A PROPÓSITO DE LA MUERTE DE ROLANDO LEÓN

Hace pocos días un señor pasaba por una calle de La Habana en horas de la noche y le cayó encima la pared de un edificio matándolo en el acto. Fue un accidente horrible que enseguida ocupó las páginas virtuales compartidas por la Cuba que vive en extrarradio. Ya ni siquiera se puede llamar exilio a esa parte de la isla que se fue, y emigración tampoco expresa la verdadera naturaleza del conjunto de personas que huyen, de las cuales un sinnúmero de ellas no obstante se mantienen cerca del acontecer nacional a través de redes y medios digitales alternativos, incluso muchas todavía son capaces de comprender al Gobierno y apoyar sus políticas justipreciadas por el embargo. De la otra Cuba que no es extrarradio, mal conectada con el mundo a precios que generalmente son pagados desde extrarradio, salió un tuit de la cuenta del presidente del país lamentando el suceso con un pésame a los familiares que ha sido rechazado por éstos. Era vísperas de la celebración de San Lázaro o Babalú Ayé, según se quiera, santo milagroso devocionado por los cubanos incluso en los tiempos en que el Gobierno cultivaba y profesaba entre sus prosélitos el ateísmo y la intolerancia religiosa con un devocionario rojo.

A los ojos de un lector que no conozca la circunstancia y el contexto pudiera parecer un hecho fortuito que no merecería más que una nota entre las noticias locales de cualquier país, sin embargo no es así. La muerte de este sujeto fue producida por una serie de condicionantes que en primer lugar no son materiales, económicas o financieras con las que el Gobierno y sus adláteres acostumbran a justificar la desidia y la ineficacia, y se pudo impedir si las autoridades hubieran cumplido con su deber de preservar la zona para que nadie transitara por allí, evitando el accidente mortal de una muerte anunciada para cualquier transeúnte, se nombrara como lo nombrasen, ese día u otro cualquiera. Un simple cartel que avisara del peligro pudo salvar la vida de Rolando. Más de quince años estuvo flotando la muerte sobre las cabezas de los habaneros que pasaron por allí, hasta que la concurrencia de varios factores determinaron la mala suerte de aquel desgraciado, que después de llevar unos alimentos a otros necesitados e ir a recoger su salario de un cajero decidió ir a dormir, sin saber que allí en la esquina de Monte y Ángeles le esperaba el sueño eterno. 

En cualquier otro lugar del mundo normal, del que deberíamos excluir a Cuba, pudo haber sido un hecho lamentable, en el que podrían haber coincidido para que se produjera el azar la falta de diagnóstico o un diagnóstico equivocado de las condiciones del inmueble, más la imprudencia del infortunado transeúnte que habría ignorado la señal de peligro. De todos modos, en ese caso, las autoridades privadas o públicas se podrían ver sometidas a una investigación y a una posible demanda con cargos a su responsabilidad por la conservación del edificio, la seguridad del mismo y el riesgo para la seguridad del mobiliario urbano y de los ciudadanos, además de otros supuestos legales, sin contar con la responsabilidad moral, una antigualla en estos tiempos nuevos. No es el caso del accidente al que nos referimos, en La Habana todo el mundo sabía que ese edificio podía caer de un momento a otro, y las autoridades estaban al tanto de la gravedad de las condiciones del inmueble según los testimonios de vecinos. Las fotografías tomadas antes del desastre, demuestran dos cosas determinantes e inevitables, primero que era un milagro ver cómo se sostenía en el vacío el inmueble y segundo que a pesar de que la caída del mismo era inminente no había ninguna señal de aviso para los viandantes.

Si bien es cierto que nada puede compensar la muerte de un individuo, tampoco es desdeñable para la sociedad sentir que la justicia puede servir para evitar que otras actuaciones irresponsables de las instituciones se repitan. Sin embargo en Cuba es casi imposible iniciar un trámite de compensación por negligencia, irresponsabilidad y daños contra la vida, cuando el aparato jurídico es una pieza más de la arquitectura del nepotismo iletrado del régimen, y se usa más para castigar y defender el estatus actual que para corregir, como se ha visto a lo largo del último año en el montaje de procesos amañados contra los manifestantes pacíficos del 11J, las peticiones de condenas injustas, ausentes de proporcionalidad y motivación reparadora, aunque puedan estar ajustadas al régimen de derecho del sistema. Un sistema que utiliza la justicia para justificar la política que garantiza su poder jamás podrá servir para remediar las incorrecciones de esa política, si esto sucede el crédito que la sociedad da al Estado tiene fecha de caducidad y es necesario una renovación profunda de las instituciones y sus normas. Aún más cuando ese poder padece de una macrocefalia que le impide moverse en la dirección correcta para hacer lo justo aunque sea sacrificándose como pide a sus súbditos.

