OTRA LECTURA A LA GUERRA DE PUTIN

La guerra que acaba de empezar y quizás esté a punto de acabar, por lo menos de la forma convencional, me hace recordar la frase que se le atribuye a Mark Twain: la historia no se repite, pero rima. Otra vez Europa ve con estupor como uno de sus países es invadido y quienes deben salvarla se limitan a enarcar las cejas por miedo a que nos roben las joyas en las habitaciones cuando ya nos han robado las gallinas en el patio. Putin, el viejo zorro de la Guerra Fría, que ha engordado mirándose en el espejo mientras veía crecer los problemas de adaptación de la política a las nuevas realidades para las cuales los políticos no tienen solución, ha hecho lo que se hace en las artes marciales que el mismo practica al convertir en debilidad lo que el contrario cree que es su fuerza. Putin no ha invadido a Ucrania, sino a Europa, y los políticos, como al principio de la II Guerra Mundial, han dejado que eso fuera posible. Es verdad, todo hay que decirlo, que es difícil tomar decisiones entre tantos, y con intereses y dependencias diversas como las de los combustibles rusos. Esa es una de las bazas que ha jugado Putin para dar un paso tan peligroso también para él, mientras las democracias dudan entre las pérdidas de beneficios e intereses políticos que puedan afectar las ganancias de grupos de poder y la estabilidad política o sacrificar estos para detener al zorro antes de que ocupe la casa.

No sabemos cuándo puede acabar esta guerra, ni cómo terminará, ni dónde. Si lo supiéramos las decisiones políticas que los aliados están tomando podrían ver reducido el margen de error en cuanto al modo en que se enfrentan al presidente ruso y sobre las medidas a tomar para paliar la crisis humanitaria y sus consecuencias económicas. De todas maneras siempre las víctimas de esta guerra hubieran preferido que en vez de tomar medidas para paliar las consecuencias, se hubieran tomado para evitarla siendo más radicales desde el primer minuto y no paulatina y progresivamente. Esa incertidumbre, clave en cualquier guerra que se quiera ganar, sobre todo cuando se actúa a contrapelo y se quiere una victoria fulminante, ha sido la principal arma de Putin que se ha manejado como un oficial de inteligencia, su verdadera profesión, al frente de una gran operación militar en la que la desinformación ha sido su caballo de Troya. A estas horas nadie debe tener dudas de que el exoficial del KGB es un gran manipulador de la información con fines de desequilibrio y confusión, uno de los renglones más importantes de la preparación y ejecución de una guerra, sobre todo en estos tiempos en los que todo el mundo cree estar informado.

La importancia de la información y la manera magistral con la que Putin ha burlado todos los sensores son evidentes en los estados de opinión previos a la invasión. Con excepción de los Estados Unidos todos creyeron que sólo era un alarde de Putin, incluso cuando la inteligencia militar estadounidense alertó que la invasión era inminente y a pesar de las evidencias tácticas de los movimientos de tropas mientras Rusia efectuaba cambios de la narrativa política que incluye la consulta al líder chino. Los analistas y políticos europeos han quedado al desnudo ante el hecho de que haya sido una guerra avisada, planificada y planeada de tal manera que siempre habría producido importantes réditos para Rusia y la megalomanía nacionalista de la política de su presidente, sustentada por la glorificación del pasado y su espíritu expansivo como solución a los problemas estructurales heredados del anterior régimen. Si los analistas y políticos hubieran leído de otro modo seguramente habrían podido actuar diferente y la guerra podría haberse evitado. Baste recordar que aunque Rusia tiene el segundo ejercito más poderoso del mundo, su economía le confiere cierta fragilidad para acometer empresas con un coste tal alto ya que sólo es capaz de un PIB similar al de España, esta anomalía de un gasto militar tan alto con una economía improductiva no puede ser explicada solamente por la producción y venta de combustibles, sino también por la nostalgia de representación de poder que tuvo Rusia como proa de la Unión Soviética después de la II Guerra Mundial.

Desde el principio el presidente ruso se ha encargado de marcar las reglas del juego y esa es la principal ventaja con la que cuenta. La narrativa del uso de la guerra como argumento político es de libro, sólo que nadie sabe lo que quiere y su explicación está lejos de la realidad de sus interlocutores que leen la realidad ajena con las lentillas de leer su propia realidad. La lectura equivocada es uno de los problemas de las guerras cuando la finalidad política de las mismas es ambigua y sus objetivos carecen de la claridad que no tienen sus causas. Si las causas de la guerra no están claras para quienes no estamos involucrados en su organización, sus objetivos padecerán de la misma oscuridad aunque los que inician el ataque proclamen como excusa la necesidad y la obligación de llevarla a cabo. En una guerra de liberación de un territorio o de ocupación por motivos económicos o de seguridad como había hecho creer Putin, por poner un ejemplo, el fin de la misma se supone al liberar u ocupar la plaza que se disputa. En el caso de Ucrania no es así, a pesar de lo que se puede creer de la argumentación de Putin en su último discurso antes de la invasión aclarando con otra versión lo que antes había hecho creer a sus adversarios y a la opinión pública. En realidad es difícil saber hasta dónde puede querer llegar Putin si no se lee en clave nacional y se le obstaculiza el paso ya sea obligándole a considerar una derrota con las armas o para su política interna ahondando el desfase entre su economía y el gasto militar. 

Una cosa que deberíamos preguntarnos de cara a nuevas experiencias de este tipo, es porqué la narrativa política de la invasión rusa ha logrado progresar a pesar de contar con varios capítulos de justificación, primero de la presencia militar en la frontera de Ucrania como parte de la rutina de entrenamientos, luego en defensa de los separatistas prorusos de Donetsk y Lugansk que el lunes reconocieron como repúblicas independientes y por necesidad defensiva del territorio ruso ante las insinuaciones de hacer a Ucrania un estado más de la OTAN. Y finalmente con el objetivo de proteger a personas que han sido objeto de abusos y genocidio del régimen de Kiev y desmilitarizar y desnazificar Ucrania. Aunque la argumentación final tenga en apariencia un objetivo último que pudiera ser verdadero, está basada en un supuesto falso que nadie desmiente todavía, y que sin embargo desplaza la argumentación con objetivos políticos al campo de la moral y la ética al mismo tiempo que reemplaza las argumentaciones anteriores. La falta de claridad en las causas reales y los objetivos de esta guerra es uno de los problemas más complejos a los que nos enfrentamos, sobre todo cuando la pereza mental de la sociedad ha disminuido la capacidad de discernir. La narrativa del presidente ruso ha sido impecable para aprovecharse del trauma que padece Europa de sus guerras, de la falta de fortaleza militar que la hace dependiente de los Estados Unidos para defenderse de algo más que escaramuzas fronterizas y misiones de paz en zonas de conflicto y, no menos importante, la dependencia de algunos países de los combustibles rusos.

Esperemos que aunque tarde las democracias lean acertadamente las amenazas que se ciernen sobre ellas y quiten a Putin definitivamente la alfombra roja, después del impulso que la invasión rusa propina a los cambios geopolíticos que están a las puertas del mundo, donde China espera, y que tomen las decisiones más convenientes para evitar que estos se produzcan como antaño. Efectivamente, la historia no se repite, pero rima, y en ocasiones es una rima que atruena. 


Ilustración: pavel_kuczynski1