
El indulto que acaba de otorgar el Gobierno socialista a los condenados de la rebelión independentista catalana ha vuelto a poner sobre la mesa uno de los axiomas políticos menos comprendidos por la ciudadanía: mentir es cosa de la política. Visto así, llanamente, podríamos creer que los políticos son unos mentirosos, que es precisamente el argumento de quienes atacan al presidente español Pedro Sánchez por haber dicho una cosa antes y decir y hacer otra después. Es una acusación que se repite cada vez más desde que se instauró la democracia, unas veces como parte de la desacreditación del contrario político y otras como reivindicación de la sociedad que ve en los políticos que mienten un síntoma de la decadencia del sistema. No obstante no hay ninguno que no haya mentido o se haya desdicho porque en una nueva situación habrá tenido que cambiar la argumentación por un propósito determinado o el cambio del mismo. Ningún presidente puede sentirse a salvo de la rectificación que le hacen las hemerotecas y algunos, como Felipe González, arrastrarán hasta la tumba el “donde dije digo, dije Diego”, por su afirmación de que España no entraría en la OTAN.
Tanto los políticos de izquierda como los de derecha mienten, de la misma manera que el que escribe esto y el que lee mienten, todos mentimos y nadie se avergüenza cuando tiene que hacerlo por necesidad para alcanzar un objetivo. Otra cosa que debiéramos tener en cuenta, si todos mentimos, es porqué, cómo lo hacemos, a quién y cuánto daño o beneficio lleva implícito. La finalidad del engaño y la astucia del político determinan la calidad de la mentira. En otro nivel de las relaciones sociales el engaño que es el arte de mentir es una de las finas artes cuando se convierte en política. Cuando Martí decía, “la política es lo que no se ve”, aludía también a esa capacidad de la política para actuar en dos planos como los prestidigitadores, donde lo evidente no es lo que sucede y actúa como un sebo para el cual debe haber un buen sedal. A pesar de la evolución de las sociedades y de la política a partir de la segunda mitad del siglo pasado, la moralidad que en principio formaba parte de la cosa pública desde que la política se empezó a separar de la Iglesia, hoy se ha perdido y la política ha dejado de representar la moral de las relaciones con lo público. Es un hecho de una enorme gravedad que el imaginario de la sociedad haya tenido en el político al hombre probo y culto, y hoy sea lo contrario, sentando las bases de la desafección por la política o sirviendo de caldo de cultivo para el crecimiento de tendencias populistas alentadas por el esnobismo y los advenedizos.
Podríamos decir con toda certeza que la mentira es consustancial a la política, y que ella no tiene nada que ver con gobernar bien o mal, tampoco conque sea bueno o malo el político, sino con la eficacia de la mentira y el propósito. No tendríamos que rasgarnos las vestiduras cuando un político es desmentido, pero sí tendríamos que flagelarnos porque le hemos creído. La relación de los ciudadanos con los políticos debería ser de cautela y no creer todo cuanto dicen porque ese es el pacto que hoy no deberíamos tener con ellos. Nuestra inteligencia social va muy detrás de los medios de comunicación y las nuevas relaciones con el poder. La sociedad, al contrario de otros tiempos pasados, que no siempre fueron mejores, tendría que comprender que el servicio de los políticos a la sociedad ha cambiado. Sin embargo, hoy una de las virtudes consolidadas de los regímenes democráticos frente a los totalitarios es que podemos enfrentar a los políticos con su palabra, impidiendo que la mentira deje de ser un recurso de la política para convertirse en verdad y esta en creencia como sucede en dictaduras como en Cuba. Esa confrontación consagrada por la libertad de expresión limita la posibilidad de que la mentira política se transforme en dogma y de ese modo en un arma incruenta para la conservación del poder.
Si la mentira política es un recurso y por mentira se entiende aquello que se promete y no se cumple, y ese recurso puede ser deliberado, pero también un error de cálculo basado en una apreciación errática de la realidad, podemos suponer que la razón por la cual a veces condenamos a los políticos no siempre es comprensible, ya que somos los ciudadanos quienes sometidos a una relación de dependencia a la vieja imagen de los políticos somos incapaces de adaptar nuestra idea de la política a la realidad. La idea romántica del político como servidor público, prócer, líder y tutor de nuestras relaciones con la cosa pública ha quedado desfasada, por otra en la que el político adapta su discurso a una sociedad cada vez más estratificada en grupos de intereses que han sustituido a las tradicionales clases, en contextos contaminados y de gran movilidad a los que el discurso se conforma para satisfacer la demanda de opinión y menos para cambiar la realidad que la provoca. En ese sentido podríamos creer que el político no es ni puede ser el guía del rebaño, a pesar de que el rebaño se lo reclama, y que no obstante el rebaño no se piensa como tal pero se comporta así.
La sociedad debería comprender que el precio que pagamos a la política es el de ser rehenes de discursos ajustados a contextos políticos más volátiles en los que los enunciados suelen moverse en interés de la aprobación del votante y no por el criterio de la verdad. La mentira y la irrealidad conviven en el mensaje destinado a conservar o ganar el poder, mientras el mismo no pueda ser contrastado, incurra en el error o muestre que ha fracasado. Si en la mentira hay una intención deliberada de hacernos creer algo que no es, la irrealidad forma parte de aquello que se promete y sabemos no puede cumplirse o del mensaje que deja de aludir a asuntos de mayor gravedad e importancia para la sociedad, a cambio de priorizar otros más sensibles para determinados sectores como es el caso actual del discurso de la izquierda sobre las igualdades de género, mientras aumentan las desigualdades económicas sin afrontar los orígenes de las mismas, o el de la derecha neoliberal del que ya nadie se atreve a hablar por su influencia en la última crisis mundial.
