos ignorar el perjuicio, de modo que pudiéramos elegir racionalmente el beneficio acorde con la libre elección de las sociedades democráticas. Si examinamos el mensaje institucional optimista, estimulante y propositivo, parecería que el miedo y las preocupaciones sobre los errores de la vacuna son infundados o merecen minimizarse. Pero cuando enfocamos también nuestra decisión en el perjuicio podemos ver que surge con más claridad un dilema del que participan grupos de riesgo destinados a someterse a un sacrificio con la probabilidad mínima de morir, similar a aquella que tendrían si cumplieran con medidas de prevención y limitaran su actividad social. No obstante, si estas personas en vez de poner la vista en los beneficios la pusieran en el perjuicio y desistieran de no vacunarse podrían no correr el riesgo de morir de trombo o sufrir una inhabilitación, pero tendrían mayor probabilidad de estar expuestos, ser contagiados y morir. Esta es posiblemente la razón mayor por la cual deberíamos correr el riesgo que no aparece en el discurso sanitario porque el mismo utiliza recursos del mensaje político cuyo objetivo es hacer creer o convencernos de algo con el menor margen de dudas, de forma indolora, irreflexiva y un fin determinado.

Si el discurso de la política sanitaria se permitiera este otro enfoque mucha gente desistiría de participar de la experiencia de rebaño para combatir el virus y volver a la normalidad. De ahí que la morfología del discurso sea de naturaleza política. Para ayudarnos a entender la razón del discurso sanitario podríamos preguntar cómo se determina el precio del valor de unas vidas sobre las otras para dar por amortizada la muerte de unos y cuál es el enfoque cualitativo, si lo hay, que nos impida entrar en contradicción con la perspectiva cuantitativa utilizada de que cien vidas tienen tanto o más valor que una.  Una racionalización de este tipo nos enfrentaría a un dilema moral de difícil resolución que a nadie interesa abordar, aún menos en un contexto de excepción que en este caso los poderes han querido disimular por miedo a las consecuencias políticas, si bien con medidas duraderas y excepcionales la propagación y las muertes habrían sido menores. Durante los periodos de guerra en los que los generales de nuestro bando sacrifican a su infantería para vencer una batalla o arrojan bombas sobre la población civil del enemigo como sucedió en la II Segunda Guerra Mundial, nadie se pregunta si es moral o no porque el objetivo es cuidar nuestras vidas y bienes, pero la actual crisis ha contado con muy poca cobertura de comprensión de las razones de excepción. Quizás un debate moral de este tipo aterraría aún más a muchos en los grupos de riesgo al pensar que ponernos la vacuna puede ser peor que lidiar con la prevención y el peligro del contagio de la enfermedad, y la incertidumbre al contagio podría ser superada por la incertidumbre a morir vacunados. 

Siempre que midamos la vida en términos de cantidad nos parecerá poco el número de muertos por trombo, no es lo mismo uno que cien muertos, da igual que sea por enfermedad, guerra, terrorismo, accidente o suicidio. Esa es la clave del éxito del discurso sanitario que nos impide abordar el problema desde la cualidad que es moral, al contrario del de la cantidad donde la moral es residual y el beneficio es el fin. Todo cuanto nos afecta se mide en proporciones medibles que influyen en su precio según la tabla de valores de la sociedad, sobre todo si como en este caso la muerte está más cerca o más lejos. La distancia del peligro es un factor que nos ha llevado a tomar una actitud más o menos activa a favor o en contra de las políticas sanitarias planteadas frente al coronavirus, de la misma forma que en otras catástrofes nos hemos mantenido impávidos a pesar de la acumulación de muertos en los periódicos porque sucedía lejos de nosotros. Cuanto más cerca de nuestra piel y nuestro olfato los muertos duelen más. La apreciación de la vida en la India donde hoy los cadáveres se queman en la calle no tiene comparación con la de otros lugares donde se impulsa con negligencia la normalidad. Los muertos, la cercanía a los muertos y el peligro son mensurables y proporcionales al precio que le ponemos a la vida durante una tragedia de cualquier tipo, y ese precio es correlativo al miedo que sintamos por nuestra propia vida en primer lugar. Nuestra vida tiene más valor cuanto más cerca estamos de la muerte y así será el precio que se le ponga, un precio que no siempre somos nosotros quienes lo establecemos.

