Uno de los asuntos de los que se habla poco es la actual política migratoria del Gobierno cubano, a pesar de que es una herramienta fundamental de la política de adecuación y supervivencia del statu quo del régimen y de su influencia en la vida interna y externa del país. Dicha política ha tenido hacia la Cuba de adentro el efecto movilizador que puede producir una válvula de escape, y hacia fuera de remodelación del exilio, heterogéneo, disperso y horizontal, compuesto por el exilio político propiamente dicho por sus motivaciones políticas, más los llamados emigrados no políticos que sobre todo han constituido eso que de modo eufemístico se llamó la «comunidad cubana en el exterior», nutridos de varias oleadas y una variopinta gama de intereses que, no obstante, también tienen un origen político en la frustración nacional subyacente al paradigma del sistema. Recordemos por justicia y por poner un ejemplo, que muchos de los que en los primeros años formaron el exilio no eran más que personas de cualquier extracción social que de la noche a la mañana se vieron obligados a irse porque les quitaron todo lo que habían logrado en su vida, ni siquiera necesariamente por pensar diferente. De ahí que clasificar a esas oleadas surgidas desde el mismo año del triunfo de la Revolución sea una tarea ardua.
El exilio ha sido un componente social, ideológico y político en la formación de la nación, es así, pues, un elemento fundacional que en los últimos 60 años fue despreciado y manipulado en función de una ideología que se dice heredera de la tradición de José Martí, uno de los pilares del pensamiento y la sensibilidad nacionalista y democrática, él mismo exiliado ilustre. No es poca cosa el cambio de la política migratoria, por el peso que el exilio representa para la nación. A contrapelo de la represión del Gobierno a las salidas del país y también como consecuencia de esa represión, Cuba siempre ha estado con el cuerpo dentro y la cabeza fuera, el sueño de cualquier cubano ha sido viajar a cualquier parte, si era en avión mejor, lamentablemente gran parte de esos soñadores lo hicieron en balsas y no pudieron sobrevivir a sus carceleros. Recordemos que el simple hecho de querer salir del país llegó a ser un agravante político para la vida de muchos. Por si fuera poco, la familia, que había sido una institución vital en el imaginario del cubano como sostén de la sociedad frente a la precariedad política de la historia nacional y un valor integrador de esa dispersión, sufrió la tentativa de ser destruida y sustituida con consecuencias imprevisibles por la ideación de la Revolución como padre-madre representada en la figura de Fidel Castro como el factor de la unidad frente al enemigo unas veces real y otras imaginario.
Las nuevas normas, menos restrictivas y en consonancia con otros cambios que atañen a la pequeña inversión privada, al mercado de menudeo y la hostelería fundamentalmente, fueron recibidas como agua de mayo por los cubanos, que vieron cómo al cabo de más de cinco décadas, el Gobierno abría la mano para mostrar cierta indulgencia y bondad. Sin embargo, la mano se extendía abierta para recibir a cambio una significativa suma de dinero del exilio que constituye parte importante de los ingresos del país, además del beneficio político que significaba que la Cuba de dentro dejara de mirar sus problemas para fijar la vista en una posible solución a cargo de los antiguos enemigos, familiares y amigos del exilio. La distracción de la desgracia. La felicidad si no estaba dentro por lo menos podía llegar de fuera. Aquellos a quienes negaron más de tres veces, hoy contribuyen al sostenimiento del régimen. Hasta hace muy poco era nula la contestación a las obligaciones impuestas por el Gobierno a los cubanos que querían salir del país o entrar. Nos habíamos contentado con poder hacerlo sin importar las condiciones después de más de 50 años de encierro, como en las cárceles, no sólo no se podía salir, sino que tampoco se podía entrar, y cualquier cosa que aliviara esa situación era bienvenida.
La nueva política migratoria vino a ser el alivio esperado, con una aceptación generalizada que no dejaba de ocultar la resignación a las condiciones a cambio del beneficio de poder salir y entrar. No es una actitud excepcional, los cubanos hemos aprendido a vivir insatisfechos pero aparentando que somos felices, acorde con la doble moral convertida en un modus operandi de la supervivencia. Esas nuevas normas llegaron para producir un punto de inflexión en la tensión producida por la inviabilidad del paternalismo de Estado que habíamos conocido, y se pueden traducir sencillamente en que permiten salir y entrar al país, incluso vivir fuera, siempre y cuando se cumplan ciertos requisitos. Los beneficios pueden ser extraordinarios para quienes viven dentro y salen, sobre todo para un segmento mínimo de la población perteneciente a una clase emergente de exitosos comerciantes relacionados con el dinero que entra al país por diversas vías opacas y con las élites económicas y políticas del poder. También son beneficiarios solidarios los que se han establecido fuera y entran como repatriados o no, y aquellos que viven con un pie dentro y otro fuera a medio camino entre un emigrante y un gestor de la economía doméstica. Eso no sucedía hasta no hace mucho y era uno de los principales problemas que enfrentaron generaciones anteriores.
