Acabo de saber que la poeta Lilliam Moro ha fallecido poco después de haber cumplido 74 años. Hace unos días estuve con ella en la casa que compartía con su pareja. Fui a darle un abrazo que me dijo sería sanador, una forma poética de obligarme a hacer un hueco en mi agenda, sin embargo sabíamos que nada se podía hacer por conservarla entre nosotros y poder encontrarnos otra vez. La forma en que me lo pidió y el tipo de abrazo me hizo pensar que también ya sabía que no había solución y por eso nos pasamos el tiempo hablando de milagros, de los milagros que ya habían sucedido en su vida y el milagro de la poesía. Fue una tarde hermosa, tierna y mágica en la que la conversación iba y volvía sobre la vida, la sobrevida y la poesía, como si todo fuera posible a pesar de que esta vez las cartas estaban marcadas. Es difícil hablar de la vida cuando el interlocutor sabe que va a morir, sin embargo ella parecía la persona que se iba a levantar para despedirse y volver más tarde a ver si todavía estábamos entre los vivos. Fue Julia quien nos devolvió a la realidad a la hora de irnos, lo que habíamos visto era un acto poético, ya Lilliam había subido a ese tren fantasmagórico que en su poema “Tarde de domingo” cruza un puente invisible en una tarde que pronto llegará a la noche. Quizás si nos hubiéramos quedado conversando la tarde habría impedido que llegara esa noche, el fin no habría llegado, nunca lo sabremos; de lo que sí estoy seguro es que aquellas palabras continuarán en el silencio fecundo de su poesía.
En la mano tengo el libro que me dejó en cuanto nos vimos, El silencio y la furia (Ed. Ultramar, Miami 2017), prólogo de Luis de la Paz. No es su última obra pero sí lo es para mí. Yo hubiera querido escribir una reseña antes de que no pudiera leerla, unas palabras de elogio merecido y justo para un buen libro y una poeta que lo merece, pero no tuvimos tiempo. La buena poesía puede que no sepamos bien en qué consiste, pero sí sabemos lo que es y a veces descubrimos dónde está aunque siempre sabemos quién es capaz de hacerla, es el caso de Lilliam. Los buenos poetas como Lilliam son como los agricultores tradicionales, conocen cómo, qué y cuándo sembrar, e incluso cuando por alguna razón la cosecha no es la deseada podemos ver detrás de cada fruto el arte que no todos dominan. Este libro es de esos buenos libros con algunos poemas excelentes, antológicos para los exigentes como los largos “El silencio y la furia” y “Rompiendo el aire” que ocupan gran parte del poemario”, más “Tarde de domingo”, es un libro breve para el cual le bastan esos poemas con los cuales suma la diferencia suficiente con la poesía que indiscriminadamente nos aplasta últimamente con frivolidades urbanas, y eso podría ser suficiente. A diferencia de la narrativa el poema no puede darse el lujo de lo intrascendente aunque esto se haya vuelto lo trascendente en gran parte de la poesía, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XX con la irrupción desmesurada de lo cotidiano y la frivolidad de revivirlo en lo conversacional. La poesía de Lilliam había aprovechado esa tradición de comunicación que estaba en El Puente y los otros para traspasar lo cotidiano con lo que ella llamaba el silencio, por eso no dudé en seleccionarla en mi antología La poesía de las dos orillas. Cuba (1959-1993), incluso cuando aún no había publicado sus mejores libros.
Lilliam se ha ido, aquella fue la última vez que nos vimos, no obstante todavía podremos seguir con ella en los amigos comunes en los que siempre nos apoyamos para superar los malos momentos, y también en el rastro que deja el silencio sonoro de la buena poesía, como ella misma dijera al final de “El silencio y la furia”: La palabra es humana. / El silencio es del ángel.
Escuchemos al ángel Moro, que Lilliam descanse en paz.
De «El silencio y la furia». (Fragmento)
VIII
Ángel de todos los ejércitos:
el caos es el modo preciso de estar vivo,
el ruido es estar vivo
y el silencio en peligro de extinción.
Hemos acumulado baratijas,
cosas tantísimas
supuestamente imprescindibles,
todo aquello que en su momento nos parecía bello,
quizás útil,
y es hoy una grotesca impedimenta
en la pesada mochila del soldado que huye;
tenemos que deslindar lo necesario de lo que no lo es
pero el tiempo es escaso
y el soldado no puede perderlo en sutilezas.
El ruido lo acompaña pero el sigue corriendo
para llegar a no sé sabe dónde
seguramente donde habita el silencio.
INSTANTÁNEA
he visto en una foto
a un niño al borde del abismo:
no llora, no sonríe.
Con sus ojos enormes
busca entre los que corren a él
a la madre perdida entre el tumulto,
el polvo, los escombros.
Para ese niño la vida es un único instante,
precisamente este,
donde espera una brazos que lo alcen
y lo saquen de lo que no comprende.
Lo demás debe ser
eso que los adultos llaman muerte.
De «Rompiendo el aire» (Fragmento)
I
Hoy he ayudado a matar a un inocente.
Desconozco sus señas personales,
su biografía, si existe una familia que lo llore;
no me pudo decir sus esperanzas o sus sueños;
ni siquiera su nombre,
ni si era bueno o malo;
era solo uno más que temblaba de miedo
al borde del precipicio del horror.
II
Yacen por todas partes:
en el fondo del mar,
en las balsas de los desesperados
que todavía buscan la tierra prometida;
mueren también en el desierto,
en las aldeas recónditas de países sin nombre;
son los que no conocieron el futuro
sino el presente de la huida,
siempre corriendo hacia ninguna parte,
el temor en los ojos,
el otro, el enemigo.
III
Hemos perdido el eco,
así que hay que gritar con las entrañas,
con la impotencia, con la furiosa furia
para que hasta los sordos nos escuchen;
un alarido que traspase la Historia
en la lengua de todos los idiomas,
a voz en cuello hasta que nos lo corten.
Hemos perdido la inocencia también,
amiga mía,
se nos han ido tantas cosas
que se ha vuelto común
la compra y la venta de cuerpos y almas;
pero el discurso continúa, el mismo siempre,
dicho en distintas lenguas, en múltiples países,
diferentes mensajes
y la misma arrogancia de los iluminados.
IV
Todos hemos perdido algún país.