Está claro, aunque no se diga porque forma parte del discurso político sanitario omitir este supuesto, que no es lo mismo correr el riesgo de padecer una secuela de efectos secundarios de un medicamento —como diarreas, bajada de los leucocitos o disfunción eréctil— que correr el riesgo de morir aunque sea en un porciento mínimo y por causa del azar, ya que todavía no hay una explicación científica de porqué sólo ocurre a unos y no a otros dentro de un rango de edad, además de que parece haber una preeminencia en el género femenino. Todavía la tromba de feministas radicales no ha saltado al escenario a pedir explicaciones a los laboratorios por el trombo que hace discriminación de género. No es lo mismo padecer la secuela de los efectos secundarios de un medicamento que pagar con la muerte por su uso, no obstante la propaganda de la política sanitaria mediante la omisión del perjuicio hace una comparación implícita intencionada que disminuye la gravedad de exponernos a la lotería de morir por trombo. A pesar de las dudas, no queda más remedio, hoy por hoy es la única solución después que los Gobiernos han sido incapaces de hacerlo con otras políticas de prevención sin correr el riesgo del caos sanitario, social y económico. Durante la crisis el comportamiento común de los ejecutivos ha sido relajar las medidas restrictivas alimentando el efecto noria a la epidemia mientras aparecía la vacuna.

Por otro lado, es una aberración de rebaño comparar el riesgo individual con el beneficio colectivo, que es la operación que hacen las autoridades para ofrecernos un resultado positivo sin decirnos que lo que nos piden es jugar a la suerte con nuestras vidas, cosa aparentemente loable porque de la misma manera que la probabilidad de ganar en los juegos de azar es infinitesimal tampoco perderemos la vida jugándola por los demás. La posibilidad de ganar la muerte es mínima frente a la posibilidad de ganar la vida, la pérdida individual es remota frente a la ganancia colectiva. Sin embargo cuando apostamos nuestro dinero a la suerte lo hacemos con la creencia de que esa exclusiva porción de la suerte, infinitesimal, nos puede tocar, al contrario de lo que predica el mensaje político de las autoridades. Mutatis mutandis, hipotéticamente, es igualmente seguro que jugando la vida alguno de nosotros va a ser premiado con la muerte. De cuanto nos dicen se deduce preferible la muerte de unos por la vida de todos. Sin embargo, la posibilidad de padecer las consecuencias del margen de error de la vacuna no son equiparables al beneficio colectivo sin eludir el significado moral de tal comparativa. Eso es precisamente lo que eluden las políticas sanitarias cuando explican a medias la necesidad de vacunarnos disminuyendo el peligro de la vacuna para alcanzar el único objetivo de evitar una catástrofe aún peor que lo vivido. Podríamos preguntarnos si ante la posibilidad de que unos pocos mueran deberíamos recomendar el uso del medicamento por la posibilidad de salvar a cien mil de los conciudadanos, ya que según los documentos de las farmacéuticas todavía hay aciertos que no han podido ser comprobados dada la emergencia de producir la vacuna.