La posibilidad de entrar y salir, pagando cada cierto tiempo por nuestro derecho a hacerlo como si fuéramos libres, se ha convertido en algo natural cuando es contranatural e inmoral por muchas razones. Antes pagábamos portándonos bien, ahora lo hacemos con dinero en trámites, tasas, papeles que nos autorizan a entrar o salir, aunque todavía algunos siguen pagando con su actitud incluso cuando no tienen porqué hacerlo. Es el precio de hacernos creer que somos libres y dueños de nuestros destinos, eso sí, bajo la mirada atenta del Estado, menos benefactor, pero igualmente protector de nuestra soberanía y ciudadanía. Yo he llegado a pensar que los cubanos estamos dispuestos a cualquier humillación con tal de justificar nuestra necesidad y amor a la patria. Sin embargo, no es la necesidad o el amor de los cubanos a la patria lo que merece atención, cosa por otro lado incuestionable, sino el cinismo conque todos nos comportamos, sobre todo el cinismo convertido en política de Estado por parte del Gobierno de la isla haciendo uso de la prerrogativa de designar a cubanos buenos y malos en función de cómo o quién sea el cubano del exilio, condicionando la libertad de entrar y salir libremente al hacer uso de una prerrogativa de poder.
Cuando hablamos de la política migratoria nos hemos acostumbrado a oír –tanto a representantes del Gobierno como a simples mortales que amortizan su sufrimiento–“se ha avanzado mucho”, con la misma complicidad de quien se siente corresponsable de ese cambio, sin evaluar que somos el sujeto de un objetivo político, que no tiene en cuenta el derecho de todo cubano a moverse libremente de adentro hacia afuera y viceversa, sino el beneficio que producimos con el uso que se hace de la necesidad. «Se ha avanzado mucho» es la frase que mejor sintetiza el papel de rehén que todavía padece gran parte de los cubanos, los que se sienten obligados con el régimen pagando con una buena conducta y con dinero. Es normal que suceda así, y debemos entenderlo como la consecuencia de 60 años en los que ha habido diferentes flujos migratorios por razones políticas y económicas, por la razón política los individuos sufren un corte más o menos radical de los lazos de identidad política, pero cuando es otra causa ese proceso es paulatino y progresivo, mientras se está produciendo dicho proceso de enajenación de la identidad, aunque sea inconsciente, nos sentimos parte de algo, no importa si no nos gusta o no estamos de acuerdo. Por otro lado, no es fácil cortar, como si fuera una pierna, con la propia historia personal que es parte fundamental de nuestra identidad con la isla. Atrás, en territorio firme, aunque inestable de la isla, quedan las familias, los recuerdos y muchas veces la esperanza de que las cosas cambien.
Todos esos factores forman parte de una herencia que nos convierte en rehenes de un estado que justifica su crueldad por la necesidad de defenderse de los enemigos. Si no lo viéramos así, parecería que la historia del exilio es una más en la historia de las migraciones, cuando no es así. Todos sentimos que Cuba nos pertenece y le pertenecemos, pero lamentablemente nunca Cuba ha sentido lo mismo hacia nosotros en estos 60 años. Recuerdo que cuando yo estaba decidiendo mi último viaje a Cuba que hice por motivos que no eran personales, Gastón Baquero, con la sapiencia que le asistía desde la primera atalaya del exilio, me dijo para convencerme: ese país es de todos y todos tenemos derecho a él, cualquiera debería poder ir aunque sea a sentarse en el Malecón a respirar el mar. Lo que la gente piense no es tu problema. Solo que unos se han creído con más derecho que otros, digo yo.