Hoy el problema no debiera ser la cantidad de mentiras que un político emite desde su atril para el público, sino la cantidad y la calidad de mentiras que el público soporta, sobre todo aquellas que somos capaces de discriminar para evitar convertirnos en militantes de una u otra tendencia, ya que nuestra libertad es la que debería marcar las preferencias y no el sesgo ideológico que nos convierte en prosélitos y correligionarios. La vida actual donde la libertad de expresión con la explosión de internet y las redes ha dejado de ser un coto reservado a las relaciones del sujeto público y las instituciones, los políticos han encontrado un aliado de sus mensajes, pero también un alter ego crítico mientras la racionalidad no sea secuestrada por la ideología del político como está sucediendo. Debería ser más difícil que los mensajes controvertidos y basados en supuestos falsos o no comprobables tuvieran menos aceptación por parte de la sociedad, sin embargo no es así como demuestran las últimas campañas electorales tanto dentro como fuera de España. La inteligencia social que debiera discriminar en el discurso político la intencionalidad, por lo menos, no tiene referencias y se estarán formando ahora para el análisis y la adaptación de los mensajes a la realidad política.
Si los políticos mienten hoy en relación con el futuro y también con el pasado, ¿por qué la gente sigue a los políticos y continúa yendo a las urnas, sobre todo en los periodos en los que creen están en peligro determinados intereses personales y colectivos como ha sido el de la “libertad” enarbolada por el Partido Popular de Madrid en las elecciones de mayo? La libertad nunca estuvo en riesgo, sin embargo el mensaje fue una punta de lanza que abrió los espacios de la derecha incluso entre la gente que jamás había pensado en la libertad. Podríamos decir que porque la mentira es uno de los recursos políticos que mejores resultados da a la política. Si así es, son los ciudadanos quienes deberían reflexionar y comprender lo que es falso y lo que es irreal, dos categorías completamente distintas del discurso político aunque se confunden entreveradas en los mensajes que nos sirven. El problema no es que los políticos mientan, sino lo que nosotros seamos capaces de creer. La mentira es proporcional a las relaciones de lucha por el poder y a la inteligencia social de los grupos a quienes va dirigida.
En la imagen social del político se juntan la del benefactor con la del servidor público que disfruta de ciertos privilegios que son propios de su cargo de representación de los ciudadanos, lo que no se dice es que el contexto de ese empleado de la sociedad es similar al de una guerra donde la habilidad para engañar a los contrarios y a facciones de los suyos para alcanzar objetivos, implica hacer creer una cosa para alcanzar otra sin perder la confianza de los prosélitos y sin dejar de ganar a otros. En esa lucha los ciudadanos tenemos un papel que a veces es el de víctimas, pero todos estamos sometidos a normas y leyes escritas y por escribir para evitar los excesos de la política. El equilibrio de la acción social y de la acción política son fundamentales para que los peores políticos no nos gobiernen, y la racionalidad es una de las mejores armas que tiene la sociedad para comprender la política y no dejar que nos conviertan los políticos en ovejas de sus intereses que no siempre son los nuestros. El engaño es parte de la política de los partidos y los Gobiernos, igual que nuestros comportamientos en las relaciones de todos los días son la política con que hacemos nuestra vida mejor o peor con los demás.
Quienes han estado cerca de la contingencia política saben que así como la guerra es un instrumento político y la continuación de la actividad política por otros medios, al decir de Clausewitz, la política, sobre todo en situaciones de crisis, también es un acto de guerra de la misma naturaleza pero con otros medios que determinan su carácter incruento. El propio autor en su clasificación de las clases de guerra advierte que la guerra política es aquella en la cual el término política se entiende de manera convencional como “un ardid cauteloso, astuto y hasta deshonesto, adverso a la violencia”. La mentira es un instrumento del engaño, igual que el cambio de opinión o de ruta y de objetivo forman parte de las tácticas políticas, comprenderlo es fundamental para no ser sujetos de manipulación de la inteligencia política que nos usa para alcanzar objetivos que no siempre coinciden con aquellos por los cuales elegimos a quienes nos gobiernan.
Toda nuestra vida está condicionada por la política y las relaciones que establecemos con las instituciones y los políticos como parte de las mismas son de carácter político, de modo que con la actitud que tomemos frente los mismos podremos ejercer mejor el papel de contendientes, garantizado por la democracia y que en los Estados totalitarios conduce por caminos diferentes a objetivos diferentes. El problema no es cuánto nos mienten los políticos, sino porqué nos mienten, y eso es lo que debiéramos saber aunque ver las verdaderas intenciones no siempre está a nuestro alcance cuando son buenos políticos y las condiciones son propicias. En efecto, como dijera Martí, la política, como la poesía, es lo que no se ve. No os asombréis de nada, los políticos mienten, unos más que otros, con mayor o menor oficio y justificación, con más o menos arte, y cuánto peores son, peor lo hacen.
Ilustración: animalsinthings