 No es lo mismo que mueran tres o cuatro de cien mil a que mueran cien mil o más personas, ese es el dilema que no ha sido explicado.  Y nadie puede pedirnos que corramos el riesgo de ser una de esas personas sin que pongamos en solfa la moralidad del mensaje político de la petición a que vayamos a correr el riesgo sin explicarlo y eludiendo la responsabilidad política. No se trata de la asertividad de los negacionistas contra la existencia del virus y la necesidad de la vacuna y la prevención, sino de la duda sobre la moralidad de una argumentación política donde se juega la vida aunque sea la de pocas personas a quienes no se les ha explicado suficientemente que a pesar de que no tiene porqué ser, si puede ser posible que mueran. Imaginemos una feria donde hay cien personas encima de una plataforma circular que gira, mientras otro tira un dardo en cada vuelta, sin duda es una proporción ridícula el riesgo de que vayamos a ser el blanco del dardo y seguramente nos sumaríamos voluntariamente a la plataforma para el experimento ya que en caso de que nos tocara podríamos curarnos la herida con un poco de alcohol. Pero imaginemos que ese mismo dardo está impregnado de un veneno mortal y que el premio es algo tan “jugoso” como alargar la vida de uno y de los demás, seguramente muchos aceptarían el peligro aunque dudaran, ya que sabrían que una de las cien personas en la “rueda de la fortuna” terminaría muriendo pero a cambio cabría la posibilidad de que viviríamos el doble. Efectivamente, todo parece indicar que uno de nosotros puede morir necesariamente, aunque esperamos que no seamos nosotros sino el de al lado, dicho de otro modo, uno de nuestros vecinos puede morir por nosotros y deberíamos saberlo. El problema moral que se plantea la política sanitaria es que esto es lo que no ha sido explicado de manera clara. 

Pero si la ecuación de las proporciones para justificar la masificación de la vacuna a pesar del riesgo mínimo la cambiáramos seguramente también cambiaría la perspectiva de la conclusión. Dejemos de pensar políticamente como las autoridades y en lugar de decir que es necesario vacunarse porque se salvan cien mil vidas por dos o tres que fallecen, digamos que es necesario que mueran dos o tres para salvar cien mil vidas. Posiblemente veríamos que al cambiar el enunciado no sólo el discurso político sanitario perdería su capacidad de movilización, sino que además sería contradictorio moralmente. El beneficio colectivo de la decisión de usar la vacuna para salvar a cambio de la posibilidad de que unos pocos pierdan la vida puede que sea justo, pero no tendría que ser moral cuando se trata de minimizar las consecuencias drásticas y radicales para los individuos al amparo de la información mediatizada y sin la documentación suficiente que ampare la certeza de que uno de nosotros dejaría de ser la víctima mortal. Hay una fina línea que separa el beneficio colectivo del individual, generalmente borrado cuando hay que elegir entre el perjuicio para uno y para el otro. Las situaciones de excepción como las guerras donde tantos crímenes se comenten en nombre de una finalidad, tanto en un bando como en el contrario, es el más claro ejemplo de un problema que la humanidad no ha podido resolver. Podríamos decir para abreviar que es el problema del valor de la vida, en torno a este se definen los grandes relatos ideológicos y sus tendencias políticas en situaciones de normalidad y de crisis.

A veces uno se pregunta cuánto vale la vida. De hecho es bueno preguntarse de cuando en cuando cuál es su valor. En un mundo donde todo tiene un precio y muchas cosas se precian no por lo que valen sino por lo que cuestan, es saludable preguntarse cuál es el valor de la vida, la nuestra y la de los demás. Posiblemente si lo preguntáramos encontraríamos sentido a muchas cosas que nos rodean y tememos perder que no valen un comino, y habrá otras a las que no damos importancia que quizás debiéramos luchar por no perderlas. La relatividad y la consecuente relativización de la vida no es un fenómeno nuevo, sólo que en cada época y en cada cambio civilizatorio como el que vivimos se produce de un modo diferente. Todo el mundo sabe que la vida no tiene precio porque tiene un valor tan extraordinario y al mismo tiempo tan peculiar y relativo para cada uno, que ponerle un valor implicaría que podría someterse a un intercambio por otra cosa equiparable como una moneda, o cualquier otra cosa con un valor. Todo lo que tiene valor tiene un precio y puede ser comprado o vendido por lo menos simbólicamente. Sin ir más lejos, vivimos en una época en la que la felicidad tiene su correlato en el precio de la vida. Somos más felices cuanto mejor nos valoren, no por el valor que nos creamos tener, y en su defecto cuanto mejor nos valoremos por el precio que nos pongan. Las redes son el mejor de los mercados para comprender esta nueva característica de oferta y demanda de nuestro tiempo.

