
Me gustaría decir que de Cuba todos se van, como tan bien lo ha escrito Wendy, pero en la actualidad el realismo conque el miedo, la incertidumbre, la frustración y la represión nublan el presente y el porvenir de los cubanos ha convertido la decisión de abandonar el país en una huída. Aún más si reprimir es la solución de las instituciones y los gobernantes, que así han expuesto su mediocridad para atajar las protestas del 11J, del grupo de San Isidro y de quienes hicieron la sentada frente al Ministerio de Cultura, protagonizadas fundamentalmente por jóvenes menos prisioneros que sus padres de sus creencias y compromisos. Parece haber quedado claro que el Gobierno y su aristocracia están dispuestas a agarrarse al poder aunque la sangre del pueblo corra, reduciendo la situación a dos soluciones, extremas para muchos: morir igual a Caupolicán o huir aunque fuera como Ícaro.
Todo el mundo huye de la condena de vivir en un país que interpreta la continuidad del régimen como un rito en torno a una piedra que alberga las cenizas de su creador. El creador de un país de su invención, que como una “sábana de gato” está hecha de retazos elegidos. Todos huyen o quisieran huir, menos aquellos que no pueden irse por razones de edad, compromiso, comodidad o miedo a volver a empezar lejos de la tierra donde sin tener nada, la nada es su todo. El miedo, aunque cueste hablar de él, es el sentimiento más común, si bien la historia reciente ha mistificado la conducta de los cubanos por cierto determinismo geográfico e histórico, que, según el relato político, la cercanía a los Estados Unidos nos hecho más valientes. Los cubanos pasan por ser los más valientes, sin embargo todos preferimos huir.
Los últimos datos migratorios de ese país sobre los cubanos registrados en su frontera son alarmantes, si lo sumáramos a los de otros países la cifra marcaría una tendencia de vaciamiento de la isla. Sin embargo aún más alarmante es el testimonio de cientos de cubanos que tratan de llegar a cualquier parte donde estar a salvo, a través de la selva centroamericana o huyendo desde Rusia en pleno invierno para ponerse a salvo en otros países. Nicaragua y Rusia, regímenes aliados de los gobernantes cubanos que ofrecen facilidades para salir de la isla a precios inconcebibles para los menguados salarios, se han convertido en las cloacas por donde Cuba excreta lo que luego le es devuelto en beneficios en forma de remesas e incluso de adhesión de los que huyen. Las estadísticas no pueden reflejar el dolor y el sufrimiento de cientos de cubanos que se ven obligados a correr todo tipo de riesgos para llegar a los lugares más insólitos.
Hay que estar muy desesperados para abandonarlo todo y someterse a la incertidumbre de destinos que pueden conducir a la muerte, a secuestros, chantajes y sacrificios físicos inéditos para esas personas. Esos que eligen la libertad a la muerte por asfixia dentro de la isla en su mayoría son personas con una vida común a la de la otra parte que se queda: no se opusieron al régimen, no delinquieron más que sus vecinos para poder tener un plato en la mesa, y cumplieron con la disciplina y las normas de integración y participación social y política obligadas para convivir y sobrevivir, como en una gran cárcel. Que no se hayan rebelado contra el Gobierno antes de elegir escapar es algo que he tratado de explicar en otros trabajos y que se aleja de la intención de este.
La única certidumbre que tienen los que huyen es que fuera de Cuba podrían vivir mal, pero nunca tanto a cómo viven dentro, donde ni siquiera ya se puede soñar o creer que se puede soñar. No importa el conocimiento, ni la profesión, ni el oficio, ni la moral y la ética conque se viva, ni siquiera la fidelidad a la ideología de la Revolución o la de los gobernantes para vivir con dignidad. Mientras en Cuba hubo sueño la gente podía irse a la cama sin comer porque aún podían creer que al otro día tendrían desayuno, y si no era al otro día llegaban a soñar que sería cualquier día de la próxima semana o de alguna otra. Pero ya ni sueño ha quedado porque el sueño también ha huido del país a soñar en otras orillas.
La isla que fue históricamente un lugar abierto y de intercambio se ha convertido en un cadáver para estudiosos que esperan encontrar las claves del envejecimiento y la sobrevivencia de un sistema, con la intención de dar fe de sus creencias o para juzgarlas. Antes de 1959, los movimientos migratorios de distintas índoles políticas, económicas y raciales —como la oleada de gallegos a principios de siglo XX para blanquear a la población— fluyeron desde y hacia Cuba, hoy fluyen en un solo sentido hacia afuera. Si bien es cierto que hubo flujos anteriores a los de los 60, los 80, los 90 y los de hoy, como apunta Salim Lamrani (“La emigración cubana hacia los Estados Unidos de 1860 a 2019: un análisis estadístico y comparativo”, en Études caribeennes, 2021), este deja de decir que el origen de estos no es el mismo. La gente que hoy abandona el país por una vida mejor no lo hace porque haya una guerra en la isla o porque una crisis económica les obligara, sino porque la crisis estructural tiene su origen en el fracaso del modelo político de un régimen totalitario.
