Hace catorce meses por un error que se sumaba a una montaña de errores de una tercera persona, y a los míos propios por no poner fin a tiempo a los mismos, mi hijo Lucas y yo no pudimos tomar un avión con destino a Miami, y tuve que confiarlo durante veinticuatro horas a una amiga que entonces no lo era. Su disposición, diligencia y cuidado endeudaron mi voluntad, fiel a la idea de que los favores no se pagan, sino que son obligaciones que se llevan toda la vida en la mochila. Hoy a esa amiga la hemos despedido con los acordes de Mozart y casi podíamos ver su alma subir al cielo. Decenas de personas habían ido a despedirse endeudadas con su corazón. Tenía 53 años, deja dos hijos, uno de 15 años, una nieta de 4, un esposo crecido y una madre que no cabe en su dolor porque no puede haber nada peor que perder un hijo. No era perfecta como no lo somos aquellos que la hemos sobrevivido, pero tuvo un carácter que sumado a sus ganas de vivir la hacían parecer invencible. Sin embargo la única invencible es la muerte, aunque a veces la vanidad nos haga creer lo contrario, no sólo somos frágiles y fácilmente mortales, sino que también somos estúpidos.
Cuando estaba luchando por su vida, tenía tanta fe en salir adelante que tuvo la muerte retratada en los ojos, en ese momento para ella escribí el poema que tuve tiempo de incluir en mi último libro La mano del hijo pródigo y que reproduzco como homenaje y agradecimiento. Era una guerrera que habría vencido si este no hubiera sido el último combate, el que nos aguarda en cualquier momento y lugar, a veces de repente con un zarpazo, o lentamente como el trago amargo de un vino que se ha muerto en la bodega.
le llamamos mundo
a maría josé arranz lópez
el mundo
es un gran caserón
viejo y desvencijado,
difícil de reparar,
adonde estamos obligados a vivir.
cuando se abre la puerta
no hay caminos
que nos lleven a otros lugares.
vivimos en una ciudad oscura y hostil.
afuera millones de ojos
de un monstruo que nadie vio,
y nadie conoce su nombre real,
nos aterroriza con su bondad.
en alguna ocasión
nos hemos querido marchar
por la única puerta,
y nos hemos arrepentido luego.
este caserón
que llueve,
donde hace frío
porque el sol lo evita,
y a veces quema,
es el único lugar que tenemos.
aquí hemos vivido siempre,
no conocemos otro sitio
y no obstante
vivimos como extraños,
matándonos a la hora de cenar
y sirviendo nuestras historias.
le llamamos mundo,
y aquí estamos obligados a morir,
pero la vida es otra cosa.
son esos enormes ventanales
que cada uno tiene en su mísero cuarto,
y a los que apenas nos asomamos,
eso es lo que importa.