
Ayer Cuba y los cubanos hemos vivido un día que recordaremos como el principio del fin de un periodo y de un Gobierno caracterizado a sí mismo por ser la continuidad de lo peor de un régimen paternalista, doctrinario y represor, institucionalizado como una dictadura. En términos coloquiales la gente se ha cansado de más de lo mismo, interpretado por personas sin talento político que viven a la sombra de las ideas descontextualizadas de otros y de la lealtad al poder de quienes les ofrecieron la administración del país. Gracias a internet y a pesar de los cortes para aislar informativamente a la isla, vimos cómo el pueblo se levantaba pacíficamente en casi todas las ciudades para exigir la Patria y la Vida que subyace bajo las demandas, dos términos que resumen la necesidad de acabar con el sacrificio que ha justificado durante más de sesenta años la manipulación de la independencia nacional y la protección del Estado.
Independientemente de lo que pase a partir de hoy en Cuba, habrá un antes y un después de este clamor marcado por el límite de la dinámica de acontecimientos que aún no han terminado su desarrollo. Sin cambios los límites se moverán de forma imprevisible desde el lugar donde han quedado ayer. Veinticuatro horas después de las manifestaciones podremos saber cuáles son las limitaciones del Gobierno y el lugar de las reivindicaciones dentro del estatus actual. La gente ha perdido el miedo y se ha lanzado a la calle espontáneamente a protestar pacíficamente, sin líderes ni organizaciones o partidos que los organizaran, sólo motivados por la necesidad y la falta de respuesta de las autoridades, quienes se supone, acorde con el pacto social, son quienes administran el pan y la libertad en el sentido más amplio de los términos. De modo que ayer de un golpe no sólo se ha roto el pacto social, sino que el propio Presidente se ha ocupado en apresurar su ruptura convocando a una parte del pueblo a enfrentar a la otra que reclama ser atendida.
La fractura de la unidad que era el gran presupuesto político de ese pacto, la incapacidad económica y financiera, la falta de soluciones políticas para gestionar la crisis, la ausencia de liderazgo social y político, el aislamiento internacional, el colapso sanitario y la irrupción de una generación en edad de decidir sobre sus destinos empeñados por la continuidad de otros, son la suficiente gasolina para que bajo la orientación del Presidente, Cuba empiece una guerra fratricida, si otras fuerzas del poder no interponen el bien y la unidad de la nación sobre bases diferentes a las continuistas. Ni siquiera podemos hablar de incitación a la violencia, sino de mandato a una población que se ha regido por la lógica de la guerra y la política de la ideología patriótica, un cóctel totalmente incendiario. Según sus palabras, “la orden de combate está dada: a la calle los revolucionarios”.
Posiblemente una de las soluciones menos deseadas sea la mejor en una situación como la que vive el país en manos del ala más conservadora de la clase política cubana, aferrada al poder como una sanguijuela en nombre del pueblo. Un golpe de estado incruento y blando que facilite un gobierno bisagra e impida el desangramiento actual del país, creando las condiciones para reformas políticas y económicas, es una alternativa de los clases y cuadros menos comprometidos con el saqueo del país y la represión. Las dictaduras sólo cambian cuando son erradicadas y esto sólo puede producirse a la fuerza o mediante el cambio de equilibrios internos de la propia estructura de poder. La solución desde dentro puede que sea la menos costosa, la más rápida y menos dolorosa.
Hoy mismo, cuando el propio Presidente ha legalizado desde su poltrona la violencia contra los “no revolucionarios”, ha dado un paso definitivo para la justificación de la violencia de estos. Es una grave irresponsabilidad que puede tener dos consecuencias lógicas: la retractación y su dimisión inmediata que dé paso a otro grupo de poder o la obligación de que la burocracia política asuma el reto de las movilizaciones de contestación social, deponga a este Gobierno y emprenda cambios para solucionar los problemas del país con independencia del discurso político e ideológico que justifica la continuidad y el empobrecimiento económico, cultural y moral de la nación. De otro modo la sangre está servida y los comensales esperando para sentarse.
Hoy día la calle no es de los revolucionarios, sino de todos los cubanos, incluso de aquellos que no están allí físicamente y padecen de otra manera la desidia de un régimen en manos de militares disfrazados y el dolor de sus familiares y compatriotas. La cuenta atrás ha continuado desde que se inició con las protestas de los jóvenes artistas e intelectuales, esos que según se dice fueron detenidos ayer. Lo que no sabemos es cuánto puede durar esta fase que se decidirá en los próximos días si las protestas continúan y el Gobierno sigue parapetado en su muro, sordos al pueblo que pide acabar de una vez con tanto sufrimiento. Que Dios escuche el ruego y el lamento de los cubanos, ya que sus gobernantes han dejado de oírlos, y que nos proteja de nosotros mismos.