Las circunstancias en las que ese accidente se ha producido no son las de un país normal, donde los hechos transcurren en un orden y dentro de ciclos que las propias personas pueden controlar e incluso prever en un estado de normalidad relativa con el que pueden sentirse corresponsables. La gente tiene un grado de confianza en las instituciones que aunque en la realidad no siempre coincide con sus expectativas, no obstante les permite pensar que pueden cambiar las cosas aunque no se fíen ni crean en el sistema, es una de las razones de que este funcione. Las cosas se rompen, se gastan y se reparan o se reponen, da igual que sea la ropa, el mobiliario o las ideas —que de algún modo llegan a La Habana para ser recicladas—, a ello contribuye la configuración de un mercado de las cosas donde la caducidad está programada. Dichos ciclos no excluyen la vida pública donde el sistema y sus instituciones están sometidas a un desgaste y a su reparación mediante la renovación de las políticas y las responsabilidades a través del escrutinio y la transparencia. Según este diseño las  instituciones son la parte fundamental de un ciclo vital y están obligadas a proteger y velar porque funcione con normalidad como eslabón de un sistema de vínculos entre la sociedad y la política. El principal servicio de las instituciones es garantizar la normalidad y el de sus representantes es servir a este propósito. Eso sucede en los países normales aunque imperfectos donde la separación de poderes es la garantía de la justicia y la libertad y estos el antídoto contra el despotismo.

En cambio en Cuba donde la anormalidad se ha normalizado y estandarizado sucede lo contrario, lo que le ha sucedido a Rolando no deja de ser una alegoría de cuanto acontece en un país donde la responsabilidad es subsidiaria de la ideología y la doble moral ha coronado el trabajo institucional. Por ejemplo, mientras se alude al embargo o bloqueo para justificar los errores, la ineficiencia, la ineficacia y la incompetencia en la producción de alimentos se palia el hambre con el pollo que el Gobierno compra en los EE.UU. y se extorsiona al exilio económico y político a través de remesas después de que esta comunidad se ha visto obligada a abandonar su país. Entretanto se demoniza, persigue, acosa y castiga cualquier asomo de contestación del discurso homogéneo de victimismo triunfalista del Gobierno, incluso de personas que no han dejado de profesar fidelidad a las ideas sobre las cuales los gobernantes dicen confesar. El mensaje del presidente Díaz-Canel con motivo de la muerte de Rolando pone de relieve un problema clave de la enfermedad del régimen cubano, nadie parece ser responsable de la situación del país además de los gobiernos de los Estados Unidos y la contrarrevolución alimentada por gusanos, mercenarios, traidores y apátridas. La indemnización que en las últimas horas ofrecen a los familiares de la víctima equivalente al coste de los funerales es un reconocimiento implícito de la culpabilidad con lo cual se intenta redimir a precio de limosna la responsabilidad institucional. En su afán de empatizar políticamente en las redes sociales el Presidente ha revelado la inmoralidad de su gobernanza, ofreciendo el pésame a los familiares de su propia víctima, sin exigir responsabilidad en un país necesitado de ver cómo se adoptan posturas no continuistas en consecuencia con la crisis institucional para la cual sólo existen soluciones políticas de cambio, no de maquillajes.

Acaba un año más y también un año menos de un país que cae a pedazos en la cabeza de los que no huyen, como las partes de un teatro donde todos hemos actuado como cómplices del protagonista, incluso sin dejar de ser antagonistas y víctimas, entre bambalinas y en el proscenio, mientras los actores van muriendo y son sustituidos por los fantasmas de aquellos. Finalmente la pared que divide a los cubanos entre víctimas y victimarios caerá, en vez de aguantarla o apoyarse en ella, habrá que empujarla entre todos como un solo hombre y derribarla para evitar que siga cayendo infinitamente sobre los cubanos.