Actualmente podría parecer que la política migratoria obedece a un acto de justicia histórica, sin embargo no es así. No es más que un acto de oportunismo político y conveniencia colectiva mediante el cual se ha establecido un pacto tácito que muchos aceptan como una dádiva del Gobierno que rectifica su error. Las autoridades políticas cubanas después de décadas de ejercicio del miedo para evitar el intercambio entre los cubanos de dentro y de fuera de la isla, se han visto obligadas a resetear la política migratoria como una fórmula más de las pocas que le quedan para hacer sobrevivir al régimen. La excusa que parece estar detrás de esta decisión es la de nuestra pertenencia a una comunidad cultural con señas de identidad nacional que nos identifica en cualquier lugar del mundo, el leimotiv es la nostalgia y el recurso de que se valen es el poder poner un precio económico a esa relación entre lo de adentro y lo de afuera. El precio político ya se verá a largo plazo, mientras tanto el Gobierno sobrevive del dinero que llega vía directa e indirecta a las arcas diezmadas por la ineficiencia productiva y la falta de apoyos estables desde el exterior. Evidentemente, la operación de legitimación de la Cuba exterior y la nueva política migratoria tiene un precio político inevitable pero menor, a pesar de que las viejas generaciones del antagonismo frontal que sobrevivieron al triunfo de la Revolución se han quedado sin poder real fuera del país, y dentro se ocupan de montar con otros actores los cimientos de una nueva forma de Estado. Para hacer frente a ese precio político ya se crean las condiciones remendando una Constitución que dé cabida a la consolidación de la nueva oligarquía política basada en el pragmatismo que niega el idealismo sobre el que creció la Revolución. Quizá demasiado tarde, cortos, torpes y temblorosos son los cambios para poder salvar aquello que le daba sentido a la Revolución aunque fuera equivocado.
El Gobierno sabe que los cubanos hemos vivido 60 años con el cuerpo dentro de la isla y la cabeza fuera. En los años en los que vivía allí recuerdo que salir del país era uno de los beneficios mayores que se podía tener y sólo una minoría tenían acceso al mismo, no solo para adquirir cosas materiales en los mercados, sino para “respirar”. Algunos reclamaban un polémico carácter insular, sin evidencia científica, de la necesidad de viajar cuando en realidad era un derecho. Era una demanda general la mejora de las relaciones de las dos Cubas, sin embargo la supervivencia del radicalismo y el enfrentamiento entre las viejas generaciones era un obstáculo al que se sumaba la política de los Estados Unidos. Ahora bien, con la desaparición de Fidel Castro, principal defensor del espíritu numantino, y con el cambio de esas condiciones a partir de la relajación de las tensiones entre los gobiernos cubanos y estadounidenses y la desaparición de las primeras generaciones, la nueva política migratoria ha creado un escenario nuevo para unas relaciones diferentes, que favorecen por un lado al Gobierno que defiende un modelo de supervivencia diferente y a la población que ve cómo puede mitigar el sufrimiento que por sí sola no puede satisfacer.
No hay duda de que además de las familias, innumerables por lo innumerable del exilio, el gran beneficiado ha sido el Gobierno cubano que ha encontrado un balón de oxígeno, quitándose no sólo un motivo de insatisfacción de consecuencias políticas, sino también por los beneficios que esas relaciones aportan a la economía doméstica, principal foco de tensión y frustración para una población castigada por el sacrificio de 60 años. Las oleadas de cubanos que salen a buscar cualquier cosa que escasea en los mercados nacionales a través de los canales más baratos de Latinoamérica a los que tienen acceso son una fuente indirecta de estabilidad política para el Gobierno, al mismo tiempo que se deshacen de la presión interna en demandas de calidades de vida, que ya no pueden satisfacer en iguales niveles a los años previos a la crisis y desaparición del soporte del campo socialista, fundamental de la extinta Unión Soviética. La crítica situación de Venezuela empeora aún más las expectativas y obliga a medidas que saquen de la parálisis el incipiente y pedestre mercado interno con menos restricciones y mayores facilidades que podrían ser dinamizadas con una política más relajada hacia el nuevo y el más maduro exilio que, según parece, ya no es el enemigo que excusaba el autoaislamiento y la represión.