La destrucción física del mobiliario urbano, de los campos y de la propia población con altas tasas de insalubridad y alcoholismo es humillante e incomparablemente mayor a los altos edificios que construyen para los turistas. La insalubridad de las calles en los barrios donde vive la población más sufrida, con sus casas que dentro y fuera padecen una pátina de mal lavarse, son el escenario de la decadencia de un país que poco a poco se acerca a su punto de no retorno, en un viaje que todo el mundo quiere hacer al país soñado que ha dejado de existir, y donde sin embargo hay que sobrevivir. La excelencia que antes fue un valor de la educación enraizada en una larga tradición de la enseñanza hoy ha sido sustituida por la vulgaridad, y la pésima expresión oral y escrita es un reflejo que en la prensa oficial alcanza cotas de relevancia por su adjetivación ideológica.
Si bien la destrucción física puede ser equiparable a la destrucción moral, la segunda necesitará tanto tiempo de reparación y es tal su envergadura que podría justificar a alguien a quien un día le oí decir que sentía tal vergüenza que quería dejar de ser cubana, una forma radical de huir de aquello por lo cual había sentido tanto orgullo como para dar su vida si se la pedían, y renegar de la tierra que le dio la vida para después quitársela. No es difícil de comprender que alguien no se sienta pertenecer a algo, si eso deja de ser aquello con lo cual podía identificar su razón de ser. De cualquier manera es una drama nacional que el cristal de aquello en lo cual te reflejas se vuelva opaco, incluso mortal como el de Narciso, al reflectar la patria ideológica elaborada por el Partido, ese sacta santorum donde se sacrifica a gran número de cubanos en nombre de entelequias ideológicas que alcanzan visos de religiosidad de una nueva Iglesia, en manos de la generación de autoridades más mediocre e inculta que ha tenido Cuba en toda su historia.
Todos huyen y los que huyen se convierten en objeto de deseo para los que quedan. La comida, las medicinas y sobre todo las recargas de internet con las cuales pueden vivir la ilusión de otra vida, son suministradas a una parte de las familias por quienes huyen, antes que exigirlo, oponerse al Gobierno y correr el riesgo de ser vigilados o acusados de mercenarios por sus propios vecinos. Si esto no es un drama —justificado por el guionista de la política cubana con las sanciones de los Estados Unidos al comercio con la isla— que para muchas familias acaba en tragedia cuando pierden a sus familiares huyendo o en la cárcel por protestar, entonces es que también en Cuba se han adulterado los géneros.
Hoy huir se ha convertido en una virtud y los que escapan en virtuosos, cuando fue lo contrario mientras el discurso de la resistencia numantina y la política migratoria del régimen antes de 1993 consagró la obligación de permanecer en el país y abandonarlo era una traición a la patria, el valor hallaba su correlato en la decisión de permanecer y resistir acunados por la canción de cuna de la gloria de David frente a Goliat. El que se iba primero fue un “gusano”, luego en los 80 un “quedaíto”, ambos con un tufo de traición y cobardía, y hoy es un “miembro de la comunidad”. La nueva ley migratoria junto al Convenio migratorio con los EE.UU. creó condiciones para que no se produjeran crisis como las de la Embajada del Perú en 1980, y le facilitó al Gobierno dejar sin tapa de la olla de presión mientras se beneficiaba política y económicamente de crear una isla paralela capaz de aliviar las primeras necesidades de muchas familias, sometida esa comunidad a un contrato contractual con gravámenes para quien no cumpla la ley por la cual pueden permanecer fuera del país.
Antes la gente se iba del país, hoy huye, no alentados por la propaganda capitalista —como gusta decir a los miembros del Gobierno y sus adláteres políticos y académicos que sostienen el discurso del victimismo con el cual justifican la represión—, sino frustrados y agotados de haber sacrificado sus vidas no sólo a una idea que siempre puede ser renovada, rectificada, cambiada o engavetada, también a otras personas que disfrutan de privilegios inmerecidos sin ningún decoro y se aprovechan de sus posiciones de poder por parentesco y funciones con el único mérito de haber sido fieles al discurso manipulado de la patria, que como una madre enferma devora a sus hijos.
Un “cuento” popular y clandestino de los años 80 me permite recordar lo que caracteriza y diferencia la migración cubana de otras. Un día mientras Fidel transitaba en su automóvil por la calle 23 cerca de Malecón, vio una larga, gruesa y espesa cola frente a las puertas acristaladas de las oficinas de Cubana de Aviación. Le pidió al chófer que se detuviera para saber el motivo de la descomunal cola a la que se le iban sumando rápidamente más personas. El chofer movió el auto en esa dirección al mismo tiempo que los otros de la escolta se deslizaron junto al del Máximo Líder. Pero en cuanto el carro se detuvo, Fidel abrió la puerta y puso un pie fuera, se produjo una desbandada y la gente corrió alejándose. Fidel, acostumbrado a otro tipo de recibimiento, pidió que cogieran a uno que se alejaba retrasado. Lo llevaron hasta él. “¿Qué pasa aquí, que todos se fueron huyendo en cuanto me acerqué a la cola?”. Dijo. El hombre, lo miró y le respondió titubeante: “Comandante, es que esa cola era para irse del país. Pero si usted también se va, entonces no hace falta que lo hagamos nosotros”.
Cuba se cae a pedazos y cada familia tiene en su seno una víctima del trozo que le cayó encima. Todos huyen y Martí los ve desde su pedestal en el parque Central de La Habana, resignado a no poder hacerlo también y sin poder hacer otra cosa que llorar. Como decía una frase popular en otros tiempos. “El último que salga, que apague la vela”.