Eso no sería un problema para ser feliz si la medida de ese valor no estuviera en correspondencia con el objeto de la comparación, ya que la medida no es otra cosa que la expresión simbólica de un sistema comparativo del cual se ha extraído una unidad. La gente ha dejado de ser sí misma para querer verse a sí mismo como lo que quisieran ser y otros le dicen que pueden ser. La oferta y demanda de terapias de todo tipo para adelgazar, muscular y ser feliz no son más que el reflejo de uno mismo en una imagen ideal conque preciamos nuestra vida por un precio diferente al que en otra época tenía. No es ni mejor ni peor, sólo diferente. En las últimas semanas las noticias sobre el margen fatal de la aplicación de algunas vacunas  ha puesto entredicho el valor de la vida. La esperanza que muchos pusieron en la ciencia se ha visto malograda por la ridícula cifra de muertos por trombo cerebral como un efecto secundario, hasta donde se sabe únicamente en las mujeres. Muchas personas esperanzadas en la vacuna después de haber sobrevivido han trasladado el miedo a morir infectadas por el virus a la posibilidad de morir por la vacuna que esperaban, ocultos detrás de las mascarillas y obedeciendo a las medidas restrictivas necesarias que han arruinado parte de sus vidas, pero por las cuales se han sacrificado razonablemente durante más de un año de espera para continuar con ellas. Es una horrible paradoja sufrida por muchos que han desertado de las filas de candidatos a vacunarse por temor a ser candidatos a morir de un trombo, si bien es cierto que esa posibilidad es menor a la de viajar todos los días en avión y sufrir un accidente mortal por la caída del mismo.

La necesidad que tenemos todos de volver a la vida normal, tanto los Gobiernos apremiados por los problemas económicos derivados de la crisis sanitaria, como las familias y los individuos enfrentados a la solvencia de sus economías y de la convivencia, ha concedido un nuevo valor a la vida relativizada por los intereses del poder político y económico. A las indecisiones contradictorias y contraproducentes de los gobernantes y de los comportamientos erráticos de Gobiernos e individuos que han alargado la crisis sanitaria se suma la incertidumbre sobre la vacunación. Es cierto que el margen de error de las vacunas en ínfimo, incluso menor que los efectos secundarios de otros medicamentos, pero también es justo decir que la diferencia está en que la mayoría de esos medicamentos no tienen como efecto secundario la muerte del paciente. No es lo mismo correr el riesgo de padecer otra enfermedad como consecuencia de curarse de una que morir como es el caso de los trombos por los cuales la gente prefiere no vacunarse. La vacuna y su masificación es la única solución a la crisis sanitaria, sin embargo la vacunación se ha convertido en una prueba más de la relativización de la vida cuando leemos y escuchamos a los políticos y los medios de comunicación arguyendo la justificación de la necesidad de que nos vacunemos sin decir toda la verdad sobre un peligro que debemos correr. En efecto, la vacunación es imprescindible y por eso debemos correr el riesgo de ser parte de ese porciento mínimo de las víctimas mortales de los efectos secundarios, pero que comparen estos efectos de otros comunes para convencernos de lo que es necesario hacer es de un cinismo colosal. A veces, sin ser negacionistas, mucha gente siente con razón que hay otros que los usan como conejillos para probar el efecto de la elaboración de las mentiras aunque sean con un fin loable.

Muchos nos vacunaremos porque no hay otra forma por ahora de eludir la propagación de la enfermedad y acabar con la crisis sanitaria, pero no digan que es un efecto secundario cualquiera la posibilidad de perder la vida o padecer una incapacidad a causa del trombo, ya que aunque esa posibilidad sea mínima siempre cabe el temor a que esa lotería pueda tocar a quien se vacune. Es una evidencia científica que si te toca el virus puedes morir de la misma manera que si te toca la lotería del error mínimo con su consecuencia máxima. El miedo no sólo depende del valor que tenga nuestra vida, sino también del precio que le den los gobernantes y los medios de comunicación. Sobre el miedo de los otros Shakespeare nos dijo: “De lo que tengo miedo es de tu miedo». A veces da miedo el miedo de los demás, el de los Gobiernos puede dar terror cuando actúan como si fuéramos ovejas, tal vez lo merecemos.

Ilustración: jstnptrs