Dentro de este nuevo escenario de las relaciones entre las dos Cubas, no es menos importante el beneficio político que reporta al Gobierno cubano la nueva política migratoria. Una parte de la Cuba exterior ha perdido un argumento de confrontación política, la división de la isla en dos Cubas afecta tanto a los que viven dentro como a los que viven fuera, lo que hace bien a los de adentro también es bueno para los que viven fuera, de ese modo el Gobierno apaga uno de los focos de tensión política más antiguos y hacia el que había mayor sensibilidad social. Tanto es así que el Gobierno cubano ha encontrado al cabo del tiempo a un sector de la emigración que desde lugares tan atípicos como Miami ha sustituido al tradicional extremismo conservador por otro de apoyo a la Revolución, sin tapujos, amparándose en las leyes que protegen la libertad de expresión y las redes sociales en los Estados Unidos. Una quinta columna a costa de la permisibilidad migratoria y las modulaciones de la política estadounidense en ese sentido. La anulación del carácter político que tenía la salida definitiva del país ha cortado de raíz una importante fuente de la que se nutría el exilio, mitigando la militancia política a cambio de la discrepancia. El que se va puede volver siempre y cuando pague. La emigración se ha convertido para Cuba en una potente industria que ayuda tanto a la economía doméstica y de las familias de la oligarquía como al poder político en su afán de ganar tiempo para evitar la implosión de la Revolución. De alguna manera todos estamos contribuyendo a esos objetivos porque en estos 60 años Cuba ha estado dividida por fuera y unida por dentro a través de la familia, ha sido una Cuba secreta de lazos infinitos por debajo del mar. Lo que no podemos saber es cuánto va a durar esta condena de Sísifo, con una piedra que cuanto más se rueda más cae sobre nosotros.
Es bueno recordar y no perder de vista que ese exilio heterogéneo que hoy sirve de soporte a la Cuba de dentro es parte del exilio numeroso que durante 60 años ha estado viajando hacia fuera. La idea del Gobierno cubano de negar al exilio político, otorgándole un papel preeminente al nuevo exilio de naturaleza económica es una manipulación, además de una falacia. Aunque las motivaciones y las metas de los exilios sean diferentes, la realidad cubana ha dado lugar a un solo exilio que tiene un mismo origen político: la frustración de un país frustrado. No ha sido un viaje de flamencos que decidieron asentarse en la Florida, se adaptaron y lloraron la nostalgia. No se le puede quitar a la razón económica de la emigración económica la razón política. No se puede comparar a un inmigrante mexicano que cruza la frontera, con otro cubano que lo hace con los mismos objetivos, sería desconocer la naturaleza de dos estados que con fundamentos diferentes obligan a sus ciudadanos a cambiar de país para vivir mejor.
El exilio de cualquier tipo es una de las cosas más desgarradoras que puede sufrir el ser humano, desafortunadamente ha sido mitificado por el propio exilio porque es preferible malvivir por adopción que desvivir por derecho donde has nacido. Pero aún fue peor para aquellos que no pudieron volver obligados por las políticas restrictivas, aunque nada es comparable a la muerte de miles de cubanos que ni siquiera pudieron saber qué era el exilio elegido para vivir. Los muertos de exilio en 60 años por un Gobierno que ha justificado con el enemigo la muerte de miles de compatriotas de un país partido en dos, no tiene comparación con nada en la historia de este hemisferio. El cubano sigue viviendo con el cuerpo fuera y la cabeza fuera o viceversa, se ha convertido en un modo de vivir que no sabemos cuándo terminará. De momento, sobrevivamos, ya que no parece que los actuales gobernantes vayan a mejorar su pragmatismo más allá de lo que valoran para sí mismos, la nueva Constitución nos ignora en lo esencial: un pueblo único pero sin iguales derechos por vivir dentro y fuera. Parafraseando a Gastón, sí, el país es de todos, pero evidentemente, según obligan, es más de unos que de otros.
Para decirlo de otra manera, eso que llamamos emigrados, emigración, comunidad en el exterior, es parte de un exilio atípico y multifuncional en el que a veces es difícil separar lo político de lo que no es puramente económico o social, condicionados por las características de un régimen que condenó la disensión y formas de vida social, económica y política que a lo largo de 60 años obligaron al cubano, hasta hoy día, a irse del país por cualquier medio y a costa de cualquier peligro. No importa que haya algunos que prefieran llamar las cosas por otro nombre con la intención política de borrar la esencia de esa migración. Mis tíos, por ejemplo, como muchos, no tenían una actitud política, sin embargo la decisión de abandonar el país los convirtió no sólo en condenados, sino en enemigos, de la noche a la mañana el sistema los transformó de personas respetables en gusanos y escoria, seguramente nunca fueron tan felices como pudieron haber sido en su país, con sus familias, aunque se llevarán a Cuba en el corazón. Tanto dolor no se puede olvidar, y a pesar de ello jamás transformaron ese dolor en un arma contra nadie, aunque como lo hicieron otros era justo y justificado. Un día habrá que llamar las cosas por su nombre, hasta entonces continuaremos sobre el muro con la cabeza dentro o fuera de la isla y el cuerpo en otro lado.